Mejor no saber nada cuando lleguen las preguntas - Cristina Muñiz Martín





Ir a buscar setas era una de las actividades preferidas de Aurelio. Durante el otoño, salía todos los días con su cesta de mimbre por los prados y bosques de los alrededores en busca del preciado manjar. Las conocía bien y sabía dónde encontrarlas. Las recogía con mimo, cortándoles el tallo con una navaja especial, retirándoles la tierra con una brocha. Su cesta no tardaba en llenarse, sobre todo de níscalos, muy frecuentes en la zona. En las tiendas del pueblo se las quitaban de las manos, ya que eran muy bien recibidas por los turistas de domingo. En un pequeño cuaderno de tapas rojas anotaba con esmero las especies, la cantidades y el dinero obtenido. Quién le hubiera dicho años atrás que una afición como esa lo iba a sacar de más de un apuro económico. Él, que estaba llamado a ser un hombre importante, como le recalcaba su padre una y otra vez durante su infancia y juventud. Pero el joven ingeniero Aurelio, llamado a dirigir la empresa familiar, sufrió un percance inesperado. Una mañana, mientras su cara recibía la caricia del agua de la alcachofa como si se tratara de una lluvia mágica, el champú, juguetón, escapó de su envase, deslizándose por el suelo como una serpentina hasta acariciar el pie derecho de Aurelio que, sorprendido, resbaló haciendo pegar a su dueño con la nariz en el grifo primero y contra la pared después. Muerto de dolor, desorientado, con la visión nublada por el gel de baño, salió de la ducha, patinó y fue a dar con la cabeza contra el lavabo. El sanitario se rompió y un trozo de cerámica le penetró en el cráneo. Una operación de nariz logró recomponer el estropicio, pero la cabeza de Aurelio ya no volvió a ser la misma y las palabras se negaron a salir de su boca. Muerto el padre y sin más familiares que los necesarios para arrebatarle su fortuna, Aurelio se vio solo, sin más bienes que una pequeña casa que le dejaron como quien dona una limosna. Contaba también con una pensión de invalidez que complementaba con la recogida de setas, nueces, avellanas, castañas, espárragos trigueros y pequeños trabajos de artesanía. Le encantaba pintar tazas con paisajes de una naturaleza extraña de hierba roja y árboles azules, de montañas nevadas a los pies y limpias en la cima, de ríos secos y cascadas surgiendo de las nubes. Tazas que entusiasmaban a los turistas de domingo, así como sus tallas de madera en las que los pájaros no tenían alas y los osos tenían picos, los caballos andaban a tres patas y las gallinas a cinco.

Pasaron unos años en los que Aurelio disfrutó de su vida tranquila en la que había sido la casa de sus abuelos, hasta el día que llegaron los atracadores de setas.

Unos decían que venían de Rumania. Otros de Bulgaria. A Aurelio no le importaba su procedencia, pero sí que se llevaran sus setas y sobre todo que las trataran tan mal, arrancándolas de cuajo. El primer año, desconcertado, no supo qué hacer. Se limitó a mirar cómo esos hombres extraños le arrebataban sus setas y las introducían en furgonetas para venderlas lejos de allí. Ese otoño apenas hubo apuntes en el cuaderno de tapas rojas. El invierno fue el más largo y triste de la vida de Aurelio, hasta que decidió entretener la espera elaborando un plan.

El otoño siguiente aparecieron de nuevo las furgonetas como una procesión de hormigas. De los vehículos fueron saliendo bandadas de hombres dispuestos a esquilmar el bosque. Se internaron en él pero, de repente, se encontraron con el vacío. El suelo había desaparecido bajo sus pies. La mayoría quedaron atrapados en un trinchera, ancha y profunda, cuyo suelo era un lecho de erizos de castañas. Los que se habían librado retrocedieron asustados. Una red surgida de la nada les cortó el paso y perdido el equilibrio acabaron cayendo sobre sus compañeros de aventura. Tan solo unos pocos lograron escapar a toda velocidad en sus furgonetas, dejando a sus compinches llenando el aire de quejidos y lamentos. En el pueblo se cerraron puertas y ventanas; mejor no saber nada cuando llegaran las preguntas. Aurelio, con una sonrisa en los labios, se sentó ante su mesa de trabajo y comenzó a pintar con primor una serie de tazas. Los turistas de domingo no tardarían en aparecer.
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