El pez albino - Cristina Muñiz Martín


                                                            





Gael, sentado frente a la hoguera, tenía la mirada prendida en el fuego como si la respuesta estuviera escrita en las llamas. No sabía qué hacer, o mejor dicho qué pensar, porque no se trataba de hacer esto o lo otro, sino de ser diestro con las palabras. Al día siguiente, a la caída del sol, si no conseguía evitarlo, Laila serviría de tributo al Dios Atronador.

Salió de la cabaña encaminándose a los acantilados. Se estremeció al escuchar aquel sonido ensordecedor. Las entrañas de la tierra rugían como una bestia herida mientras vomitaban un gigantesco chorro de agua, elevándolo a gran altura. Gael tembló de pies a cabeza y a punto estuvo de regresar a la aldea, a la paz de su hogar, pero tenía que pensar cómo salvar a Laila. Armándose de valor, se acercó a la boca de la tierra y preguntó al dios para qué necesitaba una doncella. No obtuvo más respuesta que un sonido más sobrecogedor que el anterior que a punto estuvo de tumbarlo. Logró salir de allí corriendo, volvió a su choza y se acostó frente a la hoguera, cubriendo su frío y su miedo con una gruesa piel de carnero.

Al amanecer hablaría con los sacerdotes y les daría una buena razón para que Laila no fuera un tributo digno de los dioses. Pero, qué les podía decir. Si hubiera hecho caso a Laila...Estaban prometidos y esa era razón suficiente para no ser la elegida, pero nadie lo sabía, solo ellos. Laila había querido hablar con sus padres y formalizar el compromiso, pues su hermana mayor acababa de casarse y sabía que sus padres pronto empezarían a buscarle marido. Gael la obligó a esperar un tiempo sin decirlo, no demasiado. Sabía que no era el hombre más fuerte de la aldea, ni el más inteligente, ni el que poseía más bienes. A Laila no le importaba. A él, sí. Quería presentarse ante sus futuros suegros con algún obsequio especial que les hiciera sentirse orgullosos. También podía decirles a los sacerdotes que Laila había yacido con él, pero no tardarían en examinarla las mujeres y saber que aún era pura. Y una vez más, por su culpa. Una tarde, estando solos en el bosque, se habían besado y abrazado tanto que sus cuerpos se hicieron uno solo. Su miembro se había endurecido y Laila estaba dispuesta a entregarse a él sin ningún reparo. Una vez más Gael la hizo desistir. “Tienes que llegar virgen al matrimonio, Laila, no puede ser de otra manera, o los dioses nos castigarán dándonos hijos deformes”. Laila se rió de él, pues no creía que eso sucediera, por mucho que lo contaran los viejos y los sacerdotes alrededor de la hoguera, pero Gael era muy supersticioso. Cuánto se arrepentía ahora Gael, pues si la hubiera penetrado en aquella ocasión, Laila ya no sería una ofrenda digna para el Dios Atronador.

Gael no podía dejar de pensar en la manera de salvar a Laila, sin encontrar respuesta. Desesperado, se levantó, bajó hasta la playa y caminó pensativo dejándose acariciar por la brisa marina y el rumor de las olas. De pronto, escuchó una voz. Ante él, sobre la arena, yacía un ser sobrenatural, mitad mujer, mitad pez. Su cabello era largo y rubio, sus pechos pequeños y redondos, su cola irradiaba los colores del arco iris rompiendo la negrura de la noche, su piel era tan blanca como la cara de la luna. Gael quedó paralizado ¿estaría soñando? El ser, con una voz suave y tenue como un sol de primavera dijo “Llévame al mar. Llévame al mar o moriré”. Gael estaba paralizado, tratando de tomar una decisión. Si llevaba a ese ser mágico hasta la aldea y se lo ofrecía a los sacerdotes a cambio de Laila, quizás ellos aceptarían. Debía intentarlo. No sin recelo, cogió a la criatura entre sus brazos. Su cuerpo era frágil y delicado, apenas pesaba. “Por favor no me lleves tierra adentro, llévame al mar. Llévame al mar o moriré y no te serviré para nada” dijo el ser con una voz que a Gael le sonó como un embrujo. Un embrujo que lo obligó a acercarse a la orilla. Entró en el mar con su preciada carga y cuando el agua lo cubría por la cintura la deslizó con suavidad sobre las aguas. “Gracias” dijo una voz cantarina y alegre. “Me has salvado y como premio puedes pedirme un deseo, el que tú quieras, siempre que tenga que ver con el mar”.

Gael, aún más desconcertado que al principio, quedó mudo, sin pensar en nada, como si estuviera dentro de un sueño. De pronto, a su mente asomó una idea. Lo dijo con miedo, como si pidiera un imposible “Quiero un pez albino. Sí, eso quiero. Un pez albino”.

“Puedo darte todos los peces que quieras”, dijo el ser, “no tienes por qué conformarte solo con uno”. “No”, replicó Gael, “solo quiero un pez albino. Un pez albino así de grande”, dijo poniendo sus brazos en cruz.

El ser sobrenatural se perdió en las profundidades del mar. Gael salió del agua con lentitud, se sentó en la arena y se dejó mecer por el rumor de las olas, mezclando en sus pensamientos el miedo por la suerte de Laila y el encuentro que acababa de tener.

De pronto, el mar rugió como nunca antes lo había hecho el dios atronador. Las aguas se encresparon creando una ola gigante. Gael echó a correr, asustado. Cuando el mar se retiró, sobre la arena, luchaba contra la muerte un misterioso pez albino de más de un metro de largo. Gael se acercó a él, lo acarició hasta que lo supo muerto y después lo colocó a su espalda para llevarlo a la aldea. No podía sentirse más feliz. Había logrado salvar a Laila de una muerte segura y con ello el reconocimiento de sus futuros suegros.

Al amanecer, cuando la gente comenzó a salir de las chozas para celebrar un día de fiesta, encontraron a Gael junto a la hoguera, con el enorme y descolorido pez. Se fueron acercando despacio, con miedo, hasta comprobar que estaba muerto. Después, miraron a Gael con admiración. Gael les dijo que había hablado con el Dios Atronador y que le había contestado. Que le había dado ese pez para que él y su familia gozaran de paz y prosperidad. Y él quería a Laila como mujer, como madre de sus hijos.

El pueblo aclamó a su héroe y los sacerdotes supieron que no podían oponerse a sus deseos. Ellos mismos habían creado el mito del pez albino, con el convencimiento de que nunca verían ninguno. El poseedor de un pez albino tenía derecho a pedir un deseo. Y Gael había pedido a Laila.

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