Por fin Antonio y
yo nos reuniríamos. Hacía seis meses que nos habíamos casado.
Nuestra boda había sido muy sencilla, sin mucha fiesta.
No tuvimos luna
de miel ya que al día siguiente él partió desde nuestro pueblo
natal hacia el norte, muy cerca del mar, esa extensión gigantesca de
agua salada llena de vida que yo no había visto nunca, en busca de
un buen futuro para la familia que ya habíamos comenzado a formar.
Hasta que no
tuviésemos un hogar para los dos quedé con mis padres bordando
sabanas, manteles y haciendo cortinas para poder vestir nuestra casa.
Todo había ocurrido tan deprisa que no había tenido oportunidad de
hacerme un ajuar como dios manda.
Vi por primera
vez como a mi padre se le deslizaban lágrimas por sus mejillas
cuando nos despedimos y Antonio les prometió tanto a él como a mi
madre que cuidaría bien de mí.
Subimos al
seiscientos con una baca tan cargada que se elevaba tanto como el
propio vehículo y al avanzar por el camino que me alejaba del que
fue mi hogar desde que nací, respiré aliviada porque atrás
quedaban las miradas suspicaces de mis vecinas. Mi hijo nacería en
Asturias y nadie echaría cuentas de cuánto tiempo hacía que nos
habíamos casado.
No recuerdo
cuantas horas duró el viaje, sé que fueron muchas.
Nada más llegar
al sombrío Avilés, me sorprendió una pequeña esfera de luz blanca
tras el manto grisáceo de nubes, era el mismo sol que calentaba
Cáceres pero que se dejaba ver con tan poca fuerza que apenas
calentaba.
Bajamos del coche
en un barrio recién construido donde viviríamos los siguientes
cincuenta años, Llaranes. Me sentí como una hormiga al ver por
primera vez aquella gigantesca chimenea escupiendo fuego cual dragón
y pensé asustada:
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