Confió su destino al dedo anular de su mano derecha - Cristina Muñiz Martín


                                             




Su vida estaba estancada, así que una noche, tras ingerir su par de pastillas, desplegó un mapa de Europa ante sus ojos, los cerró, y tras dar varias vueltas al papel confió su destino al dedo anular de su mano derecha. Al abrir los ojos vio que el azar lo llevaba a España, al norte, a una desconocida ciudad llamada Avilés.
       Sin dudarlo un momento comenzó a preparar el viaje. Siete días más tarde, abandonaba su antigua vida poniendo rumbo a lo desconocido con una mochila cargada con sus escasas pertenencias y una buena dosis de ilusión. Sobre su pecho cruzaba en bandolera la cartera donde llevaba la documentación, algo de dinero, un libro y una libreta para ir anotando las impresiones de su aventura.
El viaje lo realizó con calma, huyendo de aviones y trenes de alta velocidad; lo ponían nervioso. Prefería trenes tradicionales y autobuses para disfrutar de los diferentes paisajes y paisanajes que encontraría a lo largo de los miles de quilómetros que lo separaban de su destino.
       La primera impresión recibida de Avilés, a través de la ventanilla del tren, fue de desencanto. Era una ciudad horrible y sucia ¿para eso había recorrido tantos quilómetros? Se sintió enfadado y estafado y no pudo evitar pegar una patada a una papelera. En ese momento se arrepintió de su decisión de no informarse de la ciudad antes de emprender la marcha, pero no había querido dejar pistas; era imprescindible que nadie supiera dónde estaba si quería emprender una nueva vida. No obstante, tras pasar un rato callejeando, su primera impresión sufrió un cambio radical. Había llegado al lugar adecuado. Una ciudad pequeña, coqueta, limpia y con un centro histórico precioso y cuidado. Esa noche se alojó en un hotel y al día siguiente alquiló un pequeño apartamento donde pensaba pasar una temporada, quizás unos cuantos años, aunque en ese momento estaba muy lejos de imaginar que viviría allí el resto de su vida.
       Marcus había abandonado sus estudios tras la trágica muerte de sus padres. Lleno de dolor, desorientado, pasó un tiempo sumido en la oscuridad de la depresión, hasta que un día leyó la tesis de un prestigioso psiquiatra que recomendaba un cambio de aires ante casos como el suyo. Al principio no fue partidario de moverse de su mundo pero, poco a poco, la idea fue creciendo en su interior obligándolo a dar el gran paso. En esa ciudad desconocida esperaba encontrar la oportunidad de comenzar una nueva vida que lo hiciera olvidar la tragedia y lograr, sino la felicidad, al menos la calma.
       Marcus, además del castellano, hablaba otros cinco idiomas, lo que le facilitó trabajo en una gran empresa donde pronto hizo algunos amigos. Con dinero suficiente, relaciones sociales y un mundo por descubrir, no tardó en recuperar la alegría perdida y decidirse a realizar el pospuesto trabajo de fin de carrera para licenciarse en Historia del Arte. El trabajo elegido fue el Palacio de Llano Ponte, situado justo enfrente de su apartamento. Desde la ventana de su salón observaba a menudo la fachada de la casa construida a principios del siglo XVIII por encargo del indiano Rodrigo García Pumarino, adquirido poco después por la familia de los Llano Ponte, de quien recibe el nombre.
         Marcus buscó información sobre quién fueron los arquitectos, estudió con detenimiento cada detalle de la fachada, viajó a siglos pasados buscando su historia y poco a poco se fue sintiendo embrujado por cuanto descubría.
         Se imaginaba a sí mismo subiendo por la gran escalinata interior de piedra con barandilla de hierro forjado, asomándose a una ventana para observar la extensa finca que se abría a sus pies, descansando en el patio interior de pavimento de huevo de paloma, recibiendo a las visitas en el amplio zaguán o deleitándose con los ornamentos de la pequeña capilla abierta al público.
       Marcus se iba enfrascando cada vez más en su trabajo, mientras se preguntaba cómo nadie se preocupaba de defender esa fachada cargada de historia de anuncios publicitarios. Un día se acercaría al ayuntamiento y pediría hablar con el alcalde. No era normal ese abandono. Las fotografías antiguas del edificio llenaban todas las estancias de su apartamento. La fachada, dividida en cientos de fotografías atendiendo a cada detalle, las pocas fotografías del interior, las historias que encontraba en hemerotecas o en internet fueron colonizando las paredes hasta no dejar un hueco libre. Tampoco le quedaba un hueco en su tiempo libre y acabó perdiendo a los pocos amigos que había conseguido hacer. El palacio lo ha embrujado, opinaban algunos. A saber quién será o qué secretos oculta, decían otros, al fin y al cabo no sabemos nada de él y ha llegado de muy lejos. Marcus, ajeno a las murmuraciones se enfadó al enterarse de que el inmueble había acabado convertido en 1928 en “El Liceo avilesino”. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo habían dejado corretear por su interior a una horda de estudiantes alborotadores? Estaba visto que las autoridades de todo tiempo y lugar no tenían ningún tipo de respeto por las obras de arte. Porque eso era el Palacio de Llano Ponte. Una auténtica obra de arte con su bien escuadrado sillar de piedra y sus cinco balcones centrados cada uno en su arco correspondiente en la planta baja, aún hoy en día transitable. Nunca se cansaría de mirarlos, como tampoco se cansaba de releer, una y otra vez, Marta y María, la novela escrita por Armando Palacio Valdés, posiblemente desde el mismo lugar donde estaba él.
       Cuando Marcus leyó que el edificio había sido cuartel de milicia durante la guerra civil se sintió indignado. Eso ya no era capaz de soportarlo. Imaginaba a los milicianos haciendo todo tipo de barbaridades, manoseando sin piedad esa obra de arte, rompiéndola quizás. Y menos mal que las bombas lo habían respetado, por lo menos en eso había habido suerte. Acabada la guerra, el edificio fue sede del convento de clausura de las mojas carmelitas, hasta que se reconstruyó su convento en la capital. Marcus se relajó mientras transcribía toda esa información, imaginándose a las monjas caminando despacio, midiendo cada paso en la escalera, tratando con mimo y delicadeza cada detalle del interior del palacio, limpiándolo con esmero.
       El trabajo de Marcus iba cogiendo forma tras muchas horas de esfuerzo y dedicación en las que no podía dejar de preguntarse a menudo la razón por la que la gente, especialmente las autoridades, no cuidaban el patrimonio histórico legado por sus antepasados. Se moría de curiosidad por saber porqué el palacio permanecía cerrado, sin darle ningún uso. Podía haber preguntado a alguien, pero no quería dar ni una sola pista sobre su estudio, no fuera a ser que se corriera la voz y lo plagiaran. Y el trabajo llevaba un orden cronológico. Lo sabría cuando llegara el momento.
       La tarde invernal en que Marcus se enteró de que su adorado palacio había sido totalmente desmantelado por dentro para albergar un cine de casi mil butacas, la bibliotecaria se vio obligada a llamar al guardia de seguridad para que expulsara de la sala a aquel vándalo que azotaba libros, mesas y estanterías.
       Tras pasar por la comisaría, sin poder explicar su comportamiento, Marcus se dirigió a su casa con intención de descansar, aunque no lograba sacar el atropello de su cabeza. Creía que esa era su ciudad, que allí viviría tranquilo y feliz, pero él no era capaz de vivir con esa legión de salvajes sin ningún tipo de sentimiento artístico. Tendría que hacer algo al respecto. El alcalde se había negado a verlo ya por cinco veces, pero insistiría. Esperaba conseguir que al menos retiraran de la fachada los anuncios publicitarios, o de lo contrario...bueno, ya pensaría que haría si no le hacían caso.
       Quince días después, tras ser rechazado otras dos veces en el ayuntamiento, mientras la ira iba anidando en cada poro de su piel, en cada resquicio de sus órganos, en cada neurona de su cerebro, Marcus sintió decir a unos viandantes que iban a abrir un asador en su querido edificio. Les preguntó para asegurarse haber oído bien. Esa noche no logró dormir mientras elaboraba un plan. Al día siguiente se dirigió una vez más al ayuntamiento. Llevaba dos granadas de mano. La gente, asustada, se apartaba a su paso y la puerta del ayuntamiento se cerró a cal y canto. Aparecieron varios coches y furgones de la policía y de la guardia civil. Él esgrimió sus razones con el negociador: no estaba dispuesto a que en su palacio se instalara un asador. Su mente trastornada no atendía a razones. No quedó más remedio que abatirlo. Cuando inspeccionaron su apartamento aparecieron sus documentos de identidad junto a otros falsos. Con ellos pudieron comprobar que procedía de una lejana ciudad donde estaba internado en un centro psiquiátrico tras matar a sus padres por hacer reformas en la centenaria casa familiar.





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