Sucederá - Marián Muñoz




 

  • Mire señor cura, tengo que hablar con alguien, porque ya no aguanto la inquietud, y quien mejor que usted para las cosas del alma.
  • Vamos a ver hija, ¿qué es lo que te atormenta?
  • Verá padre, se lo voy a decir, todo empezó……..

Pepita era más de campo que las amapolas, conoció a su marido bien joven y marcharon a la ciudad. Ramón trabajaba duro en un taller de reparación de automóviles, el sueldo era justito para llegar a fin de mes con tres hijos que tenían. Su vida era rutinaria, tan sólo cambiada por veraneos en el pueblo, en casa del padre de Pepita, que así algo ahorraban.

Pero es sabido que la vida no es un camino de rosas, y cuando el matrimonio alcanzó la edad madura con los dos mayores independizados, llegó la dichosa crisis económica, y al pobre Ramón lo despidieron del trabajo. El agobio fue muy grande, el buen hombre intentaba encontrar solución visitando todos los talleres que conocía, que estaban en parecida situación al suyo.

Viendo que el único sustento que entraba en casa se había acabado, Pepita tuvo que ponerse a trabajar, primero en una empresa de limpiezas, donde la explotaban por un sueldo miserable y sin asegurar. Aunque tarde, espabiló, y se puso por su cuenta a limpiar escaleras, donde ganaba más y cobraba sobre seguro. Ella que siempre había sido más bien fondona, recuperó la figura al tener que patearse la ciudad para limpiar de portal en portal.

Su trabajo la tenía fuera de casa todo el día, salía a las siete de la mañana con un bocadillo en el bolso, y regresaba al hogar hacia las ocho, justo para preparar la cena, limpiar, poner lavadoras y por último caer rendida entre las sábanas. Ramón después de muchos intentos, dejó de buscar trabajo, emprendiendo el terrible entretenimiento de pasar el rato en el bar de abajo, sentado a la barra con un par de vinos, o los que se terciaran. Intentaba llegar a casa antes que Pepita, y sentándose delante de la tele, la esperaba para que pusiera la cena. Aunque pocas veces la tomaba, ya que la pesadez del alcohol le adormecía ante el televisor, y se quedaba frito en la butaca.

El matrimonio convivía con su hijo pequeño, Toñin, chaval poco espabilado. De niño había sido difícil de encarrilar, pero ahora que su madre faltaba, al disponer de tanta libertad, frecuentaba malas compañías, cometiendo pequeños hurtos en comercios y supermercados, por los que estaba amenazado de entrar en la cárcel si reincidía. Por más que su madre le reñía, al no estar cerca para corregirle, hacía siempre lo que quería y no pensaba luego en las consecuencias de sus actos.

Pepita no estaba acostumbrada a llevar todo el peso del hogar, era la única que en las fatales circunstancias tenía la cabeza sobre sus hombros, la más sensata, la que se desvivía para que todos pudieran tener un plato de lentejas en la mesa, y no soportaba ver a su marido alcoholizado ni a su hijo delincuente, no los podía abandonar, los quería demasiado, pero se veía con insuficiente formación para idear como salir del atolladero.

Un fin de semana llamaron a la puerta de madrugada, cuando abrió, se encontró en el suelo a su hijo al que habían dado una paliza. Le habían roto la mandíbula y la dentadura al completo, torcedura de una muñeca y un tobillo escayolado. Como pudo lo llevó hasta la cama, y durante una semana no se movió nada más que para ir al baño. Pepita pidió las muletas prestadas a un vecino, y rebuscando por casa, encontró la dentadura del abuelo fallecido, que como su hijo era clavadito a él, de seguro le sentarían bien.

Más no podía hacer por Toñin, al menos ahora estaba segura de donde paraba y encareciendo a su marido que no le perdiera de vista y le cuidara, por lo que los dos hombres pasaban todo el día delante del televisor. En cuanto el muchacho tuvo el tobillo bien para volver a caminar, y la muñeca la manejaba sin dolor, temiendo que ambos volvieran a las andadas, los mandó a la casa del pueblo, con la intención de cultivar la pequeña huerta que un día fuera del abuelo, y que ahora estaba abandonada. Como sabía de sus malas artes en la cocina, encomendó a su tía Lucinda que les diera de comer a cambio de una pequeña suma, que para la anciana era un buen complemento a su pequeña pensión de viuda.

Parecía que Ramón se estaba reformando y dedicándose con afición a la huerta y las chapuzas para arreglar la casa. Toñin le ayudaba emocionado, al contemplar como de una semilla podrían comer todo el año, y ella viajaba los fines de semana para estar con ellos en el tranquilo pueblo. Todo parecía estar nuevamente encarrilado, hasta que una noche la llamó Lucinda.

  • Oye Pepita, cariño, hace dos días que no vienen a comer los chicos, me he acercado a visitarles, pero dicen que ahora comen en la tasca para no darme trabajo, tú verás hija mía, ¿de dónde sacan para ello?

Pepita puso el grito en el cielo, y tras la jornada del siguiente día, tomó corriendo el autobús en dirección al pueblo, ¡han vuelto a las andadas! Se decía disgustada, como sea así, se van a enterar, los echo de casa y me divorcio, ya no aguanto más.

Al llegar los encontró felices y contentos sentados en el corral, preguntándoles a grito pelado qué hacían, le respondieron que ya no les hacía falta trabajar, porque sin robar ni atracar a nadie, conseguían dinero de sobra para disfrutar.

  • ¿Y cómo si puede saberse? Preguntó Pepita toda alterada.
  • Mira mamá, dijo Toñin, ¿te acuerdas que el pesebre y el desván estaban llenos de cosas viejas que como no se tiraban iban a parar allí?
  • Sí, dijo su madre, recordando que su padre nunca tiraba nada y todo se apilaba para mejores tiempos.
  • Pues empecé a limpiar alguna silla, una lámpara, aquel aparador que tanta manía le tenía el abuelo, en fin, que los adecenté, les hice una foto, las puse en EBay, y me las están quitando de las manos.
  • ¿Qué es eso de EBay?
  • Es una plataforma en internet de venta de segunda mano, y como todo lo que guardamos es vintage…..
  • ¿Vin qué?
  • Vintage, mamá, que es antiguo. Pues a muchas personas les interesa.
  • ¿Y tú como tienes internet, eh?
  • En la taberna hay wifi y desde el móvil me conecto y lo publico. ¿Te acuerdas del reclinatorio de la abuela que andaba por el desván? Pues han pagado un dineral por él, a pesar de informar que estaba apolillado, soy honrado, el comprador decía que así era más auténtico.

Pepita no salía de su asombro, no sabía si aquellos ingresos podían ser legales, pero desde luego no robaban a nadie, sólo vendían lo que ellos no querían.

  • Pues verá padre, decía Pepita al señor cura, es que además de vender todos los trastos viejos que teníamos en casa, estoy comerciando con los de tía Lucinda, los de Paquita y doña Engracia, porque me han dado permiso para llevarme todas las cosas inútiles que tienen en su desván, y claro, yo estoy sacando dinero y a ellas no les doy nada, y tengo un cargo de conciencia……
  • Pero eso sí, cuando las fiestas del pueblo las invito a un buen banquete con parte de lo que saco, ya que nunca sé si habrá alguien que quiera comprar lo que vendemos.
  • Hija mía, legal, legal, ¿tú les dices para que las quieres?
  • Sí padre, pero ellas me responden que ¡quien te va a comprar una cosa tan vieja si ya no vale para nada!
  • Bueno, entonces tú no las engañas, pero algún donativo debías dar a la parroquia, que con tanta ganancia, algo te sobrará.
  • Claro que sí, padre, algo sobrará.

La familia de Pepita siguen vendiendo los cachivaches del pueblo, y tienen previsto ampliar negocio en las comarcas colindantes, porque ¿Quién va a querer un trasto viejo?








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