Un misterioso canto - Marian Muñoz


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Relato inspirado en el palacio de Llano Ponte


Un escalofrío recorrió su espalda, el mismo de otras veces, le sucedía cada vez que oía aquella melodía de piano acompañada de una voz angelical. No entendía la osadía de ensayar a tan altas horas de la madrugada, sobre todo con aquel frío invernal. Carecía de tiempo para pensar, quería terminar cuantos antes su trabajo e irse a casa, pero por alguna razón esa noche estaba siendo más intranquila que de costumbre.
Amalita era la pequeña de cinco hermanos, todos con nombres de reyes o reinas. Su madre, debido a su templado carácter y sus cualidades físicas, fue dama de compañía de la Marquesa de Ferrera, mujer discreta pero de vital importancia para la vida cultural de la Villa. Al entrar bien joven a su servicio, pudo absorber múltiples conocimientos vetados a sus coetáneas, y que siempre le dieron una patina de distinción ante sus vecinas de portal. Desposó con un importante comerciante de vinos afincado en la calle Rivero, y aunque dejó de formar parte de la vida cotidiana de la marquesa, acudía todos los jueves a las veladas culturales que ésta última hacía en palacio.
Por fin terminó su jornada, Amalita era una de las muchachas del equipo de limpiadoras del Cine Marta y María, la más nueva y también más joven. Su anhelo era ser artista y el trabajar en aquel edificio, además de un orgullo era como estar más cerca de su sueño. Su horario siempre nocturno de viernes a domingo, cuando más gente acudía a la sala del cinematógrafo, la obligaba a ser diligente y rápida en su trabajo. Se notaba que las películas proyectadas esa temporada tenían mucha aceptación, porque dejaban los suelos bien cochinos. No entendía como las personas que asisten a las sesiones pueden estar comiendo o bebiendo mientras son testigos de historias maravillosas.
Ya eran las tres de la madrugada y pudo dejar la sala bien reluciente para las proyecciones de la semana, a las que acudían sólo aficionados y no el gran público, que se refugiaba en su interior para estar calentitos o pegarse el lote con su pareja. Lo que no acababa de comprender eran los ensayos nocturnos llevados a cabo en el cuarto de proyección, cuando ocurría, un escalofrío la avisaba que habían llegado. La luz mortecina y luego el piano triste y aquella voz, angelical a la vez que sepulcral, inundaba todo el patio de butacas por el que ella discurría, barriendo, recogiendo basura y rascando chicles, con lo dificultoso de la tarea no necesitaba música añadida, pero aquel mes de noviembre, el mes de las ánimas, parecía que necesitaban ensayar para algún recital especial.
Fernando, Carlos, Victoria Eugenia y Cristina eran los hermanos de Amalita, su madre leía y releía los Blancos y Negros atrasados que la marquesa le cedía para su esparcimiento. La tarea de educar cinco hijos y llevar la casa no la hacía sola, pues tenía a la tata de su marido que con gran cariño atendía las necesidades de todos, y gracias a las citadas revistas siempre estaba informada de las noticias de la capital, así como novedades de la realeza o personajes ilustres del país. Quien más se enfrascaba en la lectura era la pequeña de la casa, la misma que forjó sus sueños a base de ver en el papel cuché a las artistas del candelero actual.
Una grave enfermedad de su padre les obligó a gastar todos sus ahorros, y los hijos, uno a uno, tuvieron que comenzar a trabajar para ayudar con los gastos del hogar. Ella tan sólo sabía leer y escribir y contar con los dedos de las manos, nunca quiso saber nada más, porque para ser artista lo imprescindible era tener buen tipo y buena voz, lo demás lo dejaba en manos de sus hermanos. Raúl era su novio desde los trece años, y vivía justamente en el edificio enfrente del cine Marta y María, donde se suponía que Armando Palacio Valdés había residido de joven. Cada noche de trabajo, él complaciente, pasaba las horas vigilante a través de los cristales de la galería de su habitación, esperando que llegara el momento de salida de su amada. La acompañaba hasta casa, al final de la calle, para que nada ni nadie la importunara, y alcanzara su hogar sana y salva, pues a tan altas horas de la madrugada nunca se sabía qué podía pasar.
Él empezó a encontrarla un poco rara, le preguntaba si oía aquella música, aquella voz, pero no, no se percataba de nada y tampoco las compañeras del equipo de limpieza, al parecer sólo ella la oía, y empezó a pensar que podría ser un fantasma, una aparición que quería decirle algo, porque las visiones son para llevar algún mensaje, Amalita no sabía cual, pero siempre estaba atenta por si le hablaban.
En su poder tenía un libro de la marquesa en el que contaban la historia de aquel edificio, llamado el Palacio de Llano Ponte o también conocido como Casa Palacio de García Pumarino, pero hacía poco había tenido un gran proceso de reforma por sus nuevos propietarios, convirtiéndolo en la actual sala de cine donde ella tenía la suerte de trabajar, llamándose Cine Marta y María, en honor a la obra del insigne escritor asturiano, Armando Palacio Valdés, escrita en 1898. Tanta curiosidad tenía por la citada obra que planeaba acudir con su madre a la cita cultural de cada jueves, perderse por la biblioteca palaciega y buscar tan afamado libro para leerlo durante un rato.
Amalita, absorta en la lectura, fue pillada in fraganti por el señor marqués, quien con cariñosa actitud le contó someramente de que trataba la historia de las dos hermanas residentes en Nieva. Ante el comportamiento tan galante y protector del hombre, no pudo por menos que explicarle cual era su inquietud para con la historia, y creía que sus visiones estaban relacionadas con el nombre dado a la sala de cine. Del asombro pasó al estupor cuando Don Manuel le leyó justo el pasaje en el que María elevando su voz por encima de la tormenta, mantenía en un silencio apasionado a todos los oyentes que estaban alrededor de la casa.
La muchacha aprovechó el acercamiento del caballero para contarle su sueño de artista, e inquirirle si podría tener algún tipo de relación las voces que oía mientras realizaba su tarea de limpieza. Con una sonrisa pícara, el señor marqués no quiso burlarse de ella, pero tal ocurrencia le incitó a secundar tal preocupación, e intrigado quería ser testigo, al igual que ella, de tan fantástica armonía de sonido.
Al punto llegó la madre de la muchacha acompañada de su antigua señora, y comprobando que no había cometido ninguna trastada, se llevó a su hija con una buena regañina durante todo el recorrido de regreso al hogar. Pero lo que no sabían ninguna de las dos, era que la curiosidad del marqués le iba a llevar a una auténtica investigación, mediante libros, tratados históricos, registros de viajeros y actas municipales, sobre quienes habían sido, en realidad, los moradores de ese palacio que ahora era un cine.
Buscando, buscando, don Manuel encontró al azar el diario de uno de sus antepasados, en el que casualmente, narraba parte de la vida de dos hermanas que habían pasado un par de temporadas en casa de García Pumarino, hombre instruido y gran amante de la música. Más intrigado aún, se acercó hasta el cine en horario de limpieza del mismo, solicitando ver a Amalita en su trabajo, a la cual halló enfrascada rascando un chicle pegado bajo el reposabrazos de un asiento. Se puso muy contenta por la visita, y señaló, a petición de él, donde solía aparecer la luz y la magnífica voz de señora. Al abrir un plano que llevaba en la mano, don Manuel reaccionó satisfecho con la información, pues justo allí era donde se encontraba la sala de música del antiguo Palacio, confirmando que la muchacha era una auténtica privilegiada, al ser el único testigo de tan asombrosa aparición, lo que llevó a pensar que sería una buena señal para sus aspiraciones artísticas.
Don Manuel, por desgracia, iba a estar bien equivocado, pues al invierno siguiente, Amalita fallecía de una pulmonía, pillada y no tratada convenientemente, por salir sudorosa de su trabajo y pasar frío en las madrugadas de regreso a casa, a pesar de no tenerla muy lejos. Los fantasmas sólo se ven entre ellos, y era evidente que iba camino de serlo, porque nadie más volvió a oír la fogosa melodía de Verdi, interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa. La soledad y tristeza de la noche aumentaban el poder y la extensión de aquella voz amable”.










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