El
despertador suena temprano. La luz entra ya por entre las rendijas de
las persianas mal bajadas. Ella se despereza lentamente y se vuelve
hacia su lado para darle el beso de buenos días.
Pero
él no está. ¿Cuándo se había levantado? No le había sentido
moverse. Tal vez el efecto de la pastilla que tomó anoche la atontó
tanto que ni se dio cuenta de que no le había escuchado ni roncar.
¿Tendrá
él insomnio también?
Seguramente...
con el ERE dichoso, los pagos pendientes de la hipoteca y los cambios
forzosos de destino, como para poder dormir a pata suelta.
Se
levanta, intentado disipar la nube de problemas que amenaza tormenta
en su cabeza.
Entra
a la salita. La tele está apagada. La luz, no.
En
el sofá, la manta hecha un trapo, tirada de cualquier manera. Al ir
a cogerla para doblarla, algo cae al suelo.
El
e-book de Manu. Menos mal, no se ha roto. Con lo caro que le costó,
le iba a durar meses el cabreo. Lo mira de cerca, lo toca, lo limpia,
le da varias vueltas... ¿Pesaba tanto cuando lo compraron?
De
pronto algo suena. ¿Una alarma? ¿El móvil de Manu que la llama
desde donde quiera que esté?
No...
Sonaba a grito, a grito como de persona. Pero lejos. En algún sitio.
Mira alrededor, se asoma a la ventana. La calle está desierta a esa
hora de la mañana.
El
grito se escucha otra vez. Y su nombre.
–Ana...
¿Estaría
soñando?
Definitivamente
necesitaba un café bien cargado para terminar de despertar y empezar
a funcionar.
¿Dónde
andaba Manu?
¿De
parranda con los amigos? Lo dudaba. Todos trabajaban a turnos y solo
se veían los findes.
¿Habría
salido a correr?
Negativo.
La deportista era ella y le costaba sudores arrancarlo del sofá. Y
más ahora con su e-book nuevo todo el día delante de las narices.
Al menos no le gustaba el fútbol...
¿Qué
tendrían aquellas historietas de platillos volantes, personajillos
verdes y planetas por descubrir que tanto le absorbían?
Bueno,
mejor que lea a que se dé a la bebida o que se busque a otra...
–Ana...
Otra
vez su nombre. Y estaba bien despierta ya.
–Ana...
Ana...
Siguió
el eco de su propio nombre hasta el sofá. La manta recién doblada.
El e-book encima, que se encendía y se apagaba de modo intermitente,
como emitiendo señales en un extraño código.
–Ana...
Aquí...
Y
de pronto lo vio.
Manu.
Era
él.
Diminuto.
En
una esquina del e-book Manu le hacía señas con sus bracitos y le
indicaba hacia la otra esquina.
Ella
no daba crédito.
Manu
volvió a gritar su nombre mientras dos individuos con aspecto de
reptil (¿serían así los marcianos?) aparecieron por donde él
señalaba. Y le rodearon y le arrastraron.
¿Estoy
soñando?
Y
en un parpadeo Manu desapareció del e-book que, con un zumbido, se
apagó.
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