- Mire señor cura, tengo que hablar con alguien, porque ya no aguanto la inquietud, y quien mejor que usted para las cosas del alma.
- Vamos a ver hija, ¿qué es lo que te atormenta?
- Verá padre, se lo voy a decir, todo empezó……..
Pepita
era más de campo que las amapolas, conoció a su marido bien joven y
marcharon a la ciudad. Ramón trabajaba duro en un taller de
reparación de automóviles, el sueldo era justito para llegar a fin
de mes con tres hijos que tenían. Su vida era rutinaria, tan sólo
cambiada por veraneos en el pueblo, en casa del padre de Pepita, que
así algo ahorraban.
Pero
es sabido que la vida no es un camino de rosas, y cuando el
matrimonio alcanzó la edad madura con los dos mayores
independizados, llegó la dichosa crisis económica, y al pobre Ramón
lo despidieron del trabajo. El agobio fue muy grande, el buen hombre
intentaba encontrar solución visitando todos los talleres que
conocía, que estaban en parecida situación al suyo.
Viendo
que el único sustento que entraba en casa se había acabado, Pepita
tuvo que ponerse a trabajar, primero en una empresa de limpiezas,
donde la explotaban por un sueldo miserable y sin asegurar. Aunque
tarde, espabiló, y se puso por su cuenta a limpiar escaleras, donde
ganaba más y cobraba sobre seguro. Ella que siempre había sido más
bien fondona, recuperó la figura al tener que patearse la ciudad
para limpiar de portal en portal.
Su
trabajo la tenía fuera de casa todo el día, salía a las siete de
la mañana con un bocadillo en el bolso, y regresaba al hogar hacia
las ocho, justo para preparar la cena, limpiar, poner lavadoras y por
último caer rendida entre las sábanas. Ramón después de muchos
intentos, dejó de buscar trabajo, emprendiendo el terrible
entretenimiento de pasar el rato en el bar de abajo, sentado a la
barra con un par de vinos, o los que se terciaran. Intentaba llegar
a casa antes que Pepita, y sentándose delante de la tele, la
esperaba para que pusiera la cena. Aunque pocas veces la tomaba, ya
que la pesadez del alcohol le adormecía ante el televisor, y se
quedaba frito en la butaca.
El
matrimonio convivía con su hijo pequeño, Toñin, chaval poco
espabilado. De niño había sido difícil de encarrilar, pero ahora
que su madre faltaba, al disponer de tanta libertad, frecuentaba
malas compañías, cometiendo pequeños hurtos en comercios y
supermercados, por los que estaba amenazado de entrar en la cárcel
si reincidía. Por más que su madre le reñía, al no estar cerca
para corregirle, hacía siempre lo que quería y no pensaba luego en
las consecuencias de sus actos.
Pepita
no estaba acostumbrada a llevar todo el peso del hogar, era la única
que en las fatales circunstancias tenía la cabeza sobre sus hombros,
la más sensata, la que se desvivía para que todos pudieran tener un
plato de lentejas en la mesa, y no soportaba ver a su marido
alcoholizado ni a su hijo delincuente, no los podía abandonar, los
quería demasiado, pero se veía con insuficiente formación para
idear como salir del atolladero.
Un
fin de semana llamaron a la puerta de madrugada, cuando abrió, se
encontró en el suelo a su hijo al que habían dado una paliza. Le
habían roto la mandíbula y la dentadura al completo, torcedura de
una muñeca y un tobillo escayolado. Como pudo lo llevó hasta la
cama, y durante una semana no se movió nada más que para ir al
baño. Pepita pidió las muletas prestadas a un vecino, y rebuscando
por casa, encontró la dentadura del abuelo fallecido, que como su
hijo era clavadito a él, de seguro le sentarían bien.
Más
no podía hacer por Toñin, al menos ahora estaba segura de donde
paraba y encareciendo a su marido que no le perdiera de vista y le
cuidara, por lo que los dos hombres pasaban todo el día delante del
televisor. En cuanto el muchacho tuvo el tobillo bien para volver a
caminar, y la muñeca la manejaba sin dolor, temiendo que ambos
volvieran a las andadas, los mandó a la casa del pueblo, con la
intención de cultivar la pequeña huerta que un día fuera del
abuelo, y que ahora estaba abandonada. Como sabía de sus malas
artes en la cocina, encomendó a su tía Lucinda que les diera de
comer a cambio de una pequeña suma, que para la anciana era un buen
complemento a su pequeña pensión de viuda.
Parecía
que Ramón se estaba reformando y dedicándose con afición a la
huerta y las chapuzas para arreglar la casa. Toñin le ayudaba
emocionado, al contemplar como de una semilla podrían comer todo el
año, y ella viajaba los fines de semana para estar con ellos en el
tranquilo pueblo. Todo parecía estar nuevamente encarrilado, hasta
que una noche la llamó Lucinda.
- Oye Pepita, cariño, hace dos días que no vienen a comer los chicos, me he acercado a visitarles, pero dicen que ahora comen en la tasca para no darme trabajo, tú verás hija mía, ¿de dónde sacan para ello?
Pepita
puso el grito en el cielo, y tras la jornada del siguiente día, tomó
corriendo el autobús en dirección al pueblo, ¡han vuelto a las
andadas! Se decía disgustada, como sea así, se van a enterar, los
echo de casa y me divorcio, ya no aguanto más.
Al
llegar los encontró felices y contentos sentados en el corral,
preguntándoles a grito pelado qué hacían, le respondieron que ya
no les hacía falta trabajar, porque sin robar ni atracar a nadie,
conseguían dinero de sobra para disfrutar.
- ¿Y cómo si puede saberse? Preguntó Pepita toda alterada.
- Mira mamá, dijo Toñin, ¿te acuerdas que el pesebre y el desván estaban llenos de cosas viejas que como no se tiraban iban a parar allí?
- Sí, dijo su madre, recordando que su padre nunca tiraba nada y todo se apilaba para mejores tiempos.
- Pues empecé a limpiar alguna silla, una lámpara, aquel aparador que tanta manía le tenía el abuelo, en fin, que los adecenté, les hice una foto, las puse en EBay, y me las están quitando de las manos.
- ¿Qué es eso de EBay?
- Es una plataforma en internet de venta de segunda mano, y como todo lo que guardamos es vintage…..
- ¿Vin qué?
- Vintage, mamá, que es antiguo. Pues a muchas personas les interesa.
- ¿Y tú como tienes internet, eh?
- En la taberna hay wifi y desde el móvil me conecto y lo publico. ¿Te acuerdas del reclinatorio de la abuela que andaba por el desván? Pues han pagado un dineral por él, a pesar de informar que estaba apolillado, soy honrado, el comprador decía que así era más auténtico.
Pepita
no salía de su asombro, no sabía si aquellos ingresos podían ser
legales, pero desde luego no robaban a nadie, sólo vendían lo que
ellos no querían.
- Pues verá padre, decía Pepita al señor cura, es que además de vender todos los trastos viejos que teníamos en casa, estoy comerciando con los de tía Lucinda, los de Paquita y doña Engracia, porque me han dado permiso para llevarme todas las cosas inútiles que tienen en su desván, y claro, yo estoy sacando dinero y a ellas no les doy nada, y tengo un cargo de conciencia……
- Pero eso sí, cuando las fiestas del pueblo las invito a un buen banquete con parte de lo que saco, ya que nunca sé si habrá alguien que quiera comprar lo que vendemos.
- Hija mía, legal, legal, ¿tú les dices para que las quieres?
- Sí padre, pero ellas me responden que ¡quien te va a comprar una cosa tan vieja si ya no vale para nada!
- Bueno, entonces tú no las engañas, pero algún donativo debías dar a la parroquia, que con tanta ganancia, algo te sobrará.
- Claro que sí, padre, algo sobrará.
La
familia de Pepita siguen vendiendo los cachivaches del pueblo, y
tienen previsto ampliar negocio en las comarcas colindantes, porque
¿Quién va a querer un trasto viejo?
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