Relato inspirado en la fotografía
Doscientos
veintisiete años llevo aquí, tirada en este bosque, medio
enterrada, sin poder hablar, sin poder moverme... me han robado
incluso la voluntad. Y todo por un absurdo castigo, por un castigo
injusto del que pienso resarcirme en cuanto me libere de esta
maldición, si es que algún día lo consigo, que dado el tiempo
transcurrido sin que nadie me haga ni puñetero caso, ya comienzo a
dudarlo. Me miran mucho, me remiran, comentan, que guapa, que
original y tal y cual, pero nada más, así que no se por qué me da
que me voy a pasar aquí postrada por lo menos doscientos veintisiete
años más.
El caso es que yo
era un meiga gallega y vivía en una casa muy chula en medio del
bosque. Al menos a mí me parecía chula, aunque a alguna gente le
daba miedo y no entiendo por qué, si hasta tenía un banquito de
madera en el patio, debajo de un naranjo seco. Uy, pero si me estoy
desviando del tema, en fin, que eso, que vivía en el bosque con mi
gato negro y tuerto, y me dedicaba a los sortilegios y demás,
supongo que por eso a los del pueblo no les gustaba mi casa, ni yo
misma tampoco, pero qué le iba a hacer. Mi profesión me había
venido impuesta por herencia, mi madre, abuela, bisabuela, etc,
todas se habían dedicado a lo mismo, así que a mí no me quedaban
más opciones. Me hubiera gustado tener una botica, no sé por qué,
siempre me atrajo eso de las fórmulas magistrales, pero al fin y al
cabo ser meiga era algo parecido, con un aliciente más, y es que con
mis brebajes podía influir en la voluntad de la gente, además de
curarle alguna enfermedad sin importancia. Pero en fin, a lo que iba,
que yo no era una meiga al uso, por eso he venido a parar a dónde
ahora me encuentro. Yo no quería hacer maldades. Es cierto que las
meigas nos dedicamos fundamentalmente a las maldades, pero no por
nuestra voluntad, sino porque la gente es muy retorcida y las mayor
parte de las veces nos viene a pedir... pues eso, maldades. Que si
hay que quitarle el novio a la vecina, que si hay que hacer que a
fulanito se le malogre la cosecha o que a menganito no le salga bien
el negocio que tiene entre manos. Pocas veces venían a pedirte cosas
buenas. Ya cuando mi madre me estaba enseñando el oficio a mí no me
gustaba nada esa faceta maléfica del mismo. Y protestaba, vaya si
protestaba, porque además, como teníamos fama de malas y perversas,
en el pueblo ninguna chica quería ser mi amiga, y eso me amargaba,
porque yo quería ser una muchacha normal y corriente. Pero nada, por
mucho que protestara había que aprender, lo que había que aprender,
y atender a lo que la gente te pidiera, fuera bueno o malo.
Cuando finalmente
mi madre decidió dejar las riendas de negocio en mis manos y ella se
marchó a vivir felizmente su jubilación de Benidorm, que ya en
aquellos años comenzaba a despuntar como lugar turístico, como una
jubilada más, vi la puerta abierta para hacer lo que me diera la
gana. Y así hice.
El día en que
Doña Marujita Lopez del Valle, la señora del pazo, vino a pedirme
ayuda, puse en práctica mis ideas. La muy ladina quería que su hija
Margarita, que era más fea que Picio y encima maleducada y altanera,
se casara con Antón Penedo Rodríguez, a la postre hijo del
practicante y barbero del pueblo. Como se puede comprender los
orígenes de Antón eran humildes, pero el muchacho era listo y
estudiaba leyes en la Universidad de Santiago, con lo cual, a pesar
de no ser noble de cuna, no era mal marido para Margarita, que como
era tan fea y estúpida no lograba encontrar marido entre los ricos
de postín de la comarca. El problema era que Antón cortejaba a
Mariquilla, la cual era la criada del pazo, de la misma edad que
Margarita, sin poseer su alcurnia, pero sí una belleza incomparable
y una humilde pero exquisita educación. Antón y Mariquilla eran
novios desde hacía ya varios años y planeaban el casorio para
cuando el muchacho terminara la carrera, cosa que, si todo iba como
debía, sería a principios de aquel mismo verano.
A principios de
primavera vino la señora del pazo con el cuento de que quería un
remedio para que el muchacho se enamorara de su hija pequeña. Cuando
me contó toda la historia, de la que yo ya era medio conocedora, me
dije que yo no podía ser cómplice de semejante trama, y para
quitármela de encima le comuniqué que el brebaje que había de
preparar era complicado, pues se componía de unas hierbas que había
que recoger la primera semana de junio de los acantilados de San
Andrés de Teixido y de las que yo no disponía en aquel momento.
Tenía que contactar con mis colegas a ver si alguna me podía
prestar. La mujer se fue muy contrariada, no sin advertirme que tenía
que ayudarla como fuera si no quería caer en el desprestigio. Le
dije a todo que sí, no hay mejor manera de sacarse a alguien de
encima que decirle a todo que sí y luego hacer lo que te sale de...
bueno de dónde sea.
Desde luego no
tenía pensado ayudar a aquella mala pécora. Hierbas namoradeiras
tenía dos cajas y media, pero no tenía pensado usarlas para
semejante misión. Con lo que no contaba era con que mi querida madre
regresara de Benidorm para ponerme las peras al cuarto. Lo hizo en
sueños, como acostumbraba, una noche sí y otra también, sin
dejarme pegar ojo, susurrándome al oído de manera insistente su
perorata: que yo era una meiga decente y honrada y que tenía que
cumplir con lo que el cliente me pedía. Tanto me hartó que no tuve
más remedio que transigir y un día mandé recado a la señora del
pazo para que viniera a buscar su remedio. Se fue muy contenta y me
pagó bien, pero a mí me seguía remordiendo la conciencia, así que
después de otra semana sin dormir no pude más y acudí a ver a
Mariquilla. Al principio la chiquilla no quería hablar conmigo, las
meigas casi nunca somos bien recibidas, pero en cuanto le dije que
estaba a punto de perder a su Antón accedió a escucharme. Le
facilité un antídoto, advirtiéndole de que su efecto era solo
temporal y que debían marcharse de allí en cuanto les fuera
posible. Así hicieron, frustrando los planes de la señora del pazo,
cuya hija quedó para vestir santos por los siglos de los siglos y yo
me quedé muy contenta con mi proeza. El problema fue que comencé a
frustrar los planes de mis clientes con demasiada asiduidad e
inevitablemente se enteró la jefa de las meigas, Úrsula, que vivía
en ningún lugar y en todas partes y que una noche se presentó con
mi madre a pedirme cuentas. Ya sabía yo que mi madre tenía algo que
ver en el asunto pero no quise discutir, admití mi culpa pero no me
retracté. Lo seguiría haciendo cuantas veces me diera la gana. Ante
mi tozudez decidió imponerme un severo castigo. Es fácil de
adivinar en qué consistió el mismo. Han acertado. En estar aquí,
medio enterrada, con el cuerpo paralizado y la cabeza funcionando al
cien por cien. El sortilegio se romperá cuando algún caballero
apuesto y elegante me bese en los labios. Vamos, que la tengo clara.
Porque la única vez que un tipo se atrevió a besarme, no era ni
apuesto ni elegante, ni tampoco caballero, porque estaba borracho y
decía cada sandez.... En fin, que no me queda otra que armarme de
paciencia y seguir esperando. Uy por ahí se acerca un grupo de
turistas. ¿Habrá algún caballero apuesto y elegante?
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