De pequeña
sufrí acoso escolar en el colegio por parte de una niña
estúpida que se creía muy guay. Yo era tímida y apocada, pero
soportaba estoicamente sus insultos, pues a pesar de mi carácter, en
el fondo sabía que yo valía mucho más que ella. El tiempo me dio
la razón. Afortunadamente salió pronto de mi vida y volvió a
aparecer cuando yo era jefa de departamento de un Ministerio y ella
entró como simple funcionaria. No sé si me reconoció, si lo hizo,
supo disimular muy bien. Seguía siendo igual de estúpida y tal vez
fuera esa misma estupidez lo que hizo que decidiera vengarme de una
manera sutil. El día que llegó presumiendo de la maravillosa pluma
estilográfica que le habían regalado por su cumpleaños
decidí que pasaría a mejor vida, me refiero a la pluma, claro.
Compré un martillo
en la ferretería de la esquina, se la saqué del cajón de su mesa
(que a quién se le ocurre dejar semejante maravilla en el trabajo) y
se la machaqué. Quedó hecha trizas. Al día siguiente ella echó
pestes y mientras lo hacía me miraba de reojo. Yo le dije un falso
“lo siento” y la miré con cara de pena. Uf, que bien quedé.
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