“Cuando
yo era joven” celebraba su cumpleaños. Así llamamos a la tía
Angustias, una vieja refunfuñona, regañona y la mar de puritana,
que no para de increparnos con su famosa frase: cuando yo era joven,
no hacía esto, no hacía aquello, eso está mal visto en una
señorita. En fin, una insoportable solterona, vestida siempre de
negro, que se quedó a vestir santos y su única afición es amargar
la vida a las chicas jóvenes que parecen felices.
Es
hermana de mi abuela, la pequeña de siete hermanos, que debido a la
diferencia de edad con ellos, fue mimada, consentida y relegada al
cuidado de la granja y de los bisabuelos. Su padre era hombre de mal
genio y algo soberbio, por lo que sus hijos en cuanto podían se
alejaban de la casa familiar y abandonaban el pueblo, para perderlo
de vista. Más la pequeña, Angustias, cuando estaba en edad de
merecer, tenía ya sobre sus espaldas la responsabilidad de mantener
el medio de vida de sus padres y cuidar de ellos, por lo que apenas
pudo disponer de tiempo para ir a verbenas o tontear con mozos. Lo
más lejos que le permitían era ir a la iglesia para santificar las
fiestas, por lo que su carácter terminó forjándose a fuerza de
amarguras y frustraciones.
Con
la que mejor se ha llevado siempre es con mi abuela, quizás porque
es la más cercana en edad, y desde que los bisabuelos murieron pasa
en verano un par de semanas con ella. Por desgracia, coincidíamos
con ella mis hermanas y yo, pues al no tener clase, mamá no quería
que estuviésemos solas y nos dejaba en compañía de las dos,
sufriendo a la tía Angustias con su “cuando yo era joven”.
Al
ir creciendo encontramos resortes suficientes para evadirnos de vez
en cuando de sus quejas e improperios, que no sé aún, como la
abuela soporta. Pero con quien más se ha metido siempre y lo ha
seguido haciendo, es conmigo. Mi carácter más fuerte que el de mis
hermanas, quizás por la herencia del bisabuelo, no me permite
callarme sin contestarla, y claro, ante esa supuesta falta de respeto
ya tenemos la guerra montada. También la culpa puede deberse a que
soy la menos femenina de las tres, me gusta la ropa holgada y de
sport, algo que la tía no comprende, según ella debería vestir
falda en vez de pantalón, nada de escotes o tirantes y por supuesto
ir siempre arreglada como cuando sales de la peluquería.
Cada
vez la soportaba menos, conseguía rápidamente sacarme de mis
casillas, pero ya no volverá a hacerlo, acabo de pararle los pies de
una forma sutil, sin que nadie lo sepa, será nuestro secreto, espero
no echar de menos las riñas porque me fuerzan a ser ingeniosa.
La
familia lucía las galas de domingo, como siempre exigía. Me
enfundé un abrigo para la ocasión, sin pantalones ni zapatillas de
sport, sino tacones bien altos, medias de rejilla y peinada con moño
me presenté en la fiesta. Tras los saludos y felicitaciones
pertinentes, vi su cara de asombro, al estar vestida de “mujer”.
Para mis adentros disfrutaba con la situación, pues cuando todos
llegaron y por fin nos íbamos a sentar a la mesa, me invitaron a
quitar el abrigo para estar más cómoda.
Eso
hice suavemente, descubriendo una negligé de volantes, que
transparentaba mi ropa interior negra y una liga granate, todos se
quedaron atónitos y sobre todo ella. Aguanté estoicamente su
mirada, de ofensa, desprecio y horror, que fue suavizada cuando al
instante le enseño la llama de un mechero que acababa de encender.
Su
gesto cambió, y fueron los demás quienes me increparon para
cambiarme de ropa. Por supuesto les hice caso, pero la querida tía
Angustias ya estaba vencida, nunca más se iba a meter conmigo, para
envidia de hermanas y primas, que no entendían el teatro que acababa
de hacer.
Como
ya he dicho, es un asunto entre ella y yo, como de hecho han sido
siempre nuestras discusiones, pero en esta ocasión la carta ganadora
me la facilitó mi trabajo, mi profesión. Soy bombera, en una
ciudad cercana al pueblo familiar. Hace unas semanas nos llamaron
para sofocar el incendio de un edificio a las afueras del mismo, eran
tres plantas, en mitad de la carretera, lo que se suele llamar un
motel. Rescatamos a una veintena de personas, las mujeres iban
ligeras de ropa y a algún hombre le faltaba por poner la camisa,
algo normal, cuando debes escapar del fuego no te fijas mucho en la
vestimenta que llevas puesta, por los nervios. Pero casualmente
aquel motel en concreto, era un club de alterne, y ¡oh casualidades
de la vida!, la madame que regentaba el burdel era la rancia y
trasnochada querida tía Angustias, que escapó algo chamuscada pero
ilesa, al ser rescatada por mis compañeros.
No
se dio cuenta de mi presencia debido a que en ningún instante me
quité el casco y de cómo a pesar de mi asombro la observaba. Me
alegré de haber acudido, y por supuesto salvar a los ocupantes,
porque el infortunado incendio iba a servirme para librarme, por fin,
de “Cuando yo era joven”.
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