Algunos
dijeron que fue un milagro. Otros no lo vieron así. Aunque por la
fecha en la que ocurrió, la noche de un Jueves Santo, tal vez podría
definirse como tal.
En
realidad, eran unas merecidas vacaciones antes del verano. Un puente
largo para desconectar de la rutina. O eso decían en los
telediarios.
Para
Don Rafael, el Padre, como se le conocía por la zona, no significaba
mucho cambio. Había dejado los hábitos hacía tiempo pero seguía
dedicando su vida a ayudar al prójimo. Apeado del púlpito recorría
barrios, calles y todos los rincones para atender, dentro de sus
posibilidades, las necesidades de todo el que pidiera auxilio.
En
época de buen tiempo no era raro verle bajar a la playa cargado de
bolsas, seguido por una chiquillería que decía ayudarle, pero que
en realidad buscaban alguna moneda o algo de valor para llevar a
casa.
El
Padre se comportaba como tal. Acogía a todos en su humilde hogar; un
modesto piso cerca de su antigua parroquia, a la que asistía
regularmente y, en ocasiones, ayudaba al nuevo párroco.
Las
vecinas lo miraban con pena:
–Ay,
Don Rafael, desde que usted se fue esto ya no es lo mismo...
–El
nuevo está verde, no conecta con la gente...
–Con
lo bien que usted hablaba, qué lástima me da que ya no esté...
Él
se sonreía y les dedicaba palabras de agradecimiento:
–Pero
bueno, Doña Mercedes, hay que ver... ¿Ya me quiere usted enterrar?
Ay, Doña Rosita, que en el púlpito se está muy cómodo, pero a
veces hay que arremangarse... No me sea criticona, Doña Matilde, que
Félix lo hace muy bien. Dénle tiempo, ya verán.
Todas
le regalaban tiernas palabras, abrazos y oraciones. Y de vez en
cuando volvía a casa cargado con guisos caseros, algún jersey
pasado de moda y un par de mantas para el ‘almacén’, un chamizo
donde guardaba de todo por si acaso alguien lo necesitaba.
Aunque
vivía solo, en su casa siempre había alguien. Algún vecino con
necesidades puntuales, un inmigrante perdido, alguna mujer maltratada
escapando hacia una nueva vida... Su sofá daba cobijo a miles de
problemas, que a veces se resolvían y otras no. Pero siempre le
agradecían una sopa caliente, un par de noches de descanso y sus
muchas horas de escucha paciente.
Una
de esas noches, la del Jueves Santo, fue el propio Rafael quien
necesitó de alguien en quien apoyar su hombro, cansado de tanto
trajín.
No
fue capaz de asistir a los oficios religiosos. Últimamente sentía a
Dios algo lejano de su alma.
Tampoco
entró en el bar, ya que dudaba que un par de cervezas le despejaran,
más bien al contrario. Y a algunos parroquianos a veces se les
soltaba la lengua más de lo debido. Y esa noche el Padre no estaba
para sermonear a nadie sobre malos comportamientos.
Así
que pasó de largo la puerta de la taberna y dirigió sus pasos hacia
la playa, desierta, oscura y agitada en esa época del año. La
Semana Santa venía temprana y fresca y los turistas aún no habían
llegado a esas latitudes.
Se
dedicó a pasear y a rumiar sus dudas, playa arriba y abajo. De vez
en cuando recogía piedrecillas y las lanzaba entre las olas. Dio
carreras, se sentó en la arena, hasta echó una cabezada arrullado
por el sonido del bravío mar nocturno.
Hasta
que unos ruidos como de algo quebrándose le desvelaron. Intentó
mirar más allá de las rugientes olas pero no vio nada. No había
faro, así que las tinieblas lo envolvían todo. Unos gritos
desesperados lo alertaron hacia la dirección correcta. Se giró y, a
cuatro o quizá cinco olas, vio cómo una barquichuela desmadejada
intentaba llegar a la arena tirada por seis hombres, más bien
chicos, con el miedo y el frío en sus cuerpos.
Sin
pensarlo dos veces se descalzó y se unió a los náufragos para
rescatar lo poco que les quedaba. Una luz de esperanza brilló en sus
ojos. Y en los de Don Rafael. Quien no tenía con qué avisar para
solicitar refuerzos. Así que, una vez todos hubieron pisado tierra
firme, silbó lo más fuerte y agudo que pudo, despertando a varios
perros del pueblo que, a su vez, despertaron a sus amos, poniendo
todas las casas en pie.
La
alerta había funcionado. Al rato, vecinos cargados con mantas y
comida aparecieron por la playa. Montaron tiendas de campaña para
atender a los naufragados, les dieron ropa y calzado secos y
calentaron sus estómagos llenos de sal y miedo.
El
Padre Rafael, extenuado, observaba en un rincón todo el movimiento
que él había logrado ocasionar. Y vencido por el esfuerzo se dejó
acunar por las olas.
Muchos
años después aún se recuerda a don Rafael, al Padre, y a aquella
noche de Jueves Santo, o del milagro, como se la dio a conocer por la
prensa, con un monolito en una esquina de la playa; en el que, a
pesar del tiempo, el viento, la arena y alguna pintada
malintencionada, todavía se puede leer:
Al
Padre
Don
Rafael.
Salvador
de almas y cuerpos.
Siempre
al cuidado de todos
Durante
el día y hasta en las noches.
Tu
Pueblo te da las Gracias.
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Una historia muy humana y entrañable, con tintes de un pasado reciente pero también muy actual. Acabas de crear otro superhéroe.
ResponderEliminarUn placer leerte.
Un abrazo, Esperanza