Aquella noche de
Viernes Santo de hace mil años, mientras mis padres y yo mirábamos
en la televisión lo único que echaban, procesión tras procesión,
el timbre sonó con insistencia a pesar de lo intempestivo de la
hora. Mi madre dio un respingo en su asiento y acudió a abrir
murmurando quién podría ser a semejantes horas. Luego escuché la
voz de Luisa, la vecina, que le relataba nerviosa a mi madre no sé
qué cosas. Como la puerta del salón estaba cerrada no acerté a
escuchar casi nada de lo que hablaban. Estuvieron en la cocina un
rato y luego Luisa se fue. Cuando mi madre regresó al salón y le
pregunté a qué había venido la vecina me dijo que a nada, que eran
cosas de ellas, que a mí no me interesaban.
-Entonces vino a
algo – repuse yo insistente.
-Que te estoy
diciendo que no te importa Juanito, y venga, a la cama, que ya se va
a poner en la tele la Carta de ajuste.
Aquella noche me
fui a la cama sin saber el motivo de la inesperada visita de Luisa. A
lo largo de los días siguientes tampoco me enteré de mucho. No
debía yo tener más de siete u ocho años y todavía no me daba
cuenta de ciertas cosas. Supe que lo que fuera que había ocurrido
tenía relación con Sara, la hija de Luisa, que por aquel entonces
debía de tener trece o catorce años. Nada más pude averiguar y con
el tiempo me fui olvidando del asunto, asunto que, de forma casual y
azarosa, regresó de mis recuerdos y a mi realidad unos años más
tarde.
Hacía tiempo que
no regresaba al pueblo por Semana Santa, y esa vez lo hice por
motivos profesionales. El periódico en el que trabajaba me había
encargado hacer un reportaje sobre la Semana Santa en Calanda, en
concreto sobre la tradición de hacer sonar los tambores el viernes
Santo a las doce del día, lo que se conoce como Rompida de la hora.
Y allí me fui la mar de contento. Después de cubrir el reportaje,
visitar a mi familia y demás compromisos, quedé con mis antiguos
amigos para pasar la tarde en uno de los bares del pueblo. Una vez
allí, mientras tomábamos unas cañas y charlábamos a voz en grito,
me fijé en una muchacha sentada en una esquina del bar, sola, con
su mirada azul que iba de la puerta a su reloj, como si esperara a
alguien. Su cara me resultaba vagamente conocida, hasta que me di
cuenta de que era Sara, la hija de Luisa, la vecina, a la que no veía
casi desde que me había marchado del pueblo. Me acerqué a ella y la
saludé. Ella hizo lo propio mostrando un entusiasmo un poco
exagerado y cierto alivio que creí percibir, como si mi presencia la
hubiera tranquilizado no sé bien de qué. Me senté a su lado y
comenzamos a charlar. En un momento dado salió a colación aquella
noche de Viernes Santo de tantos años atrás, y entonces Sara volvió
a mostrarse alterada, y como si quisiera vaciar su mente comenzó a
contarme.
-Aquel día,
después de estar escuchando los tambores, comencé a percibir una
sensación extraña, como si alguien estuviera pendiente de mí, como
si me vigilaran. De regreso a casa, a primera hora de la tarde, por
las calles atestadas de gente, miré varias veces por encima de mi
hombro buscando ese perseguidor que no existía. Todo el mundo iba a
su bola, nadie se fijaba en mí. Ya cerca de casa, cuando miré hacia
atrás por última vez, creí ver la sombra de una gran cruz que se
escondía, como si fuera el propio Cristo Crucificado el que me
estaba siguiendo. Pero lo peor vino después, cuando fui con mis
amigas a la procesión de la Soledad, ya entrada la noche. La Virgen
me miró con una expresión de horror en sus ojos. Nadie pareció
darse cuenta, solo yo lo vi. Al principio creí que no sería otra
cosa que una alucinación, pero para asegurarme di la vuelta a la
manzana y volví a apostarme en un lugar donde pudiera verla pasar de
nuevo ante mí. Y de nuevo su mirada y aquella expresión de horror.
Volví a casa fuera
de mí, totalmente excitada, temblando de manera incontrolada. Por
eso mi madre fue a tu casa, a pedirle ayuda a la tuya, a contarle el
problema, que medio arreglaron con una taza de tila y una pastilla
que me hizo dormirme. Lo peor fue cuando a la mañana siguiente el
pueblo se despertó con aquella horrible noticia. El cuerpo de una
muchacha había aparecido en un descampado a las afueras del pueblo,
mutilado y con signos de haber sido agredida sexualmente. Se llamaba
igual que yo y había nacido el mismo día. No sé por qué, pero
siempre he tenido la impresión de que la víctima de aquella
agresión tenía que haber sido yo. Lo peor es que hoy, cuando los
tambores sonaron, sentí de nuevo aquella sensación casi olvidada.
¿Me mirará la virgen de manera extraña esta noche? A lo mejor son
señales.
En aquel momento me
pareció que Sara no tenía que estar muy bien de la cabeza. Tal vez
estuviera padeciendo algún trastorno mental que yo ignorara. Intenté
quitarle importancia a sus manías y llevé la conversación por
otros derroteros. Al cabo de un rato más bien corto nos despedimos.
No la volví a ver. Al día siguiente su cuerpo apareció en el mismo
descampado y de la misma manera en que había aparecido aquella otra
chica años atrás. No voy a negar que me impresionó la noticia,
pero desde luego que no la relacioné con lo que ella me había
contado, que tenía mucho de superchería y muy poco de explicación
lógica. Un asesino andaba suelto y se dedicaba a hacer de las suyas
la noche de Viernes Santo, no había más, ahora la policía tenía
que hacer su trabajo.
Tres años hubieron
de pasar para que hubiera otro asesinato, el mismo día, el mismo
modus operandi. A aquellas alturas yo ya estaba muy desvinculado del
pueblo. Mis padres se habían venido a vivir a la ciudad para estar
más cerca de mí, pues ya eran mayores, vendiendo el piso de Calanda
y nadie volvió por allí. Hasta hoy.
He traído a mi
novia Marisa a que conozca la semana santa de Calanda. Esta mañana,
después de la rompida de la hora, me dijo que el sonido de los
tambores la había dejado un poco trastocada, como revuelta,
nerviosa. Lo peor es que acaba de pasar la procesión de la Soledad y
me ha dicho horrorizada que la imagen de la Virgen la ha mirado de
forma extraña. Debemos irnos. No quiero que mañana mi novia
aparezca en el descampado.
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