Nadie lo recuerda en su familia. Ni siquiera hay fotos de entonces, cosa rara puesto que su tío Manolo era por entonces un gran aficionado a inmortalizar con su Leica todo lo que se le pusiera por delante.
Tampoco
pueden fiarse de la memoria de la abuela María, que abandonó hace
tiempo ese cuerpo enjuto y gastado que le sonríe desde la mecedora
de su habitación en la Residencia de Mayores.
Pero
para Lolo, la vida empezó a cobrar sentido en el verano que cumplía
los doce años. Eso lo recuerda perfectamente.
En
especial la recuerda a Ella, a Eva, su vecina. Amiga de su madre
desde la infancia, que dejó el pueblo para estudiar en la
universidad y ganarse la vida. Y después ya no volvió hasta que una
larga mala racha –mala vida, mal marido, mala economía, muchos
malos ratos–, la obligó a volver.
Quizá
es que no lo quieren recordar. A veces hasta la mención de alguna
Eva indeterminada pone en tensión a la casa entera.
La
tensión que Eva, le produce, o le producía a él en su cuerpo de
preadolescente de doce años, era algo que nunca había
experimentado.
Ella
era una mujer especial. De gesto tranquilo y amable, que le sonreía
cuando pasaba en bici cerca de su casa. Generosa con todos, en
especial con él y su familia, a los que regalaba tomates y lechugas
de una huerta que luego fue un pequeño invernadero con el que se fue
ganando la vida cuando los sueños de ser pintora fracasaron.
Apenas
pisaba la iglesia, por eso las beatas le habían hecho la cruz. No
era amiga de chismes ni supersticiones. Y solían verla en su
furgoneta, de mercadillo en mercadillo, o paseando, casi siempre
sola, por la ribera del río, al fresco de los álamos, con una gran
libreta y muchos lápices de colores.
Alguien
comentó en la tasca, con bastante mala uva, que quizá es que tenía
un amante entre los ojos del puente.
Pero
ella estaba de vuelta de todo eso. Y apenas participaba en la poca
vida social de aquel pueblo perdido que la recogió cuando las cosas
le fueron mal.
Aprovechando
la amistad que su madre tenía con Eva, Lolo entró en su casa y
descubrió todo un mundo. Se había traído muchos de sus cuadros con
Ella. Estaban desperdigados por toda la casa, coloreándola de mil
maneras. Apenas alguno colgaba de mohosos clavos en las paredes
terrosas.
Las
siestas eran su momento. En casa de Eva aprendió a pintar y a
disfrutar de la pintura. Sobre todo disfrutaba escuchando su voz,
cómo Ella le contaba mil y un anécdotas de aquellos locos que
empuñaban pinceles y creaban increíbles obras de arte.
La
escuchaba hipnotizado mientras Ella ponía sus discos de jazz que
daban un ambiente curioso a aquella casa, casi mágico. Y las horas
se le pasaban como si nada. Cuando entraba su madre a por él, sentía
que algo de esa magia se quebraba.
En
la soledad de su habitación fantaseaba con Ella, imaginaba cómo
sería abrazarla y besarla y todas esas cosas que escuchaba en la
habitación de sus padres por las noches.
Una
tarde, su madre no fue a por él. A casa de Eva entró su padre con
alguna excusa peregrina. Ella se levantó de su silla, envarada e
incómoda. Su padre la agarró fuerte por la cintura y le tapó la
boca. De un empujón la entró a la habitación. Se oyeron ruidos
confusos y algún grito ahogado.
Cuando
su padre salió con gesto desencajado se lo llevó a rastras de
aquella casa. Y ya no volvió a entrar.
A
la mañana siguiente Ella ya no estaba. Ni tampoco su furgoneta, ni
sus discos, ni algunos de sus coloridos cuadros.
Para
él, la desaparición de Ella, Eva, fue su gran noticia impactante
del verano, su primer gran amor frustrado, su drama particular, un
recuerdo imborrable que marcó aquel verano y los inicios de muchos
más, esperando volver a verla.
Pero
en las efemérides y demás crónicas oficiales, aparte de una breve
reseña sobre la mansedumbre de los toros de las ferias del pueblo y
de la subida del precio de las patatas, solo se cuenta que fue
un verano especialmente lluvioso.
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