A menudo en el recorrido que el coche hacía hasta la playa, tomaban la ruta que pasaba al lado de la calle donde vivió los años de la inocencia. Un trecho antes de llegar, ella iba preparando su mirada para deslizarla con intensidad y rapidez antes que la velocidad le arrebatase la imagen. Y siempre exclamaba lo mismo:-“¡Mi calle de jugar¡ Y si los acompañantes eran sus hijos, les apostillaba invariablemente:-“No cambio mi infancia por la vuestra” y continuaba con una perorata de narraciones que ellos nunca escuchaban porque se la sabían de memoria. Entonces ella callaba y en el silencio y la imaginación volvía a vivir las sensaciones de los recuerdos de su niñez. La calle era hoy asfalto por doquier pero en aquel entonces era el más maravilloso arenal que un infante puede soñar. Se deslizaba por las dunas y las cuestas sobre un cartón con la celeridad que la ley de la gravedad se lo permitía y volvía a la cola de enanos que también se revolcaban entre gritos y empujones para volverse a deslizar. La delicia de la arena incrustada en su piel y en su pelo mientras rodaba, grabó para siempre en sus sentidos y en su alma una experiencia de libertad desconocida y única pues nunca más volvió a sentirla con tal intensidad y certeza Al volver de la escuela tenía que aparcar los odiosos deberes y frotarse la testa para aliviar los capones que su padre le daba porque no entendía el sistema decimal y sus enrevesados subterfugios. Ciertamente le importaban un pito aquellas medidas y sus equivalencias, ella no tenía nada que medir. Alguna vez lloró con el tema pero todo se le olvidaba cuando cogía su bocadillo para merendar y saltando las escaleras de dos en dos se plantaba en la calle y comenzaba a llamar a sus amigos y compañeros de juegos. Eran una pandilla bastante grande de niños y niñas con edades comprendidas entre los seis y los diez años. Las tardes suponían las aventuras de fantasías llevadas a la realidad. En la que nos ocupa, el plan era trabajoso. Emilio había llegado el día anterior gritando:-“Ha dicho mi madre que en dos días vienen los titiriteros” Un grupo de comediantes se solían acercar por el barrio de forma esporádica y ofrecía un espectáculo variado, canciones, pequeños cuadros de comedia y además nunca faltaban los payasos. Los vecinos se acercaban a verlos y disfrutarlos y en el corro de espectadores que se hacía a los artistas, la primera fila siempre era para los niños. Todos llevaban su silla. María tenía una pequeñita, de madera, obra de su papá que era un manitas, y se acercaba siempre llevándola consigo y se sentaba como si de un trono se tratase pues ella era la princesa para la que actuaban los actores.
Ante la noticia de Emilio habían decidido preparar toda la banda una función. Les divertía enormemente el juego. Delegaron en María la organización de la misma, lo hicieron de forma instintiva, no podían tener mejor jefe, ya apuntaba maneras. Emilio y Rafa serían los payasos. Pintarlos no fue tarea fácil, cada uno aportó el instrumento que pudo procurarse sin importar mucho como. La barra de labios de la mamá de Montse, el lápiz de ojos de la mamá de Rosa Mari, las tizas de colores de la maestra… Lograron una caracterización que les satisfizo mucho. Ahora tendrían que aprender por lo menos un chiste. En los últimos títeres, escucharon uno que suscitó grandes y largas carcajadas a todo el público y aunque María no lo había comprendido, si lo había memorizado. Se lo repitió una y otra vez a estos dos hasta que lo memorizaron también sin saber lo que decían. Le tocaba el turno a ella, iba a desempeñar el papel de vedette. Buscó en el basurero cercano unas latas de conserva vacías, las puso bajo los zapatos y las sujetó a ellos con una goma. ¡Hermosos tacones! Remangó un pico de su falda de flores y lo enganchó en la cintura dejando ver sobre sus piernecitas morenas las puntillas primorosas de la saya blanca que llevaba. Y con las pinturas de guerra que tenían agrandó sus ojos dibujando por debajo y por encima de ellos una gruesa y no muy recta raya negra. Los labios y alrededores se tiñeron de rojo amapola. Se soltó la cola de caballo que recogí sus cabellos y con la melena al viento y una piedra redonda en la mano haciendo las veces de micrófono se lanzó a zapatear y cantar:-“Estando contigo, contigo, de pronto me siento feliz y cuando te miro me olvido del mundo y de mí…que maravilloso es quererte así…estando contigo, contigo, contigo, me siento feliz…” Llegó la noche y las voces de las mamas gritaban por las ventanas de sus hogares los nombres de sus retoños para que acudiesen a casa. Y de esta guisa lo hicieron. –“María, anda a la bañera”- le ordenó su madre. _”Si mamá, pero antes voy a contarte el chiste que aprendí con los últimos titiriteros que pasaron por aquí y hoy hemos jugado a contarlo nosotros que somos los mejores titiriteros del mundo entero” Y María comenzó el relato. Juan le dice a Manuel entre risas.-“Manuel, Manuel¿ sabes en que se parecen las ligas de una señorita al cielo?” “No, no lo sé “-respondió Manuel. _”Ajajaa - clama Juan- pues en que más arriba está la gloria”. A María se le congeló la carcajada cuando vió la cara de su mamá y se protegió con el brazo para esquivar el tortazo que iba dirigido a su cara a la vez que casi se queda sorda con los gritos de su madre repitiendo:-“¡Castigada, castigada. Pasado mañana no vas a ver a los titiriteros!”.
Y así sucedió. Aún tuvieron que pasar algunos años para que la pequeña María pudiese entender el significado del chiste que tanto escandalizó a su madre. Lo que nunca pudo comprender fue que se tratase con tanta violencia la ingenuidad y el candor. Hoy desde su escuela los respeta y los protege por su calle de jugar y por los mejores titiriteros del mundo entero.
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