María no
corras, María ten cuidado, María no puedes ir con ellos, debes
descansar.... La voz de la abuela resonaba firme y profunda en
aquella casa junto al acantilado en la que siempre pasábamos los
veranos. Y María, no corría, y tenía cuidado, y no venía con
nosotros y se quedaba en casa descansando. Era la mayor de los
primos, la única que vivía todo el año con la abuela, con sus
padres y con su hermano pequeño, Antonio. Los demás pasábamos allí
el verano y las navidades, al cuidado de la abuela y de nuestros
tíos, mientras que los padres de cada uno aparecían por allí
cuando sus obligaciones laborales se lo permitían y siempre cuando
disfrutaban de unos días de vacaciones.
María debía
tener catorce o quince años aquel verano en que me enamoré de ella
perdidamente, yo debía andar por los diez u once. Era alta y
delgada, con el pelo muy negro y los ojos de un azul casi
transparente, lo mismo que su piel de una palidez extrema. Su voz era
suave y envolvente, a veces cansada y rota. Yo nunca había entendido
por qué apenas nos acompañaba en nuestras correrías por el pueblo,
nuestras excursiones por las rocas o nuestras tardes de playa, en
realidad nunca me había planteado, hasta aquel verano en que, no sé
el porqué, mi prima mayor me comenzó a parecer la mujer más bonita
del mundo y empecé a dejar de ir con los demás para quedarme a su
lado haciéndole compañía.
-No hace falta que
te quedes – me decía – conmigo no harás otra cosa que
aburrirte. Anda, vete con los demás.
Pero yo no me iba,
porque me bastaba con mirarla para no aburrirme, porque para mí
estar a su lado era el mayor placer al que podía aspirar durante
aquellos días largos y ociosos. No me importaba la playa ni los
paseos por el pueblo, lo único que deseaba era acompañarla, leer
juntos un libro, ver la tele o dormitar en las hamacas del porche. A
veces, cuando ella se sentía muy cansada y se dormía
profundamente, me pasaba las horas a su lado mirándola o
acariciándole el cabello con mucha suavidad para que no perturbar su
sueño.
Una mañana al
despertarme, María y sus padres no estaban en la casa. La abuela nos
dijo que habían tenido que llevarla al hospital. Yo tuve miedo,
miedo a perderla, a no volver a verla más y mientras los demás no
daban importancia al asunto y se largaban a sus diversiones, yo
estuve toda la mañana nervioso y cabizbajo, caminando detrás de la
abuela como una alma en pena. En un momento dado ella se dio cuenta
de que algo me ocurría y con aquella sonrisa suya tan dulce me tomó
de la mano y se sentó a mi lado en el sofá del porche.
-Estás
preocupado por María ¿verdad Andrés?
Yo asentí con la
cabeza mientras el resto del cuerpo me temblaba como una hoja.
Presentía que la abuela iba a decirme algo importante y no
precisamente agradable.
-María está
enferma, cariño. Cuando era chiquitina... bueno en realidad nació
con un problema en el corazón. Su corazón está débil y no
funciona correctamente, por eso no puede hacer las mismas cosas que
vosotros hacéis. Y a veces... a veces parece que quiere pararse. Por
eso hoy ha tenido que ir al hospital. Pero estate tranquilo.
Seguramente será solo una crisis pasajera y enseguida la volveremos
a tener con nosotros.
Afortunadamente
fue así. Dos días después María regresó a casa. Estaba más
pálida que de costumbre y caminaba arrastrando los pies, pero
sonreía y eso me pareció buena señal. Durante una semana entera
apenas se levantó de la hamaca que su madre le colocó en el porche
para que por lo menos pudiera disfrutar del buen tiempo y el aire
libre. Y yo allí, con ella, sin apartarme de su lado.
Cuando ya la
crisis pasó y volvió a ser la de siempre, una tarde acompañamos a
la abuela al cementerio, a dónde acudía todas las semanas a
llevarle flores al abuelo. El camposanto era un lugar pequeño y
recogido, con unas cuantas tumbas sencillas, cubiertas de arena o
tierra y adornadas con conchas y con pequeñas flores que tenían el
poder de alegrar un poco aquel lugar de por sí triste.
-Este lugar es
precioso ¿no te parece Andrés? – me preguntó mi prima mientras
miraba las tumbas con un brillo especial en los ojos.
– ¿Precioso?
– respondí yo – No sé, tanto como precioso un cementerio...
– Bueno, es un
lugar como otro cualquiera al que tarde o temprano todos habemos de
ir a parar. Y este es hermoso, con sus pequeñas tumbas adornadas...
Cuando yo me muera quiero que me entierren entre flores, muchas
flores de mucho colores y a ser posible que estén vivas, así podrán
alimentarse de mí y yo vivir un poco en ellas.
María se dio
cuenta de que yo la miraba con cara de bobo y sonrió de oreja a
oreja.
– No me mires así
– me dijo – Yo puedo venir a parar aquí en cualquier momento.
¿No lo sabes? Todos los saben, y todos se piensan que yo lo
desconozco. Pero bien sé que estoy muy enferma, que mi enfermedad no
tiene cura y que en cualquier momento me puedo morir. Puedo tardar
semanas, meses... incluso puedo tener la suerte de estar en este
mundo unos años más, pero en todo caso no serán muchos. Así que
he decidido que si no puedo vivir en este cuerpo, viviré en las
flores. ¿No te parece precioso vivir en una flor, Andrés?
A partir de aquel
momento me sentí muy triste. Mi mente de niño no podía aceptar que
la chica de la que me había enamorado perdidamente se fuera a morir
pronto y mucho menos que ella lo aceptara de forma tan evidente y
natural. Tenía que estar equivocada, seguramente en algún lugar del
mundo habría un médico que podría curarla, solo era cuestión de
buscarlo.
Pero no, no lo
había. Puede que hoy en día María hubiera tenido más
posibilidades de vivir, pero por aquel entonces, hace más de treinta
años, la muerte era lo más certero en su vida, aunque resulte
paradójico.
Cinco años
después una noche se durmió y no volvió a despertar.
Afortunadamente yo no estaba allí, no hubiera podido resistirlo.
Todavía mi corazón estaba preso de aquel amor infantil que un día
había surgido en la casa de la abuela. Lloré lo indecible, hasta
que los ojos me quedaron secos, yermos, vacíos y solo cuando se
calmó mi aflicción me atreví a ir al pequeño cementerio donde
María reposaba haciendo compañía al abuelo. Su tumba estaba
adornada de conchas y pequeñas flores, como todas las demás. Pero
eso no era suficiente. Regresé a casa y le pedí a la abuela que por
favor me diera un rosal de su jardín, con raíces, para poder
plantarlo en otro lado
– ¿Dónde lo
vas a plantar? – me preguntó – ¿Qué quieres hacer?
– Un jardín
para María, abuela, eso quiero hacer, para que mi prima siga
viviendo en estas rosas.
A la abuela se le
llenaron los ojos de lágrimas, pero no dijo nada, me acompañó al
cementerio y me ayudó a plantar el rosal al pie de la tumba de su
nieta.
Han pasado muchos
años y hoy la abuela hace compañía a mi prima, incluso su madre,
que no logró superar su pérdida. Alrededor de sus moradas eternas
crecen las rosas y alguna orquídea. Yo me encargo de cuidarlas.
Estoy seguro de que sí, de que todas ellas viven un poco ahí, en
esas flores que con tanto mimo yo me ocupo de mantener con vida, la
vida que no pude alentar en María.
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