Esta
tarde, como tantas tardes de este último año, acompaño a tía
Eufrasia en el pequeño jardín del geriátrico. La temperatura es
agradable y aunque el sol brilla por su ausencia, este rato de relax
inunda mi espíritu de paz y sosiego.
Esta
tarde, como tantas tardes de este último año, Eufrasia se
entretiene mirando las fotos de una revista del corazón, en la que
personajes y personajillos muestran un buen vivir que en ocasiones es
falso.
Tía
Eufrasia no es realmente mi tía, sino vecina de puerta de toda la
vida, al llegar a los noventa años, se encontró sola e impedida por
una afección coronaria. Tras dudar y sopesar pros y contras,
decidimos que la mejor solución era dejar a los servicios sociales
hacerse cargo de ella. Y digo decidimos, porque también me pareció
una dura solución, abandonar vecinos, tenderos, calles y paisajes,
así como las paredes que toda su vida la habían rodeado. Fue una
decisión necesaria, pero dura de tomar.
Yo
no podía atenderla como se merecía, debido a mi horario de trabajo,
y el resto de vecinas, casi tan mayores como ella, no estaban para
realizar dicha tarea.
Eufrasia
está sola en el mundo, su marido, hijos y hermanos se han ido al
otro barrio antes que ella y sólo me tiene a mí, que ando igual de
solitaria, a pesar de tener hermanos y primos, pero al estar en sus
cosas viven muy alejados de mi.
Esta
tarde, como tantas tardes de este último año, mi compañía no
sirve de mucho, pues debido a la edad, Eufrasia está bastante dura
de oído, apenas puede ver con las gafas de cerca y al no encajarle
bien la dentadura postiza, se le mueve al hablar, opta por el
silencio mientras mira los santos de las revistas, como dice ella.
Como
entretenimiento estoy mirando al cielo, un cielo lleno de nubes con
aspecto de algodón, me recuerdan al paquete que mi madre usaba para
curarme las heridas, cuando de pequeña jugaba al balón. Algunas
están apelotonadas, de forma que no permiten apreciar el tono azul
del firmamento, otras dejan huecos, donde el contraste de colores
hacen aún más blanca la tonalidad de la nube, como si estuvieran
recién lavadas.
Observando
su paso por encima de nuestras cabezas, comienzo a pensar en todo lo
que han visto y viajado, han volado por encima de la ciudad de al
lado, de la provincia de al lado, del país de al lado, y siguen
viajando sin ápice de duda a la ciudad del otro lado, a la provincia
del otro lado, a otro país cercano hasta llegar al mar, donde
observarán a los marineros que surcan sus aguas en pequeños o
inmensos barcos.
Si
las nubes hablasen, que de cosas nos dirían, ellas son testigos
mudos de nuestras vidas, de nuestros desmanes hacia la madre tierra.
Si
las nubes hablasen, contarían lo estúpida e ignorante que es la
raza humana, no sólo nos hacemos daño unos a otros, sino al medio
natural que nos da cobijo y comida. Nuestras acciones causan más
daño que un volcán en erupción o un tifón asolando la tierra.
Las guerras, la contaminación, la destrucción de bosques no tienen
remedio alguno.
Si
las nubes hablasen, nos contarían como ser mejores, como aprovechar
los recursos naturales a nuestra disposición sin destruirlos, como
vivir en paz unos con otros, a semejanza de ellas que conviven en el
cielo en sus diferentes formas y tonalidades, que se mecen con el
viento y el sol, y cuando están contentas descargan su lluvia
permitiendo que la vida fluya.
Si
las nubes hablasen, me dirían que disfrute de esta tarde tranquila,
acompañando a tía Eufrasia, como tantas tardes de este último año.
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