Siempre he tenido cariño a las fiestas navideñas, mis gratos
recuerdos infantiles rememoran una y otra vez las galletas y
bizcochos de la abuela, el aroma de la pipa del abuelo, el trajín
de mis padres para que todo saliera perfecto.
Son fiestas para celebrar en familia, con amigos y vecinos, donde la
generosidad en los adornos, la comida o los regalos, inundan el
ambiente de un calor especial.
Todo fue así hasta que abuelos y padres nos dejaron. El contacto
con mis hermanos se fue alargando, y aunque en dichas fiestas siempre
intenté continuar con las tradiciones, año tras año la soledad
llenaba mi espacio.
Llamaba para felicitarles las fiestas, para desearles prosperidad en
el año nuevo y sobretodo, para invitarles a compartir un rato, sólo
un rato, de esos días de fraterno jolgorio. Su respuesta siempre
era la misma, “Claro, ya te llamaré”. Cada celebración de
Navidad o Año Nuevo, la respuesta no variaba, tal vez no se
acordaban de lo dicho el año anterior, o quizás poco les importaba.
Hasta que un día me sentí la oveja negra de la familia, la
proscrita, esa a la que nadie interesa ni quieren ver, ese momento
fue el que más de dolió, al sentirme sola en mi lejanía familiar.
Un año, cansada de tanto desinterés, solicite el traslado en el
trabajo, una pequeña localidad en la costa sur, si era cierto lo que
decía la Carra en su canción, allí no me faltaría amor y
diversión.
Al principio me costó adaptarme, pero pasados unos meses tenía un
grupo de amigos con los que compartir mi tiempo libre. Regresé para
vender la casa y rescatar algunos enseres a los que tenía aprecio, y
me integré por completo en esa nueva ciudad.
El destino me aportó un vecino chiflado, quien con su gracejo y
simpatía no paraba de decir chorradas que me hacían reir y alegrar
nuestros ratos de encuentro. Poco a poco fuimos encajando y
terminamos casados. Como era mayor para tener mis propios hijos,
adoptamos a tres huérfanos en riesgo de exclusión social, tres
chiquillos cariñosos, eran mis tres soles y también mis dolores de
cabeza, pero la vida en familia resultó fenomenal.
En Navidades nos juntamos con los hermanos de mi marido, los niños
correteando, los mayores preparando manjares y ricos asados, y los
villancicos nunca faltan, la tradición es para disfrutarla, como
cuando éramos niños. Ahora me siento una oveja más en el redil,
me encuentro a gusto con esta nueva familia que me ha acogido con
cariño e interés, hay momentos en la vida que debemos ser valientes
y realizar cambios sin saber si resultarán bien.
A los tres años del traslado, me llamó un compañero de mi anterior
destino, para contarme que uno de mis hermanos había pasado por la
oficina preguntando por mí, pues no tenían noticias mías. El caso
es que mi número de teléfono móvil sigue siendo el mismo de
siempre, ellos sabrán.
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