Llegaban
todos los años, con el buen tiempo. En cuanto aparecían, los niños
formábamos una recua tras ellos mientras iban pregonando su
espectáculo por la calle. Los dos hermanos eran mayores que yo. La
niña debía de tener mi edad. Mis amigas y yo la envidiábamos,
pues la veíamos recorriendo constantemente los caminos de los que
nosotras aún no sospechábamos su existencia. Tampoco iría al
colegio, eso seguro. Aparcaban siempre la carreta a las afueras del
barrio, cerca de la fábrica de chocolates y del río. El padre y los
dos hermanos sacaban las cosas de la carreta y después extendían
unas lonas que, ancladas al suelo con unos palos de madera,
constituían su refugio. Mientras tanto, la madre y la niña prendían
un fuego sobre el que colocaban una gran cacerola en la que echaban
patatas, verduras y legumbres. Nunca las vimos añadir carne, aunque
en aquel entonces ese producto tampoco era muy habitual en nuestras
mesas. Los niños fisgoneábamos mientras ellos se instalaban hasta
que alguno de los hermanos mayores nos asustaban haciéndonos correr.
La niña siempre nos miraba desde lejos con ojos asustados. A la
hora de comer entré en casa excitada para contarle a mi madre la
aparición de los artistas ambulantes. A las siete de la tarde
comenzaría el espectáculo justo al lado de nuestra casa, en el
cruce de dos calles. Después de comer, salí de nuevo en busca de
mis amigas. Nos entretuvimos jugando a las mariquitas y a los cromos
hasta que decidimos ir hasta la fuente. Allí estaba la niña,
cogiendo un cubo de agua, seguramente porque la del río no bajaba
demasiado limpia. Ella al vernos bajó los ojos, cogió el cubo y
pasó por nuestro lado sin levantar la cabeza, como si nos tuviera
miedo. Rosana se rió de ella “Mirad, mirad cómo anda esa
piojosa”. Las demás se rieron. Irma y yo no. A nosotras nos dolió
que lo hiciera, nos dio pena de la niña y se lo dijimos a Rosana.
Pasamos el resto de la tarde enfadadas. A las seis y media fui a
coger la merienda y una banqueta. Quería estar en primera fila.
Rosana y las demás ya estaban allí. Me senté a su lado, pero sin
hablar. Bueno, no hablamos durante un rato, después ya sí. La gente
empezó a llegar poco a poco, hasta que la calle quedó convertida en
un patio de teatro. Vi a mi madre y a mi abuela unas filas atrás con
mis hermanos pequeños. Por suerte ellas no me vieron a mí, así que
no volví a mirar atrás, porque si lo hacía seguro que me
enjaretaban a mi hermana. Solo nos llevamos dos años pero siempre
fue una chivata y no podía hacer o decir nada delante de ella.
Afortunadamente, todo el barrio estaba allí por lo que iba a ser muy
difícil que me vieran. Reinaba una gran algarabía hasta que el
padre empezó a tocar el tambor. Entonces, todos callamos, hasta los
bebés. Con voz potente y afectada nos dijo que comenzaba el
espectáculo. Durante dos horas nos entretuvieron con juegos de
malabares, música y bailes. El padre y el hermano mayor, vestidos de
payasos, nos hicieron reír con ganas. La madre nos fascinó cantando
una canción de amor con una voz tan suave y melodiosa que a más de
una mujer le arrancó unas lágrimas. La niña ejecutó con gracia
ejercicios gimnásticos que nos puso el corazón en un puño, por
miedo a verla caer después de subir sobre su padre y su hermano. Y
para finalizar, dramatizaron un cuento que nunca había escuchado
nadie. Era un cuento de miedo, protagonizado por toda la familia, que
consiguió erizarnos la piel. Los aplausos resonaron durante largo
tiempo. Yo deseaba con todo mi alma pertenecer a una familia así.
Cuando pasaron un pequeño cubo de plástico para recaudar dinero,
eché todas las monedas que me había dado mi madre, aunque al
principio había pensado en quedarme al menos con una. Pero cuando la
niña se colocó ante mí solté cuanto tenía en la mano. Me miró a
los ojos. Ya no estaban asustados. Eran más bien unos ojos
agradecidos por haberla defendido, a la par de orgullosos al saber
que en ese momento todo el mundo la admiraba. Me sonrió y yo le
devolví la sonrisa. Esa noche me dormí pensando en la familia de
artistas ambulantes, envidiando a la niña como nunca había
envidiado a nadie. Por la mañana, mientras desayunaba, le conté a
mi madre lo hechizada que había quedado con el espectáculo y lo
mucho que me gustaría ser como ellos. Mi madre me miró con ternura
y me hizo comprender que la vida de esa familia distaba mucho de ser
idílica. Que esa niña a la que envidiaba pasaba el verano
trabajando y durmiendo bajo un toldo mientras yo lo pasaba jugando en
la calle y durmiendo en una cama, bajo un buen techo. Y que quizás,
durante el invierno, fuera a la escuela como todos los niños.
Entendí que esa niña no tenía suerte. Era yo quien la tenía. Han
pasado los años y aún hoy cuando veo un artista ambulante en la
calle o en el metro me acuerdo de aquella niña, preguntándome qué
habrá sido de ella. Por eso, siempre que puedo, paro un rato ante
los músicos callejeros, los malabaristas o los que se disfrazan de
estatuas, y de vez en cuando deslizo una moneda, para que en sus ojos
asustados, aunque solo sea por un momento, brille un halo de orgullo.
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