Un
golpe de suerte me facilitó lograr varios de mis sueños, entre
ellos una pequeña casa en la costa mediterránea, concretamente en
La Carihuela, donde la brisa marina acaricia y tuesta mi cuerpo
blancuzco.
No
era nada exigente, al salir por la portilla me daba de bruces con el
paseo marítimo, que a su vez daba acceso a una arena ardiente, la
cual invitaba apresuradamente a zambullirse en aquel mar tranquilo
aunque frío.
Mi
cama situada en frente mismo de la ventana, me permitía divisar cada
mañana un mar y un cielo azul sin nubes, como nunca había visto. A
lo lejos siempre había bandadas de gaviotas intentando pillar bocado
en los innumerables barcos que regresaban a puerto tras larga noche
de pesca.
Lo
que más disfrutaba de aquella casa, era la sensación de estar en
eternas vacaciones, la libertad de movimientos, sin prisa,
deleitándome en cada segundo de aquellos cálidos días, éste hecho
me hacía reafirmar que ella era la
casa de mis sueños,
pequeña, coqueta, sencilla, cálida, aportándome una sensación tan
placentera, que ni en invierno quería alejarme, a pesar de que el
ambiente tornaba solitario y bucólico sin el ajetreo de veraneantes.
En
cuanto la primavera asomaba y el sol animaba los días, pintaba los
muros de blanco y sembraba las innumerables macetas y tiestos, con
plantas de rápida floración, para que dieran color y vistosidad a
las sencillas paredes de la casa. Un pequeño patio acogía un
cenador de tela que aportaba sombra y frescor en las tórridas tardes
de verano, lugar preferido para el descanso de mi perrita Juana, una
foxterrier de pelo duro, cariñosa, juguetona y obediente, compañera
de mis largos paseos y cómplice de mis anhelos.
Mi
existencia era cuasi perfecta, no era un modo de vida jipi, ya que
gracias a mi vida laboral, disponía de suficiente pensión para
vivir sin grandes dispendios, pero tampoco con privaciones. Las
charlas con los comerciantes cercanos o con los colegas del club
social, me entretenían cuando andaba necesitada de contacto humano.
Lo
que tantos urbanitas deseaban y añoraban, ya lo tenía, y sólo
envidiaba encontrar a alguien con quien compartirlo y que me hiciera
sentir aún más feliz y dichosa. Mi placentera existencia no era
nada rutinaria, pues si bien intentaba seguir un horario de comidas,
el resto de la jornada lo dedicaba a pasear, comprar o viajar a
poblaciones cercanas, a las que tenía acceso gracias al tren o al
autobús, cuyas paradas estaban próximas a casa.
Durante
un largo tiempo mi relación con la ansiada casa fue idílica, hasta
que la vida te enseña que nada es eterno, menos cuando te hallas tan
próximo a la naturaleza y tienes ocasión de percibir su fuerza y
agresividad cuando menos lo esperas.
El
invierno pasado ha sido de los más duros climatológicamente
hablando, y las grandes pleamares al juntarse con fuerte temporal de
lluvias y viento, destrozó toda la línea de costa, locales
comerciales, hoteles, viviendas, entre ellas la mía, toda la planta
baja fue penetrada por el mar, no pude salvar nada más que a mi
perrita, los muebles y enseres que había terminaron flotando a lo
largo de la sumergida playa. Bueno, los míos y los del resto de
vecinos que como yo vivían en primera línea. Por fortuna guardaba
siempre las cosas de valor en la primera planta, y fue en ella donde
nos refugiamos Juana y yo, deseando que el temporal no rompiese los
cimientos y pudiéramos sobrevivir ilesas.
Tras
la tempestad no viene la calma, porque el disgusto y los destrozos
sufridos, pusieron los nervios a flor de piel, creando tensión en
el vecindario que casi llega a la histeria colectiva. No paraban de
quejarse de todo, que si la culpa la tiene el cambio climático, que
si los políticos, que si el Gobierno de turno por no prever o avisar
de lo que se venía encima, en fin, el desaguisado ya estaba hecho, y
quejándome no iba a solucionar nada, así que comencé a pensar en
cómo iba a arreglar todo ello.
Por
desgracia no me dio mucho tiempo a planificar, vinieron los
mandamases de Fomento y prohibieron edificaciones en aquella zona
hasta tercera línea de playa, por lo que mí destartalada casa y las
demás medio derruidas por el temporal, había que demoler lo que
hubiera quedado en pie y dejar un espacio amplio para adentrar la
acera del paseo. Esa fue la solución que dieron los políticos de
turno.
Manifestaciones,
paros, boicot a actos culturales, un sinfín de movilizaciones que
los comerciantes y vecinos propusieron y llevaron a cabo con tal de
hacer notar la discrepancia de ideas y soluciones. Mientras tanto
permanecíamos sin agua ni luz eléctrica, aquello parecía un
campamento bereber, con toldos y hamacas por todos lados y cocinando
o lavándonos al aire libre. Todo era para hacernos notar y
avergonzar al Alcalde y sus ediles. Pero como esa gente tiene la
cara de cartón piedra por no hablar ya de sentimientos, no se
consiguió nada, y todas las casitas coquetas, blancas y coloridas,
que con tanto orgullo aparecían en los folletos turísticos,
terminaron por desaparecer bajo el polvo y los escombros que una
voraz excavadora derribó.
No
hay mal que por bien no venga y aquella eclosión de protestas, fue
el origen de una asociación civil muy bien organizada, echamos
solicitudes al Ayuntamiento para que nos realojaran en viviendas de
propiedad municipal o que estuvieran tuteladas por ellos, y mientras
tanto nos fuimos de okupas al cortijo del señor alcalde y
apartamentos vacacionales de los ediles, donde todavía seguimos,
porque ya se sabe, las cosas de palacio van despacio, y como nuestros
políticos son muy caritativos, a través de las redes sociales hemos
agradecido a los mismos la buena acogida que nos han dado en sus
propiedades, teniendo luz y agua pagadas por el ayuntamiento, pues
los enganches, por supuesto, no estaban privatizados.
Ahora
vivo en un pequeño apartamento con Colas y Lola, dos amigos
jubilados, son muy majos y ya no me siento tan sola. Como no tengo
gastos ocasionados por la casa, mi pensión me da para mucho más, y
en cuanto veo un viaje apañadito, para allá que me voy, y mis
colegas cuidan de Juana, que les tiene mucho cariño.
¡La
vida de okupa es la vida mejor!
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