Relato inspirado en la fotografía
Llevaba
todo un año preparando el Camel Trophy, una prueba física muy dura,
cuya participación te obliga a cruzar montañas y ríos salvajes,
justo en la estación del año más climatológicamente imprevisible.
Toño
y yo éramos los únicos españoles inscritos para competir por un
trofeo bien jugoso económicamente, y que a su vez proporcionaba
popularidad internacional.
Andaba
tan concentrado en los entrenamientos, que olvidé el contacto anual
con mi primo Luis. Siempre, en Navidades, intentamos encontrar un
hueco en nuestras atareadas vidas para retomar la relación familiar,
que disfrutábamos desde niños.
Crecimos
juntos al cuidado de nuestra abuela materna, mujer, que con gran
entereza llevó la muerte de nuestros padres, acaecida en un trágico
incendio.
Con
mano dura nos inculcó el cariño familiar pues con el paso de los
años, tanto Luis como yo, nos tendríamos por únicos parientes.
Debiendo por ello permanecer unidos y en contacto al menos una vez al
año, algo que ella consideraba imprescindible para no volvernos unos
completos extraños.
Hasta
este año pasado siempre habíamos cumplido con la máxima de nuestra
abuela. Una llamada telefónica daba pie a la cita en un
restaurante, donde en charla animada narrábamos nuestras últimas
vicisitudes. Pero la exigente preparación de la prueba me hizo
olvidar fechas tan señaladas en el calendario.
La
llamada de una de sus vecinas me alertó:
-
¿Te has enterado del fallecimiento de Luis?
-
¿Qué me dices? ¡No!
-
Va a hacer cinco meses y sólo te queda un mes para preparar la documentación y heredar sus bienes.
Se
me revolvieron las tripas y mandé la competición al carajo. Luis
era más importante que todo el dinero del mundo o notoriedad
internacional, y para allá me fui.
Acudí
al notario, registro, bancos, funeraria, en fin, todo el papeleo que
conlleva una defunción. Conseguí hacerlo antes de que el estado se
quedara con los bienes de mi primo. Aunque no tenía pensado qué
podría hacer con ellos, supuse que Luis preferiría que estuvieran
en mi poder a que cualquier politicucho de tres al cuarto se lucrara.
Tras
semanas de trajín administrativo intenté reanudar la rutina de
trabajo y entrenamientos, pero ya no era lo mismo, me sentía
huérfano de familia y no conseguía dejar de pensar que había
fallecido sólo, en una aséptica cama de hospital.
Para
calmar mi desasosiego decidí disfrutar mis vacaciones estivales en
el pueblo, intentando limpiar, ordenar y tirar las pertenencias de
Luis en su parte de la casa. Nunca he sentido interés por fisgar en
lo ajeno, pero ahora que la casa es toda mía, comencé a husmear en
sus más pequeños rincones.
Me
acompañaba Toño, buen amigo y más curioso que yo. Fue él quien
me animó a abrir aquella puerta vieja y desvencijada, ignorando por
completo lo que se escondía tras ella. Las bisagras oxidadas y la
mugre que la envolvía, hicieron dificultosa su apertura. Dos días
necesitamos para ello y una semana de agujetas debido al esfuerzo,
pero finalmente la molestia mereció la pena.
Telarañas
y oscuridad fueron las primeras presencias, pero a base de linternas
y velas, logramos contemplar una inmensa bodega, llena de toneles y
tinajas que dormían bajo una capa de polvo, no por ello quitaba
interés al lugar, más bien le daba un halo de misterio.
Dudo
que Luis supiera de su existencia. Me sentía como el descubridor de
un nuevo mundo, que en realidad, era mi propia casa. Tantos años
viviendo allí de niños y nunca tuvimos el más mínimo conocimiento
de la cueva, o al menos no la recordaba. Por deformación
profesional, el hallazgo me impelía a continuar investigando. Los
toneles rebosaban vino en aparente buen estado, las tinajas llenas de
lomos, chorizos y carnes nadando en un aceite refinado. Tras una
prudente cata resultaron excelentes. Herramientas, muebles y espejos
reposaban en zonas insospechadas, como si hubiéramos descubierto la
cueva de Alibaba y los cuarenta ladrones.
La
excitación me incitaba a descubrir cada nuevo rincón de la bodega
que aún no había inspeccionado. Cuando por fin creí vislumbrar el
fondo de la misma, tropezaron mis pies con un arcón viejo y
destartalado. Su cerradura se abrió al primer intento, debido a
que la madera muy carcomida por el paso de los años se desintegró
al momento. En su interior, envueltos en una piel de cordero,
encontramos un centenar de folios, por llamarlos de alguna manera,
escritos a pluma y con pulcra caligrafía. Alguien había creado
para la posteridad una bonita historia que comenzaba: “A
Matilde siempre la vieron como una mujer moderna, no había
representado nunca la edad real que tenía, aunque no era tanta para
parecer muy mayor.”
Tras
una rápida lectura, me pasé las siguientes semanas transcribiendo
al ordenador aquella emotiva narración, que osé presentar al premio
Planeta como propia, por parecerme interesante de publicar. Con tan
buena suerte que logré quedar en segundo lugar, siendo premiada con
un buen pellizco de euros y ser famoso a nivel nacional.
Siento
que mi primo Luis no fuera testigo de mi éxito editorial, dudo que
lo hubiera aprobado, pero desde el día que se me ocurrió hacer
limpieza en la casa familiar, todo me ha ido rodado. La fama, el
dinero, el disfrute de una buena copa de vino que atesoraba la
antigua bodega, los ricos productos cárnicos de las tinajas, que
guardo como exquisiteces para instantes importantes.
Como
dice el refrán, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario