Su
vida estaba estancada, así que una noche, tras ingerir su par de
pastillas, desplegó un mapa de Europa ante sus ojos, los cerró, y
tras dar varias vueltas al papel confió su destino al dedo anular de
su mano derecha. Al abrir los ojos vio que el azar lo llevaba a
España, al norte, a una desconocida ciudad llamada Avilés.
Sin
dudarlo un momento comenzó a preparar el viaje. Siete días más
tarde, abandonaba su antigua vida poniendo rumbo a lo desconocido con
una mochila cargada con sus escasas pertenencias y una buena dosis de
ilusión. Sobre su pecho cruzaba en bandolera la cartera donde
llevaba la documentación, algo de dinero, un libro y una libreta
para ir anotando las impresiones de su aventura.
El
viaje lo realizó con calma, huyendo de aviones y trenes de alta
velocidad; lo ponían nervioso. Prefería trenes tradicionales y
autobuses para disfrutar de los diferentes paisajes y paisanajes que
encontraría a lo largo de los miles de quilómetros que lo separaban
de su destino.
La
primera impresión recibida de Avilés, a través de la ventanilla
del tren, fue de desencanto. Era una ciudad horrible y sucia ¿para
eso había recorrido tantos quilómetros? Se sintió enfadado y
estafado y no pudo evitar pegar una patada a una papelera. En ese
momento se arrepintió de su decisión de no informarse de la ciudad
antes de emprender la marcha, pero no había querido dejar pistas;
era imprescindible que nadie supiera dónde estaba si quería
emprender una nueva vida. No obstante, tras pasar un rato
callejeando, su primera impresión sufrió un cambio radical. Había
llegado al lugar adecuado. Una ciudad pequeña, coqueta, limpia y con
un centro histórico precioso y cuidado. Esa noche se alojó en un
hotel y al día siguiente alquiló un pequeño apartamento donde
pensaba pasar una temporada, quizás unos cuantos años, aunque en
ese momento estaba muy lejos de imaginar que viviría allí el resto
de su vida.
Marcus
había abandonado sus estudios tras la trágica muerte de sus padres.
Lleno de dolor, desorientado, pasó un tiempo sumido en la oscuridad
de la depresión, hasta que un día leyó la tesis de un prestigioso
psiquiatra que recomendaba un cambio de aires ante casos como el
suyo. Al principio no fue partidario de moverse de su mundo pero,
poco a poco, la idea fue creciendo en su interior obligándolo a dar
el gran paso. En esa ciudad desconocida esperaba encontrar la
oportunidad de comenzar una nueva vida que lo hiciera olvidar la
tragedia y lograr, sino la felicidad, al menos la calma.
Marcus,
además del castellano, hablaba otros cinco idiomas, lo que le
facilitó trabajo en una gran empresa donde pronto hizo algunos
amigos. Con dinero suficiente, relaciones sociales y un mundo por
descubrir, no tardó en recuperar la alegría perdida y decidirse a
realizar el pospuesto trabajo de fin de carrera para licenciarse en
Historia del Arte. El trabajo elegido fue el Palacio de Llano Ponte,
situado justo enfrente de su apartamento. Desde la ventana de su
salón observaba a menudo la fachada de la casa construida a
principios del siglo XVIII por encargo del indiano Rodrigo García
Pumarino, adquirido poco después por la familia de los Llano Ponte,
de quien recibe el nombre.
Marcus
buscó información sobre quién fueron los arquitectos, estudió con
detenimiento cada detalle de la fachada, viajó a siglos pasados
buscando su historia y poco a poco se fue sintiendo embrujado por
cuanto descubría.
Se
imaginaba a sí mismo subiendo por la gran escalinata interior de
piedra con barandilla de hierro forjado, asomándose a una ventana
para observar la extensa finca que se abría a sus pies, descansando
en el patio interior de pavimento de huevo de paloma, recibiendo a
las visitas en el amplio zaguán o deleitándose con los ornamentos
de la pequeña capilla abierta al público.
Marcus
se iba enfrascando cada vez más en su trabajo, mientras se
preguntaba cómo nadie se preocupaba de defender esa fachada cargada
de historia de anuncios publicitarios. Un día se acercaría al
ayuntamiento y pediría hablar con el alcalde. No era normal ese
abandono. Las fotografías antiguas del edificio llenaban todas las
estancias de su apartamento. La fachada, dividida en cientos de
fotografías atendiendo a cada detalle, las pocas fotografías del
interior, las historias que encontraba en hemerotecas o en internet
fueron colonizando las paredes hasta no dejar un hueco libre. Tampoco
le quedaba un hueco en su tiempo libre y acabó perdiendo a los pocos
amigos que había conseguido hacer. El palacio lo ha embrujado,
opinaban algunos. A saber quién será o qué secretos oculta, decían
otros, al fin y al cabo no sabemos nada de él y ha llegado de muy
lejos. Marcus, ajeno a las murmuraciones se enfadó al enterarse de
que el inmueble había acabado convertido en 1928 en “El Liceo
avilesino”. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo habían dejado corretear
por su interior a una horda de estudiantes alborotadores? Estaba
visto que las autoridades de todo tiempo y lugar no tenían ningún
tipo de respeto por las obras de arte. Porque eso era el Palacio de
Llano Ponte. Una auténtica obra de arte con su bien escuadrado
sillar de piedra y sus cinco balcones centrados cada uno en su arco
correspondiente en la planta baja, aún hoy en día transitable.
Nunca se cansaría de mirarlos, como tampoco se cansaba de releer,
una y otra vez, Marta y María,
la novela escrita por Armando Palacio Valdés, posiblemente desde el
mismo lugar donde estaba él.
Cuando
Marcus leyó que el edificio había sido cuartel de milicia durante
la guerra civil se sintió indignado. Eso ya no era capaz de
soportarlo. Imaginaba a los milicianos haciendo todo tipo de
barbaridades, manoseando sin piedad esa obra de arte, rompiéndola
quizás. Y menos mal que las bombas lo habían respetado, por lo
menos en eso había habido suerte. Acabada la guerra, el edificio fue
sede del convento de clausura de las mojas carmelitas, hasta que se
reconstruyó su convento en la capital. Marcus se relajó mientras
transcribía toda esa información, imaginándose a las monjas
caminando despacio, midiendo cada paso en la escalera, tratando con
mimo y delicadeza cada detalle del interior del palacio, limpiándolo
con esmero.
El
trabajo de Marcus iba cogiendo forma tras muchas horas de esfuerzo y
dedicación en las que no podía dejar de preguntarse a menudo la
razón por la que la gente, especialmente las autoridades, no
cuidaban el patrimonio histórico legado por sus antepasados. Se
moría de curiosidad por saber porqué el palacio permanecía
cerrado, sin darle ningún uso. Podía haber preguntado a alguien,
pero no quería dar ni una sola pista sobre su estudio, no fuera a
ser que se corriera la voz y lo plagiaran. Y el trabajo llevaba un
orden cronológico. Lo sabría cuando llegara el momento.
La
tarde invernal en que Marcus se enteró de que su adorado palacio
había sido totalmente desmantelado por dentro para albergar un cine
de casi mil butacas, la bibliotecaria se vio obligada a llamar al
guardia de seguridad para que expulsara de la sala a aquel vándalo
que azotaba libros, mesas y estanterías.
Tras
pasar por la comisaría, sin poder explicar su comportamiento, Marcus
se dirigió a su casa con intención de descansar, aunque no lograba
sacar el atropello de su cabeza. Creía que esa era su ciudad, que
allí viviría tranquilo y feliz, pero él no era capaz de vivir con
esa legión de salvajes sin ningún tipo de sentimiento artístico.
Tendría que hacer algo al respecto. El alcalde se había negado a
verlo ya por cinco veces, pero insistiría. Esperaba conseguir que al
menos retiraran de la fachada los anuncios publicitarios, o de lo
contrario...bueno, ya pensaría que haría si no le hacían caso.
Quince
días después, tras ser rechazado otras dos veces en el
ayuntamiento, mientras la ira iba anidando en cada poro de su piel,
en cada resquicio de sus órganos, en cada neurona de su cerebro,
Marcus sintió decir a unos viandantes que iban a abrir un asador en
su querido edificio. Les preguntó para asegurarse haber oído bien.
Esa noche no logró dormir mientras elaboraba un plan. Al día
siguiente se dirigió una vez más al ayuntamiento. Llevaba dos
granadas de mano. La gente, asustada, se apartaba a su paso y la
puerta del ayuntamiento se cerró a cal y canto. Aparecieron varios
coches y furgones de la policía y de la guardia civil. Él esgrimió
sus razones con el negociador: no estaba dispuesto a que en su
palacio se instalara un asador. Su mente trastornada no atendía a
razones. No quedó más remedio que abatirlo. Cuando inspeccionaron
su apartamento aparecieron sus documentos de identidad junto a otros
falsos. Con ellos pudieron comprobar que procedía de una lejana
ciudad donde estaba internado en un centro psiquiátrico tras matar a
sus padres por hacer reformas en la centenaria casa familiar.
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