Yo
siempre soñé con ser actor, ver mi nombre en grandes letras dentro
de una enorme pantalla, estar rodeado de estrellas rutilantes e ir de
fiesta en fiesta hasta el amanecer.
Pero
los sueños... sueños son.
Abandoné
mis sueños en el pupitre del instituto mientras intentaba atender
explicaciones que me sonaban a ciencia ficción, de la mala.
Un
día creí que estaba soñando de nuevo. Vi un cartel en la puerta
del gimnasio que me salvó de mi aburrición:
Se
buscan:
...Payasos
Acróbatas...
...Bailarines
Artistas...
para
organizar
un
grupo de TEATRO.
¿Eres
tú?
¡¡¡Apúntante
YA!!!
Se
me abrieron las puertas del Cielo. Quizá no era el Cielo de
Hollywood, pero por algún hueco había que entrar.
Así
que garabateé mi nombre y mis datos en la hoja para las pruebas de
selección. Y me preparé a conciencia durante un mes. Me aprendí
varios monólogos y varios bailes sin pareja; y afiné mi vieja
guitarra y mis cuerdas vocales.
Y
pasé la prueba sin dificultad. El nivel no era demasiado alto; no es
que quiera ponerme moños, pero fui el único cuyo instrumento
musical no sonó a gato estresado.
Con
toda mi ilusión artística flotando al viento descuidé un poco mis
estudios. Otro poco más y no hubiera podido hacer la EBAU, la
selectividad de toda la vida, vaya.
Pero
me volví a poner las pilas y conseguí terminar el curso y aprobar
sin otros contratiempos. Celebramos nuestro paso final por el
instituto en un bar con un baile muy a la americana. Lo decoramos
todo con estrellas de purpurina, soles sonrientes y nubes, y nos
vestimos para la ocasión. Y yo debuté con mi número estelar: Un
monólogo de un mago que ha cortado a su ayudante en dos y no sabe
cómo recomponerla. Fue todo un éxito, me aplaudieron y me invitaron
a cervezas y chupitos. Y hasta los profes me felicitaron.
Pero
el arte es algo muy abstracto y de algo hay que vivir, como decía mi
padre. Así que me planteó si de verdad quería seguir mi sueño o
llevar un sueldo a casa a fin de mes.
La
abstracción artística me envolvió de nuevo. Me apunté a talleres
de teatro, risoterapia, malabares, bailes y todo lo que tuviera que
ver con la actuación.
Me
hice voluntario para actuar en cumpleaños, comuniones y demás
eventos infantiles. Era un público muy difícil de entretener y de
convencer. Fue allí donde terminé madurando mi profesionalidad. Y
me hice un nombre dentro del difícil mundo del payasismo
cumpleañero; casi gano el Oscar del gremio, premio muy deseado, no
crean.
Pero
aún me quedaba esa espinita del Cine. Hice algún corto participando
tanto fuera como dentro de la pantalla. Yo mismo escribí guiones,
colaboré en festivales locales de cine... No obtuvimos grandes
éxitos pero nos lo pasamos en grande. A pesar de las multas que
tuvimos que pagar por no pedir los permisos de rodaje
correspondientes. Era el peaje al estrellato.
Pero
el dinero se acabó con tanta multa y tan pocas subvenciones y volví
a recuperar mi particular espíritu interpretativo.
Un
actor payaso ocupaba menos espacio y era más seguro que un castillo
hinchable por muchos colores y toboganes que estos tuviesen. Así que
aproveché el verano para reciclar mis monólogos y mis trucos.
Triunfando de nuevo en las plazas infantiles.
El
verano también terminó y los niños, casi todos, volvieron a la
rutina de la escuela, tal vez soñando con ser artistas.
Mi
particular peregrinaje artístico me llevó a actuar en los mejores
salones de actos de los hospitales más renombrados, reencontrándome
con algunos niños para los que había actuado durante el verano.
A
pesar del encierro y de las enfermedades que roían sus cuerpos,
menudo público es el público menudo. Eso lo sé ahora, con la
experiencia que da el ponerte delante de semejante audiencia.
Gracias
a ellos soy el Doctor Zete. Especialista en partir risas por la
mitad, sacar corazones sanos y blanditos de la chistera e inocular el
mejor virus, el de la felicidad. Y mis coronas y espadas de globos
son las más famosas y deseadas de toda la comarca.
Mis
sueños de estrella se quedaron en el pupitre del instituto. O tal
vez despegaron por todo lo alto y conseguí lo que de verdad
pretendía: Hacer felices a aquellos que lo necesitaban, aunque fuera
por unos momentos.
Mis
estanterías rebosan de fotos llenas de narices de goma rojas en
caras felices. Que brillan más que cualquier estatuilla.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario