Apenas había
cumplido los dieciocho cuando empecé a trabajar como albañil.
Decidí colgar los libros y en
casa me dijeron que no querían vagos, así que me metí en la obra.
Mis compañeros eran perros viejos y un poco soeces. Cada vez que
pasaba una muchacha se hinchaban a decirle ordinarieces. Yo miraba y
callaba. Era un principiante
en esas lides, es más, nunca había estado con ninguna chica y me
daba vergüenza. Hasta que un día, acuciado por aquellos
energúmenos, que no paraban de llamarme mariquita, le grité a una
lo primero que se me vino a la mente: con ese cuerpo para que
queremos a la benemérita. Se dio la vuelta y era un tío, con barba
y todo. Se acercó a mí y me propinó dos hostias sin darme tiempo
ni a disculparme. Y los otros idiotas partiéndose de risa. Me cambié
de trabajo... ahora soy repartidor de propaganda. Y nunca más le
echaré un piropo a nadie, lo prometo, estoy mucho mejor callado.
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