Aquella luz azul del atardecer- Esperanza Tirado


                                              

Relato inspirado en la fotografía


Cuando recuerdo nuestras vacaciones en familia siempre me vienen a la memoria dos cosas: el olor a salitre del puerto y aquella luz azul del atardecer, que envolvía el pueblo, dándole un aire espiritual, casi místico.
También la recuerdo a ella, a Elisenda, una de las chicas que trabajaba en casa. Una muchacha del pueblo, hija de pescadores; de cuerpo fornido y manos ágiles. Fuerte y capaz como todas aquellas mujeres que hilaban las redes que sus maridos desbarataban en el fondo del mar.
Quizá estaba enamorado de ella. Aunque a mis diez años no estaba muy seguro de lo que era el amor.
Un beso de buenas noches con aroma a violetas de mi madre, un abrazo con olor a puro y jerez de mi padre o una palmadita y un ‘qué mayor te nos estás haciendo ya’ de mis abuelos. Esas eran las demostraciones de cariño de mi familia.
Recuerdo sus ojos verdosos de mirada gatuna, con un gesto entre burla, superioridad o acechante vigilancia. Nunca la supe interpretar. Pero me gustaba devolverle esa mirada mientras ella trabajaba por la casa. Tenía algo salvaje, algo desconocido que me atraía y me asustaba al mismo tiempo. Y cuando descansaba, se quitaba los zapatos y miraba por la ventana, hacia el puerto por donde cada atardecer entraba el barco de su padre. Y yo me quedaba mirándola embelesado. Intentando guardar su figura en mi mente, recortada entre azules, para cuando en invierno no la tuviera cerca.
Algún día me casaré con ella, y la llevare lejos de aquí. Recuerdo haber pensado. Ahora lo veo como tonterías de un chiquillo ocioso. Pero en aquellos tiempos ella representaba una especie de libertad y atrevimiento que me parecían fascinantes.
Yo fui un niño enfermizo, siempre rodeado de mil cuidados. Conocía mejor los pasillos de los hospitales que los parques de mi ciudad. Apenas iba al colegio. Y mis padres decidieron contratar a un tutor particular para que me diera clases en casa. No querían que mis enfermedades ralentizasen mi aprendizaje.
Por eso fui un chaval asustadizo y poco dado al contacto con los de mi edad. Y quizá por eso, Elisenda me fascinaba tanto.
Cuando cumplí los doce regresamos al pueblo de improviso. Aún no era verano, pero mi abuela estaba muy enferma y mi padre quiso que fuéramos para despedirnos de ella.
Sentado en una silla tiesa, vestido de oscuro, recibía besos fríos de familiares que jamás había visto. De vez en cuando me levantaba y miraba por la ventana buscando los ojos gatunos de Elisenda. Pero esa vez no la vi. Y no me atreví a preguntar por ella. Imaginé que se había embarcado con su padre rumbo al gran océano, en pos de algún banco de peces gigantes que luego traerían a la costa. Fantaseaba con su portentosa figura, alzando ella sola la red llena de peces boqueantes, como una indómita Diosa surgida del mar.
Ese verano la casa del pueblo se cerró, en memoria de mi abuela. Debíamos guardar luto.
Ir de vacaciones es una ofensa terrible. –dijo mi madre santiguándose. – ¿Qué dirían los vecinos?
Mi padre fue a por mi abuelo, quien pasó con nosotros ese verano y todo el invierno. Hasta que, cada vez más grisáceo y más encogido, quiso reunirse con su esposa. Y la casa del pueblo siguió cerrada otro verano más.
Crecí y mis enfermedades me fueron abandonando. Ya no tenía edad de volver al colegio. Así que mis padres decidieron internarme en una residencia para estudiantes; una mezcla de colegio, iglesia abandonada y mansión estrafalaria que algún rico ordenó construirse.
Allí pasaría todo un curso escolar.
Sé fuerte, hijo mío –me recomendó mi padre, mientras mi madre desprendía lágrimas con aroma a violetas.
Ella me dio dos besos y mi padre me estrechó la mano, fría y dura como el mármol.
Cogí mi maleta y entré en mi nueva vida.
No sospechaba que parte de mi vieja vida me sorprendería en esta etapa.
Al hacer el recorrido obligatorio por mi nuevo hogar sentí una mirada clavada en mi espalda. Y un escalofrío con aroma a salitre recorrió mi cuerpo. Me giré. Era ella. Esa mirada gatuna era inconfundible. Elisenda trabajaba en las cocinas.
Durante las tres primeras semanas apenas dormí ni atendí a las lecciones, esperando volver a encontrarme con ella. Pero era casi imposible. A los internos no se nos permitía el acceso a las zonas de cocina ni lavandería, más que en aquel recorrido guiado.
Así que recorría aquellos fríos pasillos grises entre clase y clase, de allí a mi dormitorio y los domingos a la capilla. A rezar por las almas de todos los desdichados de este mundo; según recitaba el capellán con su voz melindrosa.
Mi vida era una mustia rutina que solo confortaba el olor a tierra mojada en el jardín delantero después de llover y mis visitas a la vieja biblioteca. Que olía a cerrado y a viejo, pero que guardaba miles de tesoros.
Allí me reencontré con Elisenda una tarde que no me apetecía estudiar. Sus ojos de gato me miraron entre las cubiertas de los libros, y me atraparon sin remedio, como un animal caza a su presa. Se acercó a mí y me besó con violencia; me despojó de chaqueta, camisa, corbata y pantalones; me empujó hacia un vetusto sillón y se echó encima de mí, como llevada por alguna furia extraña. No sé si aquello fue amor, locura o deseo. Pero me sentí como hechizado por aquel poder irracional.
Y ya no vi más que aquella luz azul del atardecer que iluminaba mi casa durante los veranos de mi infancia.
A veces por vacaciones, regreso a lo que queda de aquella vetusta residencia, esperando reencontrarme con aquellos ojos de mirada gatuna, deseando sentir aquel hechizo de nuevo.





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