La
pandereta
de Tomás no era muy diferente a las de los otros chicos, salvo en su
edad. A sus pantalones remendados y su jersey con coderas se unía
ahora la vieja pandereta de su padre.
Había
suplicado por una nueva, más su madre fue categórica: no hay dinero
para cosas innecesarias. Innecesarias había dicho, sin darse cuenta
de lo importante que era para su hijo tener una pandereta nueva.
Tomás, cabizbajo, se puso el abrigo heredado de su hermano mediano,
heredado a la vez de su hermano mayor, un gorro tejido por su madre
hacía años en el que habían brotado algunos agujeros, una raída
bufanda de un horrendo color gris sucio y salió a la calle. No había
caminado mucho, con sumo cuidado debido a la
escarcha,
cuando vio a un viejecito tendido en el suelo, haciendo
esfuerzos inútiles por levantarse.
Tomás fue hacia él, lo ayudó a auparse, no sin esfuerzo, y le
preguntó si estaba bien.
--Hoy
hace mucho frío ¿verdad?—dijo el anciano mirando con codicia la
bufanda de Tomás.
--Se
la daría—dijo Tomás, pero si lo hago mi madre me echará una
buena bronca. Es que somos pobres ¿sabe usted? Pero bueno ¡que
caray!, pensó de repente , acordándose de un cuento de Navidad en
que una niña pobre daba su comida a una anciana y ésta resultaba
ser un hada. Tomás se quitó la bufanda y se la ofreció al anciano.
Éste
la puso sobre la cabeza y después la enrolló alrededor del cuello.
Se despidió de Tomás con lágrimas en los ojos y marchó de allí
todo lo aprisa que le permitían sus cansadas piernas, por si el niño
se arrepentía.
Tomás
esperó un rato la aparición del milagro, pero éste no se produjo.
Lo más que recibió fue la riña de la madre, que como el anciano,
tenía lágrimas en los ojos.
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