No entendía, no entiendo y no quiero entender - Cristina Muñiz Martín


                                         

Cuando yo era joven las mujeres pasaban buena parte de su vida de luto. Recuerdo a mi madre y a mi abuela tiñendo ropa en la cocina cuando murió el abuelo. En una pota enorme prepararon el tinte y después echaron las prendas que estuvieron removiendo durante bastante tiempo con un palo de madera. Yo las observaba con mis ojos de nueve años y no entendía. Pregunté: ¿Por qué os tenéis que vestir de negro? Me contestaron que era lo que había que hacer. Pero ¿por qué?, insistí yo ¿Y por qué papá sigue vistiéndose normal, solo con una tira de tela negra en el brazo? Me mandaron a jugar a la calle para que las dejara hacer su trabajo en paz. Poco después de los alambres del patio colgaban, como cuervos abatidos en una cacería, vestidos, faldas, camisas, mandiles, y enaguas de los que goteaban lágrimas sucias y tristes que, poco a poco, acabaron formando varios charcos en el suelo.
Esa, como tantas otras, era una de las cosas que yo no entendía de niña. Mi abuela, a la que siempre vi vieja y que solo tenía cincuenta y ocho años al quedar viuda, llevaba ya largo tiempo vestida de luto, o de alivio, cuando el intervalo entre dos muertes se alargaba. Su primer luto fue por un cuñado, el marido de su hermana, después murió su padre, un poco más tarde un sobrino...muertes que se iban encadenando unas a otras formando un vestuario de mortajas negras en el armario. Alguna vez conseguí verla vestida de alivio, colores grises o morados, incluso con alguna pequeña flor. Fueron vanas ilusiones, de hecho en todas las fotografías aparece vestida de negro. Nadie fue a su casa a decirle nada. Nadie la obligó poniéndole una pistola en la sien. Pero ella sabía lo que tenía que hacer. Nunca se quejó. Había sido educada para ello.
Yo, con mis nueve años, pensaba que nunca me pondría luto por mucho que lo intentaran. Odiaba llegar a casa del colegio y ver a mi madre, aún joven, con aquellos vestidos negros, las medias negras y tupidas aunque hiciera calor, las zapatillas negras. La casa se tornó más triste que nunca, porque durante un tiempo tampoco se podía encender la radio y mucho menos escuchar música; la televisión aún no había aparecido. Yo, por suerte, me evadía en el colegio, en mis juegos de niña, en las lecturas de los tebeos y en mis fantasías. Pero veía a mi abuela y a mi madre sin salir de casa mientras mi padre llegaba del trabajo y marchaba al bar. ¿Acaso la muerte no afectaba a lo hombres? ¿Ellos podían beber y reír aunque hubiera un muerto en la familia? Al parecer sí. Al menos a esa conclusión llegamos mis amigas del colegio y yo, unas más convencidas que otras, unas más conformes que otras.
Por suerte, con el trascurrir de los años, esa costumbre que era ley, aunque una ley no escrita, se fue perdiendo y las mujeres nos vimos liberadas de ir por la calle anunciando la muerte de nuestros seres queridos. Cuando murió mi abuela, mis hermanas y yo conseguimos convencer a mi madre de que no pusiera luto y ella, aunque a regañadientes, nos hizo caso. No pasó nada, ya eran otros tiempos. Tampoco se apagó la televisión. ¿Por qué hacerlo? ¿Acaso no era mejor poder distraerse un poco, aliviar la congoja durante un rato? Porque el luto, el dolor, reinaba en nuestros corazones y lo hizo durante mucho tiempo, sin alardes visuales, sin estridencias, cada uno llevándolo a su manera.
Ha pasado mucho tiempo ya de aquello y donde yo vivo ya no existe la costumbre del luto. Cuando hay una muerte en la familia, las mujeres se comportan como creen conveniente, sin ningún tipo de ataduras. Unas salen a la calle al día siguiente del entierro, con sus ropas habituales, buscando alivio en el trato con los demás, continuando con sus trabajos y aficiones cotidianas. Otras quedan en sus casas en un encierro voluntario hasta reponer fuerzas. Y, por fortuna, la sociedad las deja hacer sin inmiscuirse ni en su vida ni en sus sentimientos.
Otra cosa que recuerdo y tampoco entendí de niña es por qué mi madre, cuando nacieron mis hermanos pequeños, tuvo que estar sin salir de casa hasta que ellos volvieron de la iglesia bautizados. No sé cuántos días serían, puede que una o dos semanas, no recuerdo. Sin embargo, mi padre siguió con su vida normal; él no estaba obligado a nada.
Ahora ya no soy joven y me acuerdo de estas cosas leyendo la polémica suscitada por el uso del velo islámico. Algunas partidarias dicen que nadie las obliga, que son libres de llevarlo o no. Entonces me acuerdo de mi abuela. ¿Era ella libre cuando se vestía de negro de arriba abajo? ¿Era libre mi madre cuando permanecía encerrada en casa hasta que su hijo era bautizado? ¿Y las mujeres que llevan velo? ¿Deciden libremente? Creo que entre el luto y el encierro de nuestras antepasadas y el uso del velo no hay ninguna diferencia. Leyes escritas o no escritas dictadas por los hombres para ser cumplidas por las mujeres. Mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza y hombres con un brazalete por la misma muerte. Mujeres encerradas en casa y hombres libres por el mismo nacimiento. Mujeres con velo, niqab, burka o burkini, mientras los hombres de su misma cultura se pueden vestir a la manera occidental e incluso usar traje de baño en playas y piscinas.
Puedo entender que haya mujeres que decidan usar velo debido a su educación, pero me echo las manos a la cabeza cuando veo a mujeres nacidas y educadas en países occidentales, y que llamándose a si mismas liberales o feministas, apoyan el uso del velo islámico diciendo que es un ejercicio de libertad por parte de la mujer que lo lleva. ¿Nuestras antepasadas se vestían de negro de los pies a la cabeza y permanecían encerradas en casa en ejercicio de su libertad? Y hoy en día, en nuestro mundo occidental ¿Son libres las mujeres que salen medio desnudas en los desfiles de moda o las jugadoras de voley-playa con su escueta vestimenta? Que cada cual responda a esta pregunta tras pensar por qué las normas sobre vestimenta y sus polémicas afectan solo a las mujeres.






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