No soy vieja; tampoco
joven. Digamos que me encuentro en el otoño de mi vida, pienso
mientras veo volar hojas amarillas, ocres, naranjas y marrones a
través de la ventana del cuarto donde estoy encerrada. ¡Maldita
sea! ¿Por qué tuvo que pasarme a mí?, me pregunto con ganas de
llorar. Llegué ayer y ya sueño con marchar. Sé que a nadie le
gusta estar aquí,a mí tampoco, pero no es solo el dolor, el miedo o
la soledad. Es otra cosa la que me inquieta. A mis años que me pase
algo así. Si mi abuela levantara la cabeza…
Todo comenzó ayer por
la mañana, cuando salí a pasear a Marilyn, mi perrita. Hacía un
tiempo horrible, pero es lo que tiene tener perro, hay que sacarlo sí
o sí, aunque nos ataque un huracán. Después del paseo había
quedado para tomar un café con mi amigo Pedro, ese con el que llevo
tonteando más de un año sin que ni uno ni otro se atreva a dar un
paso adelante. Él, por timidez. Yo, porque en el fondo me encuentro
ya mayor para iniciar ciertos viajes. De pinta estoy bien, sí, al
menos eso me dicen. Pero los años han pasado por mi cuerpo como una
apisonadora sin apenas darme cuenta. Y pensar en desnudarme delante
de un hombre me da cosa, porque en cuanto me quito el sujetador mis
tetas se descontrolan y se escapan hasta la cintura, donde parecen
estar más cómodas. Además, están las arrugas y las estrías y la
sequedad y los ardores y las cicatrices de mis cinco operaciones. En
fin, que lo mejor sería hacerlo todo a oscuras, incluso el
desvestirse, pero para eso tendríamos que hablarlo y de momento ni
yo me atrevo ni él dice una palabra. La verdad es que ciertas cosas
no las hablamos. ¿Cuántos años tendrá? Alguno menos que yo,
seguro. Más de una vez estuve tentada de preguntárselo pero la
siguiente pregunta sería cuántos tengo yo y no pienso decirle por
nada del mundo que acabo de cumplir los setenta y dos. A Pedro le
calculo menos de sesenta y cinco, porque aún trabaja. Bueno, el caso
es que saqué a pasear a mi perrita con los zapatos de tacón, que me
gusta ir siempre guapa y arreglada, que a coqueta no me gana nadie.
Al salir del portal nos saludó una bocanada de aire que por poco me
tira y al momento comenzó a llover con tanta fuerza como si hubieran
sacado a los santos de todas las iglesias a clamar por la lluvia.
Esperé con impaciencia bajo el paraguas a que Marilyn acabase de
hacer sus cosas, pero justo cuando me agaché para recoger los
excrementos tiró de mi y resbalé. Yo sentí como mi cuerpo se iba
deslizando a cámara lenta hasta acabar derrumbándose sobre la
cagada, ante la mirada atenta de los que observaban a través del
cristal del café más concurrido de la zona. Consciente de ello
intenté conservar mi dignidad cayendo de la mejor manera posible.
Quizás eso me impidió ser más consciente de poner a salvo mis
huesos que besaron el suelo con gran estruendo. La gente salió de la
cafetería para atenderme. La parte situada bajo la rodilla de mi
pierna derecha estaba desviada. Creí morir de dolor. Entre la bruma
de la lluvia, la gente y mi casi desmayo, vi aparecer a Pedro. Me
dijo que no me preocupara, que él se había cargo de la perra. La
puñetera perra. Todo fue por su culpa. Llegó la ambulancia y aquí
me trajeron. Tengo para una temporada en el hospital, porque me
tienen que operar y después la rehabilitación y todo eso. Pero lo
peor de todo fue cuando esta mañana llegaron a lavarnos. ¡Ay,
mamina! Era un hombre. La mujer de al lado que está muy mal se dejó
hacer sin rechistar, pero yo no. Primero quiso ponerme la chata,
pero de eso nada. Mear yo delante de un hombre a mis años ¿dónde
se vio? Me habló con calma, creo que está más que acostumbrado a
que las mujeres seamos reacias a su presencia, y me dijo que no me
preocupara, que meara a gusto, que él se apartaba un poco. Yo estaba
que reventaba, así que dije que bueno. Me puso la chata y después
se dio la vuelta y miró por la ventana. Se lo agradecí mientras se
iba desbordando un río caliente y gozoso entre mis piernas. Cerré
los ojos cuando me la retiró; me moría de vergüenza. Pero lo peor
aún estaba por venir. Bueno, Dolores, me dijo como si me conociera
de toda la vida, ahora voy a lavarte y cambiarte el camisón.
¿Ehhhhh?, dije yo, de eso nada, a mi no me lava ningún hombre.
Pero, mujer, insistió él, esto es un hospital y estamos
acostumbrados a estas cosas. Cuando uno entra aquí tiene que dejar
la vergüenza fuera. Anda, venga, no te hagas las remolona, dijo sin
darme tiempo a reaccionar, echando la ropa de la cama hacía atrás y
arrancándome el camisón. ¡Madre del amor hermoso! Nunca me había
pasado nada igual. Yo, a mis años, en pelota picada delante de un
cuarentañero. Creí que me daba un infarto. Me pasó la esponja por
la cara, el cuello, las axilas, las tetas...mientras yo cerraba los
ojos... y las piernas. Viendo mi pudor no tardó en ponerme el
camisón, aunque solo hasta la cintura. Vamos, Dolores, abre las
piernas, que así no te puedo lavar bien. Yo cerraba las piernas cada
vez más fuerte mientras intentaba no oírle ni verle ni sentirle ni
nada de nada. Venga, Dolores, que aún me queda mucho trabajo por
delante, no seas así mujer, que no pasa nada. No pasa nada, decía
el insensato. No sé cómo, pero para acabar pronto aquel suplicio
abrí las piernas y hala, que pasa por ahí en medio también la
esponja. En cuanto acabó cerré las piernas lo más fuerte que pude
y no abrí los ojos hasta que sentí que salía de la habitación. Lo
malo era que tenía unas ganas enorme de hacer de cuerpo, pero
cualquiera le decía nada porque entonces me obligaría a cagar
delante de él, y eso sí que no, que seguro que hasta se empeñaba
en limpiarme el culo. ¡Ay, mamina, qué cosas! No hacía tanto que
estaba recogiendo la caca de Marilyn y ahora alguien iba a recoger
las mía. Decidí esperar hasta el cambio de turno, para que me
tocara una mujer. Lo malo era que faltaban cuatro horas y la cosa
estaba loca por escapar, produciendo una tonelada de gases
malolientes que traté de mantener bajo las sábanas. Por temor a que
salieran no me moví ni para comer, aplastándolos bajo mi trasero.
Por fin llegó el cambio de turno. Ya no podía más, llevaba
demasiado tiempo apretando no solo las piernas, sino también el
ojete porque aquello ya se descontrolaba. Llamé al timbre ansiosa.
Sentí los pasos liberadores por el pasillo. Apareció otro hombre.
¡No podía ser, eso no me podía estar pasando a mí! Era Pedro. Él
era el cambio de turno.
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