Amigo fiel - Marian Muñoz



En noviembre nos reunimos para celebrar el noventa cumpleaños del abuelo. Comíamos en la casa del pueblo, y todos estábamos compinchados con la abuela para darle una sorpresa. Al ser tantos algunos alquilaron una casa rural para pasar el fin de semana, casualmente no me hacía falta, pues mi amiga Tina y su marido estaban terminando de reparar el tejado de su casa, dándome cobijo y de paso nos poníamos al día de nuestras vidas.
Iba a ser la presentación en sociedad de Toby, mi nuevo acompañante, llevábamos juntos casi un año y nadie le conocía. El trayecto se le hizo largo por no estar acostumbrado a viajar, pero en cuanto aparcamos en el corral de mis amigos y tras estirar las piernas, comenzó a investigar cada rincón de la casa. Estaba en animada charla con Tina cuando llegó su marido, al preguntar por Toby, fue cuando le echamos en falta. Mi amigo había dejado la portilla del corral abierta, y mi pequeña mascota se había fugado para explorar.
Los tres recorrimos todo el pueblo y alrededores sin éxito. Pedí ayuda a los primos que ya habían llegado. Los niños correteaban encantados buscando al perro, era un juego para ellos, aún así mi pequeño amigo no apareció. Cuando mi cara comenzó a llenarse de lágrimas por la tristeza y la inquietud de su desaparición, mi primo Lorenzo me avisa para que suba al cementerio. Ese lugar nunca me ha gustado, siempre me ha dado miedo por los fantasmas y fuegos fatuos, tan sólo su cercanía me intranquilizaba, pero ante la premura de su llamada y deseando que Toby no estuviera escarbando en alguna tumba sacando huesos, me acerqué al lugar.
La verja se encontraba abierta, debido al trasiego de familiares en esos días. Lorenzo me pidió que le siguiera, y tras recorrer la larga fila de nichos construidos recientemente, nos acercamos al cementerio viejo, donde yacían nuestros antepasados. No se detuvo allí, sino que girando por detrás del bloque, apareció otro cementerio, mucho más alegre y vistoso que el anterior. Reinaban los colores, sobre todo el blanco, que al reverberar en él los rayos del sol, asemejaban estrellas caídas por el suelo. Allí, sobre una tumba pequeña decorada en blanco, rosa y naranja, estaba tumbado Toby, encima de una pelota semienterrada.
La alegría del encuentro y el alivio de que estuviera bien, sin hacer ninguna trastada, lo cogí instintivamente entre mis brazos y le achuché bien fuerte, pero el animal, contrario a demostrar cariño, al posarlo en el suelo, se tumbó de nuevo ante aquella tumba y encima de la pelota sucia. Creyendo que era un capricho de mascota, le enganché la correa y suavemente nos alejamos de aquel lugar.
La celebración fue fantástica y entrañable, al abuelo casi le da un infarto al vernos a todos reunidos, y mi nuevo amigo, el más solicitado por los niños, también disfruto con el bullicio de tanta gente.
Por la noche y tras animada charla en casa de mis amigos, nos acostamos, él en su mantita y yo en una cómoda cama, durmiendo de un tirón hasta la mañana siguiente, cuando al despertarme eché en falta su compañía. Como saludo de buenos días fue la pregunta de si habían visto mi mascota, recibiendo un no por respuesta. Así que de nuevo recorrí todo el pueblo tratando de encontrarle. Como no tuve éxito, recordé donde lo habíamos localizado el día anterior, dirigiéndome nuevamente y con cierto temor, al cementerio.
La verja estaba cerrada, pero en su parte fija había un gran agujero por donde seguro él se habría colado. Al abrirla, de frente se ven los nichos dispuestos ordenadamente, ubicados en un bloque de hormigón, se veían algunos vacíos, otros con nombre y flores recientes. Ciertamente es una alineación monótona y simple, aunque el espacio está bien aprovechado. Al final, a la izquierda, se adivinan más que ver, las viejas tumbas en el suelo, muchas comidas por la hierba y semienterradas por el polvo. Es la zona más antigua y quizás más lúgubre de todo el campo santo. Y luego en la trasera de la mole de nichos, estaba aquella alegría de cementerio, porque eso es lo que irradiaba, frescor, claridad y vida tras la muerte. Nuevamente mi perro descansaba a los pies de aquella colorida tumba, con su hocico reposado encima de la gastada pelota.
Inquieta por su predilección, me fui fijando en las demás. Algún artista había dibujado en ellas diferentes formas geométricas, todas tenían en común el blanco para marcar dimensiones, pero la creatividad había logrado combinar colores cálidos con adornos trabajados que dotaban de paz y armonía aquel terreno, sin duda los difuntos eran niños, tan queridos, que después de muertos seguían irradiando alegría a través de los diseños.
Estaba ensimismada con la contemplación y no me percaté de la llegada de Andrés, el del ayuntamiento. Tras saludarme cortésmente llamó a mi perro con el nombre de Tatu. No tuve tiempo a responderle que se llamaba Toby, porque el pequeño animal se acercó a él como a un buen amigo. Desconcertada por la escena, le informé que ese no era su nombre, pero la sorprendida fui yo, al relatarme la historia de mi perro.
El secretario del ayuntamiento tenía una hija con parálisis cerebral, su enfermedad pocas veces daba tregua, y en una de las crisis en que creyeron que se iba, la niña remontó. Como premio le llevaron un cachorro, al que llamaron Tatu. Tenía la peculiaridad de que un ojo lo tenía dentro de una mancha negra y en el otro la mancha era blanca. Como el de Toby, pensé yo. La mascota fue fiel a la niña, tratándola con cuidado de no hacerla daño y jugando siempre con la misma pelota, aquella que estaba semienterrada a los pies de la tumba. La delicada salud de la pequeña no aguantó mucho más, y en una crisis muy grave falleció. Los padres entristecieron tanto al echar en falta cuidar a la niña, que sucumbieron a una grave depresión. El diagnostico del médico fue cambiar de aires, vivir en otro lugar que no les recordara a su hija y al mudarse a la ciudad, llevaron a un albergue al perro, porque con su presencia seguían sin olvidar.
Es así como supe del pasado de mi mascota, algo inusual cuando adoptas un animal ya crecido, la casualidad hizo que frecuentara el mismo pueblo que su antigua dueña, y viendo su fidelidad, cada vez que visitaba a mi familia, dejaba que corriera hasta aquel alegre cementerio al que nunca más tuve miedo. Con el tiempo no hizo falta ir a buscarle, él solito regresaba a casa de mis abuelos, sospecho que empezaba a comprender que tener dos amigas era algo bueno.









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