La india Marta - Esperanza Tirado


                                            


Relato inspirado en el edificio de Llano Ponte de Avilés


Esa mañana no se escuchaba ningún llanto desde el pie de las escaleras. Dudó si subir tan temprano o salir y darse un paseo por la plaza del Ayuntamiento antes de iniciar las tareas del día.
Quizá podría bajar hasta Sabugo, el barrio de los marineros, llegar hasta los muelles y comprar algo de pescado fresco para las más débiles.
Recordaba otras veces que había salido sola. Todos, señores y aldeanos, la miraban con cierto desdén. Ella lo achacaba a su vestimenta, pantalones y botas de aire masculino y cabeza descubierta. Mucho más cómodo para caminar por las zonas pantanosas de la ría que unas faldas largas con miriñaques y botines de terciopelo.
Pero no le importaba. Era libre y podía vestir y caminar cómo y por donde le viniera en gana.
Las damas de buena cuna lo achacaban a su naturaleza salvaje. Una india no era de confianza y no se la admitía en los círculos de la buena sociedad.
Ella las despreciaba porque sabía desde que llegó a aquel palacio que acudirían a ella. Todas tenían oscuros secretos que ocultar en aquella sociedad de estrechas mentes y elegantes sombreros.
Marta, La India, como la llamaban despectivamente, no era una salvaje como ellas cuchicheaban en los cafés. Pertenecía a una familia de alto linaje. Que hicieron tratos con la familia de su marido cuando ellos llegaron allá.
hasta su viaje a las Américas en el Café Imperial toda la familia de él fue muy apreciada. Cuando él regresó siguió con aquella tradición familiar. Pero no le invitaban a las tertulias. Y se quedaba solo en su mesita, leyendo el diario, bebiendo su café con coñac.
Los domingos por la mañana ella tampoco le acompañaba al Café Colón. Prefería estar con sus ‘chicas’ y ser útil. Los cuchicheos de las señoronas la aburrían hasta el extremo.
Mientras su Pumarino se daba el paseo de cada domingo y echaba un vistazo a lo que había entrado por la ría, ella iba, de un lado a otro de la mansión, de habitación en habitación, controlando embarazos, nuevos bebés, alimentaciones y escuchando anhelos y pesares. A veces se detenía en mitad de la escalera suspirando. Ojalá ella tuviera un hombro sobre el que confesar sus cansancios. Ni siquiera Pumarino, por mucho que la quisiera, la podía entender.
A veces entraba en la capilla. No porque fuera muy creyente, sino para respirar y coger fuerzas. Allí se notaba una paz especial, un silencio que no existía en el resto de la mansión, llena de voces y almas que pedían auxilio. Ojalá esa capilla existiese para siempre, para que la siguiente que tomara el relevo cuando ella no estuviera, disfrutara de unos minutos de paz.
Ninguna de sus chicas, casi niñas en realidad, entraba allí. Sus cuerpos eran más importantes que sus almas en esos momentos delicados.
Esas almas desorientadas, que se dejaron engañar con falsas promesas de matrimonio, y que un mal día descubrieron que la burbuja en la que vivían había explotado. Sus madres, intentando guardar cierto decoro, recurrían a ella, La India, a quien despreciaban en los cafés; pero a quien acudían desesperadas, cuando la honra de sus hijas se ponía en entredicho.
Pumarino sabía lo que se cocía en las habitaciones superiores. Y la dejaba hacer. A veces le dejaba dinero en su mesilla de noche. Como un acuerdo tácito que nunca se verbalizó. Y ella contrataba a las mujeres de los pescadores, curtidas en mil batallas de la vida, para su pequeño hospital.
Una vez que las ‘niñas’ habían dado a luz, los bebés eran entregados a ellas. muchos crecieron como hijos de marineros. A veces las ‘niñas’ no querían perderlos de vista y se quedaban en el Convento de la Merced, al cuidado de las monjas, hasta que se hacían mayores de edad. Y entonces embarcaban. Rumbo a las Américas o a Inglaterra. A hacer sus vidas, como hombres de provecho. Entonces las ‘niñas’, sus madres, regresaban a sus casas. A buscar marido. En ocasiones lo conseguían y emparentaban con buenas familias. Otras, lamentándose en su pena, morían en plena juventud.
No puedes hacer más por ellas, mi Marta –le decía Pumarino cuando ella estaba en momentos bajos, a veces deseando no haber salido de su tierra.
Lo sé... pero es que cuando las veo y veo a sus familias me entran ganas de... No sé si de llorar o de pegarles a todos un puñetazo. Es todo tan absurdo y tan injusto...
Y se quedaban allí abrazados, al calor de la chimenea, en su lujoso salón, al que nadie entraba ya de visita. Salvo las chicas de servicio o alguna de las ‘niñas’, despistada o aburrida, que decidía aventurarse más allá del piso de arriba.
Ella enseguida se levantaba y la acompañaba arriba mientras él se bebía su jerez, pensando en qué harían cuando ya no tuvieran sitio arriba.
A veces él temía que algún padre se le enfrentara en los cafés, en el puerto o escuchando música en el Parque del Muelle y le preguntaran lo que casi todo el mundo sabía en la ciudad. Pero nadie le dijo nunca una palabra. Era algo muy vergonzoso para reconocerlo en público. Tampoco en privado parecía darse solución a aquello. Era algo a lo que nadie le ponía nombre.
Marta, La India, tampoco le puso nombre. Pero sí intentó poner algo de remedio en aquel descontrol que engañaba a las más inocentes.
Cuando estaban algo más fuertes las llevaba a cuidar el huerto, donde recolectaban su propia cosecha. El clima benigno ayudaba a las verduras a crecer fuertes y nutritivas. Y así las ‘niñas’ se recuperaban mejor. Y, sobre todo, se sentían útiles.
Muchas fueron las que visitaron aquel palacio, obligadas por una situación dolorosa y humillante. Y allí encontraron el amor y la consideración que no tuvieron en sus propias casas. Durante unos meses Marta La India fue su madre, su amiga y su consejera. Y el palacio fue su hogar, en el que se estrecharon lazos que fuera de esas paredes jamás se hubieran cruzado.
Cuando La India volvió a su país muchos años más tarde, la mansión cerró sus puertas. Pumarino no soportó quedarse solo escuchando ecos de risas y llantos que le atormentaban en su soledad. Así que la vendió y emigró. No se sabe si en busca de ella o siguiendo otro camino.
Y la capilla se quedó vacía, esperando cobijar a quien necesitara de silencio y paz en tiempos difíciles.










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