Cuando
yo era joven las
mujeres pasaban buena parte de su vida de luto. Recuerdo a mi madre
y a mi abuela tiñendo ropa en la cocina cuando murió el abuelo. En
una pota enorme prepararon el tinte y después echaron las
prendas que estuvieron
removiendo durante bastante tiempo con un palo de madera. Yo las
observaba con mis ojos de nueve años y no entendía. Pregunté: ¿Por
qué os tenéis que vestir de negro? Me contestaron que era lo que
había que hacer. Pero ¿por qué?, insistí yo ¿Y por qué papá
sigue vistiéndose normal, solo con una
tira de tela negra en el brazo?
Me mandaron a jugar a la calle para que las dejara hacer
su trabajo en paz. Poco
después de los alambres del patio colgaban, como
cuervos abatidos en una
cacería, vestidos, faldas,
camisas, mandiles, y enaguas de los
que goteaban
lágrimas
sucias
y tristes que, poco a poco,
acabaron formando varios charcos en el suelo.
Esa,
como tantas otras, era una de las cosas que yo no entendía de niña.
Mi abuela, a la que siempre vi vieja y que solo tenía cincuenta
y ocho años al quedar viuda, llevaba ya largo tiempo vestida de
luto, o de alivio, cuando el intervalo entre dos muertes se alargaba.
Su primer luto fue por un cuñado, el marido de su hermana, después
murió su padre, un poco más tarde un sobrino...muertes que se iban
encadenando unas a otras formando un vestuario de mortajas negras en
el armario. Alguna vez conseguí verla vestida de alivio, colores
grises o morados, incluso con alguna pequeña flor. Fueron
vanas ilusiones, de hecho en todas las fotografías aparece vestida
de negro. Nadie fue a su casa a decirle
nada.
Nadie la obligó poniéndole una pistola en la sien. Pero ella sabía
lo que tenía que hacer.
Nunca se quejó. Había sido educada para ello.
Yo,
con mis nueve años, pensaba que nunca me
pondría luto por mucho que lo intentaran.
Odiaba llegar a casa del colegio y ver a mi madre, aún joven, con
aquellos vestidos negros, las medias negras y
tupidas aunque
hiciera calor, las
zapatillas negras. La casa se tornó más triste que nunca, porque
durante un tiempo tampoco se podía
encender
la radio y mucho menos
escuchar música; la televisión aún no había aparecido.
Yo, por suerte, me evadía en el colegio, en mis juegos de niña, en
las lecturas de los tebeos y
en mis fantasías. Pero veía a mi abuela y a mi madre sin salir de
casa mientras mi padre llegaba del trabajo y marchaba al bar. ¿Acaso
la muerte no afectaba a lo hombres? ¿Ellos podían beber y reír
aunque hubiera un muerto en la familia? Al parecer sí. Al menos a
esa conclusión llegamos mis amigas del colegio y yo, unas más
convencidas que otras, unas
más conformes que otras.
Por
suerte, con el trascurrir de los
años, esa costumbre que era
ley, aunque
una ley no escrita, se fue
perdiendo y las mujeres nos vimos liberadas de ir por la calle
anunciando la muerte de nuestros seres queridos. Cuando murió mi
abuela, mis hermanas y yo conseguimos convencer a mi madre de que no
pusiera luto y ella, aunque a regañadientes, nos hizo caso. No pasó
nada, ya eran otros tiempos. Tampoco se apagó la televisión. ¿Por
qué hacerlo? ¿Acaso no era mejor poder distraerse un poco, aliviar
la congoja durante un rato? Porque el luto, el dolor, reinaba en
nuestros corazones y lo hizo durante mucho tiempo, sin alardes
visuales, sin estridencias, cada uno llevándolo a su manera.
Ha
pasado mucho tiempo ya de aquello y donde yo vivo ya no existe la
costumbre del luto. Cuando
hay una muerte en la familia,
las mujeres
se comportan como creen conveniente, sin ningún tipo de ataduras.
Unas
salen a la calle al día siguiente del entierro, con
sus ropas habituales, buscando
alivio en el trato con los demás, continuando
con sus trabajos y aficiones cotidianas.
Otras
quedan en sus casas en un encierro voluntario hasta reponer fuerzas.
Y, por fortuna,
la sociedad las deja hacer
sin inmiscuirse ni en su vida ni en sus sentimientos.
Otra
cosa que recuerdo y tampoco entendí de niña es por qué mi madre,
cuando nacieron
mis hermanos pequeños, tuvo que estar
sin salir de casa hasta que
ellos volvieron de la iglesia bautizados. No
sé cuántos días serían, puede que una o dos semanas, no recuerdo.
Sin embargo, mi padre siguió con su vida normal; él no estaba
obligado a nada.
Ahora
ya no soy joven y me acuerdo de estas cosas leyendo la polémica
suscitada por el uso del velo islámico. Algunas
partidarias dicen que nadie las obliga, que son libres de llevarlo o
no. Entonces me acuerdo de mi abuela. ¿Era ella libre cuando se
vestía de negro de arriba abajo? ¿Era
libre mi madre cuando permanecía encerrada en casa hasta que su hijo
era
bautizado? ¿Y las mujeres
que llevan velo? ¿Deciden libremente? Creo que entre el luto y
el encierro de nuestras
antepasadas y el uso del velo no hay ninguna diferencia. Leyes
escritas o no escritas dictadas por los hombres para ser cumplidas
por las mujeres. Mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y
hombres con un brazalete
por la misma muerte. Mujeres
encerradas en casa y hombres libres por el mismo nacimiento.
Mujeres con velo, niqab,
burka o burkini,
mientras los hombres de su misma cultura se pueden vestir a
la manera occidental e incluso usar traje de baño en playas y
piscinas.
Puedo
entender que haya mujeres que decidan usar velo debido
a su educación, pero me
echo las manos a la cabeza cuando veo
a mujeres nacidas y educadas
en países occidentales, y que llamándose a si mismas liberales o
feministas, apoyan
el uso del velo islámico diciendo que es un ejercicio de libertad
por parte de
la mujer que lo lleva. ¿Nuestras
antepasadas se vestían de negro de los pies a la cabeza y
permanecían encerradas en casa
en ejercicio de su libertad? Y
hoy en día, en nuestro
mundo occidental ¿Son
libres las mujeres que salen medio desnudas en los desfiles de moda o
las jugadoras de voley-playa con su escueta vestimenta?
Que cada cual responda a esta pregunta
tras pensar por qué las
normas sobre vestimenta y sus polémicas
afectan solo a las mujeres.
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