Detrás de la pantalla - Gloria Losada




No recuerdo qué día comencé a hacerlo. Después de que la última sesión terminara, cuando ya el último espectador se había marchado, recogía la taquilla y me sentaba en el asiento del lado del pasillo de la hilera izquierda de la última fila y me quedaba allí un rato. Tampoco sabría decir con exactitud qué era lo que me empujaba a hacerlo. Al principio pensé que eran mis reticencias a volver a casa. Las cosas entre mis padres no iba bien. Mamá había descubierto que papá tenía una querida y las broncas eran continuas, así que retrasaba todo lo posible volver a aquel nido de víboras. Sin embargo, cuando mi padre terminó marchándose de casa y la tranquilidad regresó al hogar, yo continué con mi costumbre. Me sentaba y miraba la pantalla blanca, la misma sobre la que antes los personajes del celuloide vivían una historia ficticia. No imaginaba nada, no recordaba nada, simplemente miraba, como si algo, alguna fuerza inexplicable, me llamara a tomar tan extraña actitud.
Un día me di cuenta de que estaba haciendo el imbécil y decidí poner fin a la situación, así que en cuanto terminó la sesión y recogí lo que tenía que recoger, tomé mi bolso y salí. Todavía era de día, pues estábamos en verano, y la plaza del Ayuntamiento era un hervidero de gente en las terrazas gente que aprovechaba el buen tiempo y quemaba horas de ocio. Yo seguí su ejemplo y mientras degustaba una cerveza notaba como una inquietud desconocida se adueñaba de mí, como si me faltara algo, y claro que me faltaba. Hube de volver a entrar en el cine y sentarme ante la pantalla blanca. Decididamente me estaba volviendo loca.
Acuciada por mis sospechas de locura se me ocurrió consultar la historia del edificio que albergaba el cine. Fue mandado construir por D. Rodrigo García Pumarino, un indiano que había hecho fortuna en el Perú. Año más tarde el palacio pasó a manos de la familia Llano Ponte, nombre con el que fue conocido el edificio. Poseía un claustro y hasta una capilla, que desaparecieron creo recordar que cuando se hizo el cine. No había nada extraño en todo aquello, lo único raro era mi tontería. Mi atracción por la maldita pantalla que parecía encantada. Y lo estaba, sí, lo estaba. Un día me acerqué y comencé tocarla. La tela era gruesa y tosca, pero en un momento dado se volvió como de chicle, o de nata, o incluso de humo y mi mano la traspasó y después todo mi cuerpo. Lo más increíble fue lo que había al otro lado. Un claustro luminoso y diáfano, rodeado de plantas para mí desconocidas, con una pequeña fuente en su centro de la que manaba abundante agua cristalina. Por un momento pensé que estaba soñando, hasta que escuché aquella voz femenina y suave a mi lado.
-Hermoso ¿verdad?
Me sobresalté y miré en la dirección de la que procedía la voz. Una mujer vestida de época, con un vistoso traje bordado de color dorado, bordaba a su vez sobre un bastidor, sentada en una silla baja, a la sombra de un árbol.
-No se asuste, señorita – me dijo sonriendo, sin parar de bordar – no es usted la primera que viene a parar aquí. Antes ya lo hicieron un acomodador y una chica de la limpieza. Y todo tiene su explicación.
Se levantó y se dirigió a mí. Amablemente me tendió su mano.
-Soy Francisca Arango, esposa de Francisco de Llano Ponte, propietario de este palacio. ¿Le gustaría dar un paseo por su interior? ¿O tiene prisa?
La miré de hito en hito y solté una pequeña risa.
-La verdad es que ignoraba que detrás de la pantalla todavía se conservaba el palacio original. Es un placer saber que es así – dije intentando convencerme a mí misma de la certeza de mis palabras – Y.... este teatro que hacéis supongo que es para promocionar el cine ¿Os paga el Ayuntamiento?
La mujer me miró sonriendo de nuevo, esta vez con condescendencia.
-Ya veo que no se lo cree, como todos.
De pronto de una esquina aparecieron una caterva de niños, capitaneados por una señora que debía de ser su maestra. Caminaban en parejas y cantaban la tabla de multiplicar del cinco. Pasaron a nuestro lado ignorándonos.
-Ahí va esa estúpida – dijo doña Francisca – desde que intenté explicarle la teoría de los agujeros de gusano y se burló de mí diciéndome que la maestra era ella y yo una ignorante de tomo y lomo no me dirige la palabra. Como bien sabrá usted esto también fue un colegio, ella era la maestra y esos niños repelentes sus alumnos.
No entendía nada... y aquella mujer de hacía mil años hablándome de agujeros de gusano.... Entonces aparecieron las monjas, rezando el rosario, una retahíla curiosa, debían de ser unas diez o doce.
-Las que faltaban – repuso Francisca con gesto contrariado – Espero que se larguen pronto, porque no soporto sus murmullos rezando cosas que no se les entiende. Pero claro, como esto también fue un convento.
Doña Francisca se dio cuenta de mi asombro, corroborado por mi silencio así que me tomó de la mano y me llevó debajo del árbol en el que estaba su silla y su bordado. Me acercó otra silla y me hizo sentar.
-Yo ya sé que todo esto parece una locura, pero estamos atrapados en una espiral de tiempo. Se mezcla lo pasado con lo presente, con lo que fue y lo que será, una verdadera locura. El otro día estuvo por aquí el dueño del asador, un gallego más majo... claro que se fue por patas. Tampoco se creyó nada y me parece que ingresó en el psiquiátrico por su propio pie.
-¿Qué es eso del asador? – pregunté yo con curiosidad.
-Pues en lo que se convertirá esto cuando cierre el cine, maja.
-Eso es imposible – afirmé entre convencida y enfadada, con la completa seguridad de que aquella mujer me estaba tomando el pelo – ¿Cómo van a cerrar los cines para convertirlos en un asador?
-No será así exactamente, pero bueno, teniendo en cuenta de que acabarán construyendo una plaza de toros...
No quise escuchar más, le pedí que me indicara por dónde podía volver a la sala de cine, me lo indicó, volví y nunca más me acerqué a la pantalla.
Trabajé con taquillera siete años más, hasta que el cine cerró. Intentando convencerme a mí misma que lo ocurrido al otro lado de la pantalla había sido un mal sueño. Y resulta que esta mañana leo en el periódico que los cines Marta y María se convertirán en un asador. Manda carajo. Espero no llegar a ver la plaza de toros.







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