A
través de la ventana veo a niños alegres disfrazados de Halloween.
No tienen miedo ni a los monstruos ni a los vampiros ni a los
muertos. Para ellos ese mundo lúgubre y tenebroso es un mundo
festivo y sonriente. No les asusta la sangre ni los ojos saliendo de
las órbitas y mucho menos los cementerios aunque quizá nunca hayan
visto ninguno, porque los adultos apartamos a los niños de la
muerte, como si no fuera con ellos, como si estuvieran ajenos a su
presencia. Cuán diferente eran las cosas en mi infancia. Aún
recuerdo las visitas al camposanto con mi madre y mi abuela. Cogían
la escalera y subían hasta el lugar más alto, donde estaba situado
el nicho del abuelo, para limpiar la lápida y dejar flores frescas.
Después, no rezaban. No eran creyentes. Tan solo musitaban algo
entre dientes que yo no alcanzaba a comprender, puede que una
conversación con el abuelo que solo ellas entendían. Yo sí rezaba.
En aquellos tiempos creía firmemente lo que las monjas me enseñaban
a creer. Recuerdo que el cementerio me impresionaba. Era grande y
había que subir bastantes escaleras hasta llegar a la tumba
familiar. Luego, caminábamos entre los nichos mirando las lápidas
que detallaban los nombres y la edad de los muertos. El silencio solo
era roto por algún rezo o conversación en tono bajo. Los niños
también hablábamos con voz débil, como si temiéramos despertar a
los muertos. Yo no soltaba la mano de mi madre y caminaba muy pegada
a ella, temiendo quedar sola en aquel lugar del que nadie regresaba.
Cuando aprendí a leer vi que dentro de una misma sepultura había
muchas personas de la misma familia. Abuelos, padres, hijos, juntos
por toda la eternidad. Sufrí una fuerte impresión al pensar que
mamá, la abuela y yo acabaríamos allí dentro. Un día, una mujer
lloraba con desconsuelo muy cerca de nosotras. Llora por su hija,
dijo mi abuela, murió la semana pasada. Me sobrecogió saber que
podía morirme antes que mi madre, incluso antes que mi abuela. Solo
tenía dieciséis años, continuó mi abuela. Sentí un escalofrío.
¿De qué murió?, me atreví a preguntar. De tifus, respondió la
abuela. Me acordé de inmediato de África, una compañera de clase
que estuvo mucho tiempo sin ir al colegio porque había enfermado de
tifus. Las monjas nos explicaron que estaba muy mala y que debíamos
rezar por ella. Todas lo habíamos hecho y ella volvió. A lo mejor
esa chica había muerto porque su madre no había rezado bastante.
¿Su madre tampoco reza como vosotras?, pregunté. Mi abuela y mi
madre me miraron extrañadas sin entender mi pregunta. No me hicieron
caso y siguieron adecentando la lápida del abuelo. Al regresar
vimos otra tumba con el nombre de una niña de quince años. Es la
gitanilla, dijo mi madre. Pregunté quién era. Me contaron que se
trataba de una niña a la que había matado el hombre con el que
estaba comprometida porque se negó a casarse con él. Esa noche
apenas conseguí dormir. Me veía a mi misma con unos años más ante
un hombre que quería ser mi marido. ¿Había que decir siempre que
sí para que no te mataran? ¿Y si el hombre no te gustaba? ¿Y si no
te querías casar ? ¿Papá hubiera matado a mamá si ella no lo
hubiera querido? Al día siguiente le hice esas preguntas a mi madre.
Me miró sonriendo y dijo: anda, deja de preguntar tonterías y vete
a jugar. Te casaras con quién tú quieras. ¿Y si me mata uno por no
quererlo? Mi madre entonces entendió, habló conmigo y me aclaró
las ideas. ¿Qué años tendría yo entonces? ¿Siete, ocho, quizás
nueve? Acabo de cumplir setenta años y aún guardo en mi recuerdo
la sensación de desasosiego e incomprensión ante la idea de la
muerte ¿Todos vamos a morir?, pregunté durante un tiempo en casa.
Sí, pero no te preocupes, todavía eres muy joven, te queda mucho
tiempo, me decían. Esas palabras no lograban calmar mi ansiedad
porque había visto la tumba de la chica de dieciséis años, la de
la gitanilla de catorce y las de los muy pequeños que eran
enterrados en la tierra, bajo lápidas diminutas cubiertas de flores.
Al cumplir mis catorce años tuve miedo pero sobreviví. Al cumplir
los dieciséis volví a tener miedo, pero sobreviví también.
Después, el miedo a la muerte fue desterrado por la intensa
actividad de la juventud y la edad adulta. Hoy he vuelto a revivir
las sensaciones olvidadas. El desasosiego y la incertidumbre se han
alojado en mí como unos parásitos feroces al recibir el
diagnóstico. Enfermedad grave e irreversible. Al principio quedé
paralizada, como si no fuera conmigo, como si me estuvieran contando
una historia ajena. Después lloré. Lloré mucho. Cuando me
tranquilicé escribí la carta, acordándome de la chica de dieciséis
años y de la gitanilla. Yo he tenido más suerte que ellas, mi vida
ha sido más larga. Pero no quiero acabar en el lugar donde ellas
llevan tantos años, porque odio los cementerios y ese silencio de
siglos anegado de lágrimas de ausencia. Además, tampoco quiero que
mis hijos tengan que adecentar mi sepultura y mucho menos que mis
nietos se vean obligados a caminar entre las tumbas. Prefiero que la
muerte para ellos siga siendo un feliz día de Hallowen. Por eso mi
decisión es ser incinerada. Después, mis cenizas servirán de abono
al árbol que planté con mis propias manos. Quizá ni mis hijos ni
mis nietos querrán ya comer las sabrosas manzanas, pero eso no me
preocupa. Lo único que me preocupa es descansar sobre la tierra,
libre, a merced del viento, y no entre cuatro paredes húmedas y
oscuras. Esa es mi última voluntad. Espero que la cumplan.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario