A veces me ahogo y me
siento como encerrado en una gran jaula transparente, llena de agua
de la que no puedo salir. Mientras, la gente mira mi aspecto, señalan
y tocan el cristal, pero no me entienden ni hacen nada para ayudarme
a salir. Y quiero romper ese cristal, pero es demasiado grueso y yo
demasiado pequeño; mi voz es apenas un susurro y no tengo la fuerza
necesaria.
Y me acuerdo del pez
albino de ojos rojos que la leyenda hindú dice que le regalaron a un
poderoso Maharajá en tiempos antiguos.
Sus súbditos,
después de recorrer medio mundo y conquistar tierras para su Gran
Señor, le presentaron sus respetos en una ceremonia fastuosa. Y le
llevaron cientos de regalos: oro, elefantes, joyas, maderas
preciosas, mujeres bellas para sus habitaciones...
Lo que más le llamó
la atención, sin embargo, fue un diminuto pez ángel albino de ojos
encarnados, encerrado dentro de una urna llena de agua. El pez
parecía mirar al Maharajá cara a cara, se acercaba al cristal,
tocaba con su diminuto hocico, se le agrandaban los ojos y volvía
atrás.
El Monarca se
entusiasmó con aquella proeza, ya que nadie en su Reino osaba
mirarle directamente a sus Reales Ojos. Y cada tarde, antes de su
paseo hasta las habitaciones de las concubinas, tocaba el cristal
para atraer la atención de su pez.
–Qué complicada es
la vida, ¿verdad, mi pequeño ángel? –Decía el Maharajá a su
mudo interlocutor– Con lo fácil que sería vivir como tú. Así me
evitaría rendir cuentas, dar órdenes, castigar a mis soldados y ser
tan estricto con los hijos de mis concubinas. A veces me gustaría
ser un hombre común, viviendo en un espacio limitado. Para no
encontrar problemas más allá.
Y el pez le miraba,
soltaba unas pocas burbujas, su pupila roja se dilataba y volvía
nadar en su estrecho habitáculo. A pesar de que la costumbre dice
que los peces tienen memoria de pez, en este caso él si recordaba su
vida antes de vivir en la pecera del Maharajá.
Recordaba nadar por
espacios sin límites, de agua clara y fresca, disfrutando de las
anémonas, las estrellas de mar y dejando que las corrientes lo
mecieran a su compás. Recordaba ir a buscar su propia comida,
enfrentándose a peligros y a grandes enemigos.
Recordaba lo que era
ser libre. Pero aunque quería hacerlo, no sabía cómo decirle al
Maharajá que le liberase y le dejase volver al mundo. Tampoco le
podía aconsejar sobre la vida en palacio porque no sabía que
ocurría más allá de aquel jardín tan hermoso que se divisaba a
través de su cristal.
A veces su Amo no
estaba y le llegaban otras visitas. Pequeños humanos parecidos al
Maharajá. Que tocaban la pecera y reían con risas cantarinas. Y se
iban corriendo por el jardín. Eran libres. O, al menos, más que él,
que apenas podía recorrer un metro adelante y atrás. Los colores de
sus ropajes le recordaban los de su añorado mar. Entonces dejaba de
nadar y se quedaba en el fondo. Se sentía triste y pesado. Sus ojos
enrojecían de pena.
– ¿Dónde estará
el Maharajá? Me gustaría recorrer con él estos jardines, el
palacio, su reino... Y aconsejarle, como un hombre común...
Y volvía a nadar
otro poco más, con la añoranza de lo que había perdido.
Hasta que un día el
pez albino, cansado, dejó de nadar para siempre. Y el Maharajá al
descubrirlo soltó un grito de dolor, como si hubiesen matado a
alguna de sus concubinas más queridas.
Dispuso que se
organizara un gran funeral en los jardines para demostrar su pena. Y
tres días después hizo llamar al mejor tatuador de su reino para
grabarse en la piel a su más querida posesión. Los ojos rojos de su
pez ángel se dibujaron brillantes y redondos en su espalda.
Y mandó instalar la
pecera-jaula en el centro de su jardín, rodeada de columnas de
mármol. Para que todos recordasen su preciado tesoro.
Meses después,
cuando todo había vuelto a la normalidad llegó por aquel reino una
anciana dama, subida en un lujoso palanquín.
El Maharajá la
recibió con honores, ordenando desplegar alfombras de seda.
–Vengo de lejanas
tierras, buscando un preciado tesoro. Quizá lo hayáis visto.
–Poseo innumerables
tesoros, Gran Señora. –Respondió el Maharajá- Podría regalaros
alguno.
–Mi tesoro no se
puede comprar, pues era único en su especie. Un pez ángel albino de
ojos rojos que hablaba con el corazón, siempre que se supiera
escuchar atentamente.
El Maharajá dudó un
momento antes de responder y guiarla hacia el pequeño mausoleo.
–Señora, una vez
llegó a mis manos un pez de similares características al vuestro.
Pero éste no hablaba, solo nos mirábamos a los ojos y seguía
nadando. Aquí guardamos su memoria.
La Dama admiró el
monumento con solemnidad. Hizo una reverencia antes de responder.
–A veces alabamos a
los que nos rodean cuando ya es demasiado tarde. Si hubierais
prestado atención cuando le mirabais a esos rojos ojos tras ese
cristal, hubierais comprendido todo cuanto iba diciendo. Pues la
naturaleza de los humanos es tan distinta a la de otras criaturas,
que se requiere una dimensión especial para conectar. Sólo hace
falta un poco de tiempo.
La gente vive en
medio de las prisas de su vida diaria. Por lo que han olvidado cómo
abrir la mente y atender conscientemente a lo que ocurre a las
personas de su alrededor.
En ocasiones una
mirada o una caricia pueden hacer mucho bien. Pero hasta de eso se
han olvidado.
El Maharajá miró a
la Gran Señora y contempló su hermoso monumento. Y recordó los
grandes ojos rojos de aquel pez albino al que no supo escuchar. Una
lágrima empezó a brotar de los suyos.
–Siempre
necesitamos a alguien a nuestro lado que nos ayude a romper esa
barrera de cristal que nos separa del mundo. –Concluyó la Dama,
mientras acariciaba el brazo del Gran Maharajá- Simplemente hay que
querer conectar con el otro lado.
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