El Alcalde salió
borracho de la reunión, dando bandazos de un lado a otro de la
calle. Chocó contra una farola y se hizo un corte profundo en la
cabeza. Menos mal que el Cirilo y el Paco, a la postre primos
hermanos del regidor, tuvieron piedad de él y lo recogieron y
llevaron al hospital, en medio de los abucheos de la mitad del
pueblo. Y es que Argimiro, el señor alcalde, tenía una encima que
no desearía yo ni a mi peor enemigo.
Todo empezó
cuando con el cuento de la independencia de Cataluña, la mercería
de Angustias Montenegro, famosa en el barrio Gótico de Barcelona y
parte del extrarradio por vender medias y toda clase de complementos
y afeites a las putas callejeras, decidió cambiar su domicilio
social para el pueblo. Angustias había emigrado a Barcelona muchos
años atrás, había montado el negocio y le había ido muy bien.
Hizo amistad con Brenda Cornejos, llamada en realidad Belarmina
López, madama de un burdel de mala muerte, y de esa manera comenzó
a suministrar material a las mensajeras del amor, por llamarlas
finamente. Y después de tantos años, había conseguido un buen
colchón. Por eso, en cuando comenzó a ver que las empresas
importantes iban poniendo pies el Polvorosa, ella no dudó un
instante en seguir su camino, y pensó que no había lugar mejor en
el que radicarse que su pueblo de antaño. Y ahí comenzaron los
problemas.
Ocurrió
que cuando Angustias, ante la situación espeluznante, en sus
propias palabras, que se estaba produciendo en su comunidad,
decidió trasladar la sede de su empresa, llamó por teléfono a
Argimiro para comunicárselo. El Alcalde, que hacía miles de años
que no sabía nada de ella, ni ganas, se puso lívido cuando
escuchó su voz, y ante la firmeza de la misma y la decisión
inapelable que aquella le estaba haciendo llegar, no supo
hacer otra cosa que ofrecerle el único local disponible del
pueblo, que era de su propiedad, así como su ayuda en todo lo
posible con el papeleo correspondiente. Arrepentido se quedó de
semejante ofrecimiento en cuanto colgó el teléfono. Cuando se lo
dijera a su mujer se iba a armar la de San Quintín. Y es que en
sus años mozos, cuando ya cortejaba a la que hoy era su esposa,
Angustias se había encaprichado con él y se había metido en el
medio del noviazgo. Como era mujer de armas tomar, Argimiro acabó
rindiéndose ante sus encantos y más de una vez retozaron en el
pajar del Conrado, que se encontraba en un lugar apartado y
discreto, hasta que una mala tarde apareció por allí Recareda,
por aquel entonces novia del regidor, y los encontró en la faena.
No hubo muertos porque la divina providencia, o la suerte, o lo que
sea que rige nuestros destinos, no lo quiso. Argimiro se las vio y
se las deseó para que su amada le perdonara el desliz. Recareda
era hija del hombre más influyente del pueblo, tenía capital y
dinero a espuertas y no podía dejar pasar la oportunidad, así que
le juró por activa y por pasiva que Angustias le había amenazado
de muerte si no se acostaba con ella, hasta que la otra tonta se lo
creyó. Lo que nunca supo Argimiro era que la aparición de su
novia no había sido casual, puesto que había acudido con Calixto,
el mejor amigo de aquél, para darle también una alegría al
cuerpo.
La
guerra se declaró entonces entre las dos mujeres, aunque a
Angustias le importaba tres pitos. Perrada que le hacía la otra,
era respondida con una perrada mayor, y si se marchó a Barcelona,
fue por oportunidad de trabajo y no porque tuviera miedo a aquella
mentecata. Por eso ahora regresaba, porque aunque sabía que
Recareda todavía la odiaba a muerte, a ella seguía trayéndole
sin cuidado semejante inquina.
Mas
quién tenía verdadero pavor a su mujer era Argimiro, tanto que
decidió retrasar todo lo posible el momento de darle la noticia no
solo del regreso de Angustias, sino de que encima venía a instalar
su negocio en el local comercial que había heredado de su abuelo
materno. Pero la vida en un pueblo todos sabemos cómo es, los
rumores comenzaron a circular y Recareda acabó enterándose de lo
que su esposo tanto trataba de ocultar. Sabiendo que él no se lo
contaba por temor, actuó como una zorra astuta y no dijo ni “mu”
pero comenzó a planificar en silencio su venganza. Si aquella
fresca se pensaba que iba a regresar al pueblo y todo iba a ser un
camino de rosas no podía estar más equivocada.
Se
ocupó de averiguar las razones por las cuales aquella idiota se
volvía a presentar en su vida, y cuando se enteró de las
mismas una luz se encendió en su cerebro de mujer ávida de
venganza. Y así un día, durante la hora del almuerzo, habló
seriamente con su marido.
-Oye,
Argimiro, he estado pensando, que dada la caótica situación en la
que vivimos, la despreocupación por parte de unos y de otros por
las cuestiones del pueblo, ya sabes a lo que me refiero, estar en
la frontera entre las provincias de Burgos y Álava no nos
beneficia nada. Para unas cosas somos de aquí, para otras somos de
allá, y al final nadie se ocupa de nada. Yo creo que lo mejor que
podemos hacer es proclamar nuestra independencia, como los
catalanes eses.
Al
alcalde se le atragantó el bocado de albóndigas que tenía en la
boca. Paró de masticar y miró a su mujer con cara de alucinado.
-¿Y
desde cuando te ocupas tú de los asuntos municipales? – le
preguntó.
-¡Ay,
marido! ¡Cómo se puede ser tan estúpido! ¿No conoces el dicho
ese que dice que detrás de un gran hombre hay una gran mujer? Y tú
gran hombre no eres, pero la mujer que te ha tocado en suerte es lo
más de lo más. Yo superviso en la sombra todo lo que tú haces y
ya estoy un poco hasta las narices de tus errores. Así que vete
preparando la declaración litoral de independencia esa y se
terminaron los problemas.
-Unilateral
será.
-Cómo
se llame, tú prepárala y punto.
Argimiro
pensó, una vez más, que su mujer estaba loca, peligrosamente
loca, por eso en el siguiente pleno, planteó la cuestión de la
independencia muy por encima, y evidentemente, los concejales
rompieron a reír a carcajadas, pensando que era una broma. No
volvió a tocar el asunto.
Por
ello fue Recareda la que tomó las riendas del tema y se dedicó a
alterar al personal. Preparó mítines, hizo pasquines, expuso sus
argumentos y los pueblerinos, ante la contundencia de sus palabras,
acabaron convencidos de que la independencia era, efectivamente, lo
mejor que podía ocurrirles. Acabaron creyéndole hasta los
concejales y entonces ya fue la revolución. La tarde en que el
teniente de alcalde proclamó la declaración de independencia
unilateral fue el que Argimiro agarró tremenda borrachera en la
estúpida fiesta que su mujer organizó a continuación.
El
día en que le iban a dar el alta en el hospital, recuperado de su
mamporrazo contra la farola, recibió la visita de Angustias, que
había seguido el desarrollo de los acontecimientos mientras
preparaba su mudanza al pueblo, y le hablo con sinceridad.
-Tu
mujer esta loca. Yo sé que este tinglado no va a llegar a ningún
lado y no le tengo miedo, pero tampoco es mi intención traer
la guerra al pueblo. Está claro que todo esto que hizo ha
sido por mi culpa. He decidido trasladar mi empresa a Sevilla, me
han contado que allí las putas son muy coquetas y que mi negocio
seguirá siendo próspero. Vente conmigo, anda. En el fondo nunca
he podido olvidar nuestras aventuras en el pajar.
Así
fue que Argimiro emprendió una nueva vida de la mano del pasado,
olvidándose del pueblo, de su mujer y de su cargo, ayudando a
Angustias en sus labores de mercadeo y pasando tres pitos del
juicio por sedición al que fue sometida su esposa.
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