Desde que vive con Roberto la vida de Luis ha dado un giro de ciento ochenta grados. Hace apenas seis meses la soledad lo abrumaba tanto que al regresar del trabajo lo único que hacía era tumbarse en el sofá, comer algo rápido, ver un rato la televisión y después meterse en la cama a la espera de un nuevo e idéntico día. Los fines de semana no eran mucho mejores, sin más alicientes que salir los sábados con los amigos a ponerse hasta arriba de alcohol, dormir el domingo hasta media tarde y pasar el resto de las horas viendo fútbol en la televisión. Sin embargo, con Roberto todo es muy diferente. Por las mañanas, Luis se despierta con una caricia y un agradable olor a café recién hecho. En la cocina tiene preparado un buen desayuno y en la habitación la ropa perfectamente planchada. Un abrazo de despedida le da fuerzas para aguantar el día y deseos de que llegue la tarde. Mientras tanto, Roberto limpia, lava, plancha, compra, cocina...para que Luis lo encuentre todo impecable a su regreso. Las cenas anodinas de bocadillos y platos precocinados han dado paso a una dieta sana y equilibrada además de suculenta, mientras la conversación fluye animada, pues Roberto es un gran conversador. Ya en la cama, Luis se deja mecer en sus cariñosos brazos, cálidos en invierno y frescos en verano. Y los fines de semana ya no hay borracheras nocturnas ni domingos perdidos, ya que Roberto se encarga de llenarlos de actividades con las que disfrutar. Luis nunca se había sentido tan feliz y encima su madre está encantada. Doña Carmen, vive en el piso de abajo de su hijo y aunque al principio era un poco reacia a que viviera con Roberto, no tardó en darle la razón: era una de las mejores decisiones que había tomado en su vida. Roberto va a verla todos los días, la ayuda en los quehaceres diarios, le prepara comida, sale con ella de paseo o la lleva al médico. Cualquier cosa que necesite allí está él, siempre dispuesto, siempre cariñoso como el mejor de los hijos.
La vida discurre plácidamente para los tres, hasta que un día
Roberto empieza a caminar con lentitud, sus movimientos se vuelven
torpes y su conversación un tanto incoherente. Luis, alarmado,
solicita una consulta. El diagnóstico es inquietante. Luis sabía
que eso pasaría, así como que el precio del tratamiento asciende a
diez mil euros, pero le habían asegurado que sería cada dos años y
tan solo han pasado ocho meses. El motivo no es otro que el exceso de
actividad de Roberto, trabajador infatigable que parece no saber
estar quieto ni un segundo. Regresan a casa cabizbajos y alicaídos,
tratando de asimilar la noticia cada uno a su manera.
--Lo siento, Luis, lo siento mucho. Si yo pudiera ganar algo, pero…
--Sabes que no puedes trabajar, así que déjalo Roberto. Pero
tienes que hacer caso a lo que te dicen. No paras en todo el día y
eso no puede ser. Tienes que aprender a parar, a descansar unas
horas. Te lo he repetido mil veces.
--Ya lo sé, y me siento culpable por ello. Además….diez mil
euros es mucho dinero.
--Sí, demasiado. Ya contaba con gastar ese dinero cada dos años,
pero cada ocho meses...No puedo permitirme ese gasto cada ocho meses,
Roberto ¿lo entiendes?
--Sí, sí, claro que lo entiendo. Te prometo que voy a hacer todo
lo que me manden para estar mejor. Lo malo es que…
--¿Qué?
--Tengo mucho miedo, Luis. La última vez que me dieron “el chute”
lo pasé muy mal.
--Ya sabes que eso no se puede evitar. Lo que tienes que pensar
cuando te den “el chute”, como tú lo llamas, es que será solo
un momento y otras veinticuatro horas un poco revuelto, pero que
después volverás a ser el mismo, lleno de energía como siempre. Y
feliz, volverás a ser feliz. Y yo también. Vamos, dame un beso y
tranquilízate.
--Si tuviera Seguridad Social como tú…
--Ya sabes que eso es imposible, así que deja el tema.
--No te dije nada, pero hay un movimiento que está cogiendo mucha
fuerza y me he apuntado.
--¿Un movimiento de qué?
--¿De qué va a ser? Un movimiento para conseguir derechos como la
Seguridad Social.
--No me fastidies ¿eh? Y ya te estás borrando, no quiero más
problemas.
--Lo que tu digas, Luis. Y lo siento. Lo siento mucho.
Esa noche es Luis quien abraza a un apenado Roberto que con el paso
de los días se va encontrando cada vez más cansado, hasta no ser
capaz ni de caminar. El día indicado, Roberto, sentado en su silla
de ruedas, espera con Luis a un lado y doña Carmen al otro. Los dos
le cogen las manos y lo acarician para darle ánimos.
Llegado el momento, una chica va en busca de Roberto. Él se deja
llevar, mirando por última vez a Luis y a doña Carmen con ojos de
perro abandonado.
Tumbado en la camilla, esperando por “el chute”, mientras la
falta de energía lo va sumiendo en un estado de semi inconsciencia,
Roberto, el robot perfecto, repite mentalmente las últimas palabras
de Luis: Venga, vete tranquilo, ve y que te den la descarga para que
vuelvas a funcionar bien. Veeeeeenga, veeeeteeee
trannnnquiiiiilooooo, veeeeeeee yyyyy queeeeee teeeee DENNNNNNN.
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