Apenas
faltaba una semana para que mi hija Marta cumpliera dieciocho años y
yo ya me estaba devanando los sesos desde hacía más de un mes
pensando en qué regalo comprarle. Marta siempre fue una chica
especial y un poco excéntrica en sus gustos. Recuerdo un día de
reyes, no debía de tener ella más de tres o cuatro años, y su
madrina le regaló un precioso abrigo rosa que le había costado un
ojo de la cara en una renombrada boutique infantil. Pues se empeñó
en que el abrigo no podía ser rosa, que tenía que ser azul y por
más que intentamos convencerla no hubo manera, hasta se tiró en el
suelo pataleando y llorando como una magdalena. Se cambió el abrigo
rosa por el azul, en contra de mi voluntad, caprichitos los justos,
pero a partir de entonces ya le vimos las trazas. Nunca fue una niña
caprichosa con otras cosas, salvo con los regalitos de las narices.
Si se le regalaba algo por sorpresa te podías echar a temblar,
porque si no le gustaba, que era las más de las veces, la cara que
ponía era todo un poema, de lo más elocuente vaya, que aunque te
diera las gracias efusivamente y te dijera qué bonito y todo eso,
sabías a ciencia cierta que no le había gustado.
La
última vez que yo había metido la pata fue cuando cumplió quince
años. Sus amigas comenzaban a salir, ella tal vez menos, y a mí se
me ocurrió organizarle una fiesta en una casa rural, un fin de
semana, de sábado a domingo, todas allí a divertirse sin papás que
les controlaran, ya había yo hablado con la propietaria de la casa
en cuestión para que les echara un ojo y mirara que no se
desmadraran demasiado. Una semana antes de la fecha me dice que
quiere un telescopio de no sé cuántos aumentos y así y asado, yo
con el fiestorro preparado y pagado. Le pregunté para qué rayos
quería el telescopio, y me echó un discurso sobre el cosmos, la
vida en otros planetas y un montón de zarandajas más, inentendibles
para mi mente de mujer de letras. Hice caso omiso y el día señalado
reuní al grupo de amigas y las llevé a la casa rural. Cuando ya
estuvieron acomodadas y yo me dispuse a marcharme mi hija me
preguntó si no me olvidaba de algo. La miré interrogante.
-Mi
regalo, mamá – me dijo – Aquí en medio del campo es el lugar
idóneo para estrenar mi telescopio.
Había
mirado el precio del telescopio y se salía un poco de mis
posibilidades, pero bueno, hubiera hecho un sacrificio. Lo que pasó
fue que no me dio la gana de cancelar la fiesta, pensé que le haría
ilusión. Cuando se lo dije ni se inmutó. Cogió la maleta, la metió
de nuevo en el coche y hala, para casa, fin de la fiesta.
Así
que desde entonces cada vez que tengo que comprarle algún obsequio
le pregunto qué quiere, sabiendo que me puede contestar cualquier
cosa, pero tengo que arriesgarme. Ya le he regalado un libro sobre
los fondos marinos en inglés que tuve que pedir a los Estados Unidos
y un sillón para su cuarto que cuelga del techo y tiene una forma
tan extraña que no sé ni cómo puede estar cómoda sentada en él.
El caso es que dieciocho años me pareció una edad especial, el
final de una etapa y el comienzo de otra, al menos sobre el papel,
aunque la vida diaria no vaya a cambiar demasiado. Me hubiera gustado
regalarle un ramo de dieciocho rosas amarillas (que son mis
preferidas, no las de ella) o una composición con fotos desde su más
tierna infancia a la actualidad, pero mi marido me dijo si estaba
loca, que no le iba a hacer mucha gracia ni una cosa ni la otra, y
tenía razón, así que le pregunté.
-Nena,
¿qué te apetece para tu cumple?
La
respuesta fue clara, rápida y rotunda:
-Un
pez albino.
Y
salió de casa rumbo a la excursión de fin de curso de la que
regresaría el mismo día de su cumpleaños. Un pez albino… o tal
vez fuera un pez al vino. Claro que si fuera esto último me hubiera
especificado el pez, besugo, merluza… qué se yo. Podía llamarla y
pedirle que me aclarara la cuestión pero conociéndola estaba segura
de que no me cogería el teléfono y si lo hacía no sería más que
para decirme que estaba disfrutando de sus días de asueto, que la
dejara en paz.
Le
pregunté a su padre, cuya opinión no me aclaró gran cosa.
-¿Cómo
va a ser un pez al vino? En todo caso te pediría pescado al vino.
Además, nunca fue Marta de pedir de regalo una comida. Claro que un
pez albino, yo creo que ni siquiera existe.
Segunda
consulta, a mi hijo, a la postre hermano mayor de Marta,
evidentemente.
-
¿Cómo va a ser un pez albino? Está cierto que le gustan los fondos
marinos, pero los peces albinos yo creo que ni existen. Claro que si
fuera una comida, te hubiera dicho un pescado al vino.
No
me quedaba más remedio que hacer lo que me viniera en gana, y como
después de consultar en internet, bendita fuente de información,
comprobé que los peces al vino sí que existían, así hice, lo que
me dio la gana.
El
cumpleaños fue ayer. De comida un merluza al horno regada con un
buen vino blanco, rodeada de unos pequeños peces blancos, sin
pigmentación, que compré en una tienda de animales después de
preguntar si eran comestibles, no fuera a ser que nos envenenáramos.
No les voy a contar la cara que puso la dependienta, debió de pensar
que estaba chiflada. Pero además, dentro de una bolsita con agua,
vivos, había dos peces iguales a aquellos que nos servirían de
manjar.
La cara de felicidad de mi hija cuando los vio, me dio la respuesta
a las cavilaciones de aquella semana. Había acertado. Por cierto,
los peces que rodeaban la merluza los tiré antes de servirla, por si
acaso.
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