Ir a
buscar setas era una de las actividades preferidas de Aurelio.
Durante el otoño, salía todos los días con su cesta de mimbre por
los prados y bosques de los alrededores en busca del preciado manjar.
Las conocía bien y sabía dónde encontrarlas. Las recogía con
mimo, cortándoles el tallo con una navaja especial, retirándoles la
tierra con una brocha. Su cesta no tardaba en llenarse, sobre todo de
níscalos, muy frecuentes en la zona. En las tiendas del pueblo se
las quitaban de las manos, ya que eran muy bien recibidas por los
turistas de domingo. En un pequeño cuaderno de tapas rojas anotaba
con esmero las especies, la cantidades y el dinero obtenido. Quién
le hubiera dicho años atrás que una afición como esa lo iba a
sacar de más de un apuro económico. Él, que estaba llamado a ser
un hombre importante, como le recalcaba su padre una y otra vez
durante su infancia y juventud. Pero el joven ingeniero Aurelio,
llamado a dirigir la empresa familiar, sufrió un percance
inesperado. Una mañana, mientras su cara recibía la caricia del
agua de la alcachofa como si se tratara de una lluvia mágica, el
champú, juguetón, escapó de su envase, deslizándose por el suelo
como una serpentina hasta acariciar el pie derecho de Aurelio que,
sorprendido, resbaló haciendo pegar a su dueño con la nariz en el
grifo primero y contra la pared después. Muerto de dolor,
desorientado, con la visión nublada por el gel de baño, salió de
la ducha, patinó y fue a dar con la cabeza contra el lavabo. El
sanitario se rompió y un trozo de cerámica le penetró en el
cráneo. Una operación de nariz logró recomponer el estropicio,
pero la cabeza de Aurelio ya no volvió a ser la misma y las palabras
se negaron a salir de su boca. Muerto el padre y sin más familiares
que los necesarios para arrebatarle su fortuna, Aurelio se vio solo,
sin más bienes que una pequeña casa que le dejaron como quien dona
una limosna. Contaba también con una pensión de invalidez que
complementaba con la recogida de setas, nueces, avellanas, castañas,
espárragos trigueros y pequeños trabajos de artesanía. Le
encantaba pintar tazas con paisajes de una naturaleza extraña de
hierba roja y árboles azules, de montañas nevadas a los pies y
limpias en la cima, de ríos secos y cascadas surgiendo de las nubes.
Tazas que entusiasmaban a los turistas de domingo, así como sus
tallas de madera en las que los pájaros no tenían alas y los osos
tenían picos, los caballos andaban a tres patas y las gallinas a
cinco.
Pasaron
unos años en los que Aurelio disfrutó de su vida tranquila en la
que había sido la casa de sus abuelos, hasta el día que llegaron
los atracadores de setas.
Unos
decían que venían de Rumania. Otros de Bulgaria. A Aurelio no le
importaba su procedencia, pero sí que se llevaran sus setas y sobre
todo que las trataran tan mal, arrancándolas de cuajo. El primer
año, desconcertado, no supo qué hacer. Se limitó a mirar cómo
esos hombres extraños le arrebataban sus setas y las introducían en
furgonetas para venderlas lejos de allí. Ese otoño apenas hubo
apuntes en el cuaderno de tapas rojas. El invierno fue el más largo
y triste de la vida de Aurelio, hasta que decidió entretener la
espera elaborando un plan.
El
otoño siguiente aparecieron de nuevo las furgonetas como una
procesión de hormigas. De los vehículos fueron saliendo bandadas de
hombres dispuestos a esquilmar el bosque. Se internaron en él pero,
de repente, se encontraron con el vacío. El suelo había
desaparecido bajo sus pies. La mayoría quedaron atrapados en un
trinchera, ancha y profunda, cuyo suelo era un lecho de erizos de
castañas. Los que se habían librado retrocedieron asustados. Una
red surgida de la nada les cortó el paso y perdido el equilibrio
acabaron cayendo sobre sus compañeros de aventura. Tan solo unos
pocos lograron escapar a toda velocidad en sus furgonetas, dejando a
sus compinches llenando el aire de quejidos y lamentos. En el pueblo
se cerraron puertas y ventanas; mejor no saber nada cuando llegaran
las preguntas. Aurelio, con una sonrisa en los labios, se sentó ante
su mesa de trabajo y comenzó a pintar con primor una serie de tazas.
Los turistas de domingo no tardarían en aparecer.
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