Niños alegres disfrazados de Halloween - Cristina Muñiz Martín




A través de la ventana veo a niños alegres disfrazados de Halloween. No tienen miedo ni a los monstruos ni a los vampiros ni a los muertos. Para ellos ese mundo lúgubre y tenebroso es un mundo festivo y sonriente. No les asusta la sangre ni los ojos saliendo de las órbitas y mucho menos los cementerios aunque quizá nunca hayan visto ninguno, porque los adultos apartamos a los niños de la muerte, como si no fuera con ellos, como si estuvieran ajenos a su presencia. Cuán diferente eran las cosas en mi infancia. Aún recuerdo las visitas al camposanto con mi madre y mi abuela. Cogían la escalera y subían hasta el lugar más alto, donde estaba situado el nicho del abuelo, para limpiar la lápida y dejar flores frescas. Después, no rezaban. No eran creyentes. Tan solo musitaban algo entre dientes que yo no alcanzaba a comprender, puede que una conversación con el abuelo que solo ellas entendían. Yo sí rezaba. En aquellos tiempos creía firmemente lo que las monjas me enseñaban a creer. Recuerdo que el cementerio me impresionaba. Era grande y había que subir bastantes escaleras hasta llegar a la tumba familiar. Luego, caminábamos entre los nichos mirando las lápidas que detallaban los nombres y la edad de los muertos. El silencio solo era roto por algún rezo o conversación en tono bajo. Los niños también hablábamos con voz débil, como si temiéramos despertar a los muertos. Yo no soltaba la mano de mi madre y caminaba muy pegada a ella, temiendo quedar sola en aquel lugar del que nadie regresaba. Cuando aprendí a leer vi que dentro de una misma sepultura había muchas personas de la misma familia. Abuelos, padres, hijos, juntos por toda la eternidad. Sufrí una fuerte impresión al pensar que mamá, la abuela y yo acabaríamos allí dentro. Un día, una mujer lloraba con desconsuelo muy cerca de nosotras. Llora por su hija, dijo mi abuela, murió la semana pasada. Me sobrecogió saber que podía morirme antes que mi madre, incluso antes que mi abuela. Solo tenía dieciséis años, continuó mi abuela. Sentí un escalofrío. ¿De qué murió?, me atreví a preguntar. De tifus, respondió la abuela. Me acordé de inmediato de África, una compañera de clase que estuvo mucho tiempo sin ir al colegio porque había enfermado de tifus. Las monjas nos explicaron que estaba muy mala y que debíamos rezar por ella. Todas lo habíamos hecho y ella volvió. A lo mejor esa chica había muerto porque su madre no había rezado bastante. ¿Su madre tampoco reza como vosotras?, pregunté. Mi abuela y mi madre me miraron extrañadas sin entender mi pregunta. No me hicieron caso y siguieron adecentando la lápida del abuelo. Al regresar vimos otra tumba con el nombre de una niña de quince años. Es la gitanilla, dijo mi madre. Pregunté quién era. Me contaron que se trataba de una niña a la que había matado el hombre con el que estaba comprometida porque se negó a casarse con él. Esa noche apenas conseguí dormir. Me veía a mi misma con unos años más ante un hombre que quería ser mi marido. ¿Había que decir siempre que sí para que no te mataran? ¿Y si el hombre no te gustaba? ¿Y si no te querías casar ? ¿Papá hubiera matado a mamá si ella no lo hubiera querido? Al día siguiente le hice esas preguntas a mi madre. Me miró sonriendo y dijo: anda, deja de preguntar tonterías y vete a jugar. Te casaras con quién tú quieras. ¿Y si me mata uno por no quererlo? Mi madre entonces entendió, habló conmigo y me aclaró las ideas. ¿Qué años tendría yo entonces? ¿Siete, ocho, quizás nueve? Acabo de cumplir setenta años y aún guardo en mi recuerdo la sensación de desasosiego e incomprensión ante la idea de la muerte ¿Todos vamos a morir?, pregunté durante un tiempo en casa. Sí, pero no te preocupes, todavía eres muy joven, te queda mucho tiempo, me decían. Esas palabras no lograban calmar mi ansiedad porque había visto la tumba de la chica de dieciséis años, la de la gitanilla de catorce y las de los muy pequeños que eran enterrados en la tierra, bajo lápidas diminutas cubiertas de flores. Al cumplir mis catorce años tuve miedo pero sobreviví. Al cumplir los dieciséis volví a tener miedo, pero sobreviví también. Después, el miedo a la muerte fue desterrado por la intensa actividad de la juventud y la edad adulta. Hoy he vuelto a revivir las sensaciones olvidadas. El desasosiego y la incertidumbre se han alojado en mí como unos parásitos feroces al recibir el diagnóstico. Enfermedad grave e irreversible. Al principio quedé paralizada, como si no fuera conmigo, como si me estuvieran contando una historia ajena. Después lloré. Lloré mucho. Cuando me tranquilicé escribí la carta, acordándome de la chica de dieciséis años y de la gitanilla. Yo he tenido más suerte que ellas, mi vida ha sido más larga. Pero no quiero acabar en el lugar donde ellas llevan tantos años, porque odio los cementerios y ese silencio de siglos anegado de lágrimas de ausencia. Además, tampoco quiero que mis hijos tengan que adecentar mi sepultura y mucho menos que mis nietos se vean obligados a caminar entre las tumbas. Prefiero que la muerte para ellos siga siendo un feliz día de Hallowen. Por eso mi decisión es ser incinerada. Después, mis cenizas servirán de abono al árbol que planté con mis propias manos. Quizá ni mis hijos ni mis nietos querrán ya comer las sabrosas manzanas, pero eso no me preocupa. Lo único que me preocupa es descansar sobre la tierra, libre, a merced del viento, y no entre cuatro paredes húmedas y oscuras. Esa es mi última voluntad. Espero que la cumplan.





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