Polvo enriquecedor - Marian Muñoz


Relato inspirado en la fotografía

 

Llevaba todo un año preparando el Camel Trophy, una prueba física muy dura, cuya participación te obliga a cruzar montañas y ríos salvajes, justo en la estación del año más climatológicamente imprevisible.
Toño y yo éramos los únicos españoles inscritos para competir por un trofeo bien jugoso económicamente, y que a su vez proporcionaba popularidad internacional.
Andaba tan concentrado en los entrenamientos, que olvidé el contacto anual con mi primo Luis. Siempre, en Navidades, intentamos encontrar un hueco en nuestras atareadas vidas para retomar la relación familiar, que disfrutábamos desde niños.
Crecimos juntos al cuidado de nuestra abuela materna, mujer, que con gran entereza llevó la muerte de nuestros padres, acaecida en un trágico incendio.
Con mano dura nos inculcó el cariño familiar pues con el paso de los años, tanto Luis como yo, nos tendríamos por únicos parientes. Debiendo por ello permanecer unidos y en contacto al menos una vez al año, algo que ella consideraba imprescindible para no volvernos unos completos extraños.
Hasta este año pasado siempre habíamos cumplido con la máxima de nuestra abuela. Una llamada telefónica daba pie a la cita en un restaurante, donde en charla animada narrábamos nuestras últimas vicisitudes. Pero la exigente preparación de la prueba me hizo olvidar fechas tan señaladas en el calendario.
La llamada de una de sus vecinas me alertó:
  • ¿Te has enterado del fallecimiento de Luis?
  • ¿Qué me dices? ¡No!
  • Va a hacer cinco meses y sólo te queda un mes para preparar la documentación y heredar sus bienes.
Se me revolvieron las tripas y mandé la competición al carajo. Luis era más importante que todo el dinero del mundo o notoriedad internacional, y para allá me fui.
Acudí al notario, registro, bancos, funeraria, en fin, todo el papeleo que conlleva una defunción. Conseguí hacerlo antes de que el estado se quedara con los bienes de mi primo. Aunque no tenía pensado qué podría hacer con ellos, supuse que Luis preferiría que estuvieran en mi poder a que cualquier politicucho de tres al cuarto se lucrara.
Tras semanas de trajín administrativo intenté reanudar la rutina de trabajo y entrenamientos, pero ya no era lo mismo, me sentía huérfano de familia y no conseguía dejar de pensar que había fallecido sólo, en una aséptica cama de hospital.
Para calmar mi desasosiego decidí disfrutar mis vacaciones estivales en el pueblo, intentando limpiar, ordenar y tirar las pertenencias de Luis en su parte de la casa. Nunca he sentido interés por fisgar en lo ajeno, pero ahora que la casa es toda mía, comencé a husmear en sus más pequeños rincones.
Me acompañaba Toño, buen amigo y más curioso que yo. Fue él quien me animó a abrir aquella puerta vieja y desvencijada, ignorando por completo lo que se escondía tras ella. Las bisagras oxidadas y la mugre que la envolvía, hicieron dificultosa su apertura. Dos días necesitamos para ello y una semana de agujetas debido al esfuerzo, pero finalmente la molestia mereció la pena.
Telarañas y oscuridad fueron las primeras presencias, pero a base de linternas y velas, logramos contemplar una inmensa bodega, llena de toneles y tinajas que dormían bajo una capa de polvo, no por ello quitaba interés al lugar, más bien le daba un halo de misterio.
Dudo que Luis supiera de su existencia. Me sentía como el descubridor de un nuevo mundo, que en realidad, era mi propia casa. Tantos años viviendo allí de niños y nunca tuvimos el más mínimo conocimiento de la cueva, o al menos no la recordaba. Por deformación profesional, el hallazgo me impelía a continuar investigando. Los toneles rebosaban vino en aparente buen estado, las tinajas llenas de lomos, chorizos y carnes nadando en un aceite refinado. Tras una prudente cata resultaron excelentes. Herramientas, muebles y espejos reposaban en zonas insospechadas, como si hubiéramos descubierto la cueva de Alibaba y los cuarenta ladrones.
La excitación me incitaba a descubrir cada nuevo rincón de la bodega que aún no había inspeccionado. Cuando por fin creí vislumbrar el fondo de la misma, tropezaron mis pies con un arcón viejo y destartalado. Su cerradura se abrió al primer intento, debido a que la madera muy carcomida por el paso de los años se desintegró al momento. En su interior, envueltos en una piel de cordero, encontramos un centenar de folios, por llamarlos de alguna manera, escritos a pluma y con pulcra caligrafía. Alguien había creado para la posteridad una bonita historia que comenzaba: A Matilde siempre la vieron como una mujer moderna, no había representado nunca la edad real que tenía, aunque no era tanta para parecer muy mayor.”
Tras una rápida lectura, me pasé las siguientes semanas transcribiendo al ordenador aquella emotiva narración, que osé presentar al premio Planeta como propia, por parecerme interesante de publicar. Con tan buena suerte que logré quedar en segundo lugar, siendo premiada con un buen pellizco de euros y ser famoso a nivel nacional.
Siento que mi primo Luis no fuera testigo de mi éxito editorial, dudo que lo hubiera aprobado, pero desde el día que se me ocurrió hacer limpieza en la casa familiar, todo me ha ido rodado. La fama, el dinero, el disfrute de una buena copa de vino que atesoraba la antigua bodega, los ricos productos cárnicos de las tinajas, que guardo como exquisiteces para instantes importantes.
Como dice el refrán, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.



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