La casa de sus sueños - Cristina Muñiz Martín

                                       


Mientras conducía, Ricardo no paraba de maldecir su mala suerte. El banco le había embargado la casa y, aunque no le habían quedado deudas, todos sus ahorros se habían esfumado como por arte de magia. Bueno, por arte de magia no. Por arte del banco, el abogado y el notario, una auténtica jauría de buitres al acecho. ¿Qué iba a ser de él a partir de ahora, a sus cincuenta y dos años? Había conseguido una pequeña paga de cuatrocientos veinte euros al mes, y con eso tenía que arreglarse hasta la jubilación, que quién sabe, con su mala suerte igual ni llegaba a ella.
Ricardo entró en el piso con un nudo en la garganta. Era un piso de alquiler limpio y luminoso, pero debía compartirlo con otras dos personas ¿Cómo sería la convivencia? ¿Lograría acostumbrarse? Qué remedio le quedaba.
Ricardo, soltero, con un sueldo elevado, había llegado doce años atrás a casa de su hermana con la euforia bailando en cada poro de su piel. “Hermanita, al fin he conseguido la casa de mis sueños”. Una hora después, los dos recorrían sonrientes la casa de doscientos metros cuadrados situada en la zona alta, vecindario selecto, jardines y piscina privados. “Los niños van a disfrutar mucho aquí”, le dijo a su hermana estampándole un efusivo beso en la mejilla. A Laura le gustaba ver a su hermano tan feliz, aunque pensaba que quizás llevaba un nivel de vida demasiado elevado. Sin embargo, no dijo nada. No quería aguarle su felicidad.
Las cosas fueron bien durante los diez años siguientes, hasta que sonó la palabra fatídica: deslocalización. Al principio creyó que a él no le tocaría, pues además de llevar muchos años en la empresa, unía a esa experiencia el dominio del inglés y del alemán, algo que siempre se había tenido en cuenta. Sin embargo, con lo que no contaba Ricardo es que la empresa aprovechara el momento para deshacerse de sus empleados de más de cuarenta y cinco años. Todos ellos acabaron en la calle con una mísera indemnización, una palmadita en la espalda y dos años de paro. Ricardo no se dejó abatir, confiando en que con su experiencia y conocimientos no tardaría en encontrar otro trabajo. Además, tenía muchos amigos y contactos. Pero pronto se dio cuenta que los amigos no eran tales, los contactos se habían disuelto en la nada y sus conocimientos y su experiencia no eran tenidos en cuenta. Solo una cosa importaba: la edad. Era demasiado viejo.

Ricardo malvendió su coche de cuarenta y cinco mil euros, los muebles, los cuadros, las esculturas...mientras esperaba por un comprador para su casa. Las ofertas fueron llegando con cuentagotas y siempre muy por debajo de su precio. Intentó pactar con el banco pero ante su falta de solvencia no hubo nada que hacer. Como el coche, acabó malvendiendo la casa por el precio justo para saldar la hipoteca con todos sus gastos. Afortunadamente no necesitó vender las dos plazas de garaje, bien situadas, que había comprado por consejo de su hermana. Esos eran ahora todos sus bienes. Al principio pensó en venderlas pero tras hacer muchas cuentas llegó a la conclusión de que era mejor mantenerlas. Con su mísera paga y los alquileres, aunque extremadamente justo, podría vivir.
La casa estaba en silencio. Ricardo se dirigió a su cuarto. Abrió el balcón y lo saludó un haz de luz en el que bailaban, juguetonas, miles de motas de polvo. Dejó las cajas en el pasillo y buscó los utensilios de limpieza. Limpió su cuarto a fondo. Después metió las cajas en la habitación y volvió por donde había venido, para devolverle la furgoneta a su cuñado. Su hermana vivía a un par de manzanas de allí, era la única familia que le quedaba. Ella y los dos pequeños revoltosos a los que no podía comprar más que algún que otro caramelo, cuando siempre los había llenado de regalos. En casa de su hermana no había sitio para él y aunque le ofrecieron dormir en el sofá él no quiso, se sentiría demasiado humillado. Tampoco quería ir a cenar a su casa todos los días, sabía que ella estaba cansada, trabajando sus ocho horas y después haciéndose cargo de la casa y los dos niños mientras su cuñado trabajaba de la mañana a la noche. No, no podía cargarlos con más obligaciones. Iría un par de días a la semana, según habían convenido, más que nada para aplacar la angustia de su hermana, ella que lo tenía en un pedestal, su hermano el importante, el que viajaba, el que manejaba dinero, al que podía acudir siempre que quisiera ante cualquier necesidad.
Esa noche Ricardo no cenó y llegó a casa tarde, cuando sus otros dos ocupantes ya estaban dormidos en sus respectivas habitaciones. Hizo la cama, en silencio, y trató de dormir, aunque los ruidos de la calle, del camión de la basura, de los jóvenes que volvían a casa al amanecer, no le permitieron más que pequeños ratos de sueño. Le había tocado la peor habitación, la más barata también. Trescientos euros más los gastos. Un auténtico chollo. Había anulado su cuenta bancaria, pues no tenía más dinero que los cinco mil euros que guardaba en la maleta y ya no había recibos que pagar, ni tan siquiera del móvil que era de tarjeta.
El cuarto era muy pequeño: una cama de noventa, un armario de dos cuerpos y una silla por mesita. El resto estaba ocupado casi en su totalidad por las cajas. Al día siguiente Ricardo trató de organizarse. La ropa de temporada en el armario y el resto dentro de la maleta, debajo de la cama, junto a alguna de las cajas. Otras cajas apiladas entre el armario y la ventana y el resto sobre el armario. Cuando acabó se sentó en la cama abatido; se sentía dentro de una ratonera.
Por suerte, la convivencia con sus dos compañeros fue fácil. Ambos eran limpios y silenciosos. Tristes, como él. Mejor así.
Un día, Ramón, dijo que abandonaba el piso; había encontrado trabajo en otra ciudad. Luis y él se miraron asustados. Necesitaban buscar un nuevo inquilino para cubrir los gastos de alquiler. Ramón les dijo que Rosa, su prima, estaba buscando y que el precio y la zona le venía bien. Si les apetecía le decía que pasara por allí.
Ricardo no dijo nada pero tener una mujer en casa le inquietaba. No sería lo mismo que vivir con dos hombres callados y solitarios como él. Sin embargo, al ser prima de Ramón, era una persona de confianza, mejor que cualquier desconocido.
Rosa resultó ser una mujer más joven que ellos, con los cuarenta y cinco recién cumplidos, alegre, charlatana sin ser inoportuna, y cantarina. A Ricardo al principio le molestaba sentir sus tarareos por cualquier lugar de la casa, pero acabó acostumbrándose y hasta la echaba de menos cuando no estaba. Una noche que no podía dormir, Ricardo sintió abrirse y cerrarse puertas, cuchicheos, risas apagadas y gemidos. Era lo único que faltaba, se dijo a si mismo. Durante una semana apenas les dirigió la palabra a ninguno de sus dos compañeros. Ellos, por su parte, parecían evitarle. Una noche, al volver a casa, lo estaban esperando. Le dijeron que se habían enamorado y Ricardo sintió como se aceleraba su corazón pensando que se irían de casa. Pero era todo lo contrario. Habían pensando que, para ahorrar, podían vivir los dos juntos en una misma habitación y alquilar la otra. Les vendría muy bien a los tres meter a una cuarta persona, pues su alquiler bajaría, así como el resto de los gastos.
Ricardo comenzó a hacer cuentas mentalmente y aunque no le apetecía meter a más gente en casa, la idea de tener más dinero libre al mes le gustó. Además, podía cambiar él a la otra habitación, bastante más amplia.
Carmen llegó una tarde lluviosa y fría de invierno. Morena, cuarenta y nueve años, esbelta, demasiado guapa para su edad y callada. Eso fue lo que más le gustó a Ricardo, lo callada que era, o más bien prudente se podría decir.
Los cuatro consiguieron llevar una vida armoniosa, sin grandes sobresaltos, sin molestarse unos a los otros, más que los ruidos procedentes de la habitación de la pareja que tanto a Ricardo como a Carmen les producía un sentimiento hondo de soledad cuando los escuchaban desde sus camas frías y solitarias.
Una noche de sábado en el que la pareja había salido, Ricardo y Carmen entablaron ante una botella de vino una animada charla. Después, con el buen sabor en la boca cada uno fue a sus respectivas habitaciones. Ricardo esa noche se encontraba inquieto, como si la soledad le pesara más que nunca. De pronto, la puerta se abrió, unos pies se deslizaron suavemente por el suelo y una mano levantó la ropa de la cama para meterse entre ella. Ricardo abrazó aquel cuerpo que se le ofrecía sin reparos. A aquella noche siguió otra y muchas otras. Noches de amor seguidas de días en los que mientras Carmen trabajaba Ricardo buscaba trabajo. Una mañana vio un letrero en una panadería y, aunque ya contaba con una negativa, entró. Un hombre mayor, afable, que solo quería una persona seria y trabajadora para atender a sus clientes en el mostrador, le dio una oportunidad.
Tres meses después, Ricardo firmó orgulloso un contrato indefinido. Sus días tras el mostrador discurrían apacibles, tratando con el público y dando ideas para mejorar el negocio. Un negocio del que no tardaría en ser encargado. Y al atardecer, finalizada su jornada laboral, se encaminaba alegre hacia la casa de sus sueños, un modesto y coqueto apartamento que compartía con el mayor de sus tesoros: Carmen.








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