Directos al matadero - Cristina Muñiz Martín






Iban directos al matadero. Y no lo sabían. Confiadamente, a lomos de camellos, avanzaban sobre las hermosas dunas doradas. Jaime estaba cumpliendo su sueño. Siempre, desde niño, había deseado ver el desierto, contemplar su inmenso cielo azul y su suelo formado por millones de microscópicos cristales de arena. Respiraba con fuerza, tragando en cada aspiración una capa de aire limpio y cálido. Le gustaba el calor, la tranquilidad, los espacios abiertos. Sofía, por el contrario, iba incómoda. La idea había sido de su marido, siempre buscando destinos exóticos. No, a él no le servía ir a Benidorm o al pueblo, como todo el mundo. Él tenía que ir a países cuanto más lejanos y extraños mejor. Y claro, la acababa arrastrando a ella por mucho que se resistiese. A Sofía le dolían la espalda y las nalgas de tanto balanceo. Además, el camello olía fatal, como si fuera una persona cubierta de harapos que no se hubiera dado un baño en toda su vida. Jaime, disfrutaba ajeno al malestar de su esposa. De hecho se había colocado lo más lejos posible de ella, pues bien sabía que no pararía de refunfuñar durante todo el camino. Pero a él no iba a aguarle la fiesta.
El día era precioso, como todos los días en aquel país al que parecían desconocer las nubes. Habían salido temprano del hotel en compañía de tres guías. Era un grupo formado por diez turistas: Jaime y Sofía, una familia compuesta por los padres y dos adolescentes, una pareja de recién casados y dos amigos. A Sofía le habían dado mala pinta los tres guías nada más verlos. Jaime la recriminó por lo que consideraba racismo de su mujer. Pero no. No era eso. Sofía había sentido una especie de mal presentimiento al verlos y desde entonces una bola de pelo se había instalado en su garganta, lo que unido a la sequedad del ambiente la estaba poniendo de muy mal humor. Llevaban más de dos horas encima de esos animales malolientes y no se veía nada en el horizonte. Dunas y más dunas, conformaban el paisaje. A Jaime le parecía una maravilla de la naturaleza. Sofía creía que vista una duna vistas todas. Los camellos caminaban con lentitud y aquello parecía no acabar nunca. El viento mecía la arena, cambiando la forma de las dunas constantemente. La primera hora, con una temperatura aún fresca, le pareció a Sofía soportable, pero ya se había visto obligada a taparse de arriba abajo, boca y nariz incluidas, debido a un viento impertinente que azotaba los ya acalorados granos de arena. Según sus cuentas, deberían de haber llegado al oasis prometido, donde decían que había una cascada y un lago donde podrían bañarse, además de cientos de palmeras que les regalarían su sombra. Les habían vendido la excursión como un paseo por el desierto con comida en un oasis paradisíaco. En total tres horas entre ida y vuelta, más las horas que pasarían en el oasis comiendo y bañándose. Sofía miró el reloj. Ya habían pasado dos horas y media desde que se subieron a los camellos y el oasis no se veía por ningún lado. Decidió tomar las riendas del asunto. Empezó a gritar. Uno de los guías se acercó a ella. “No problem, no problem”, repetía como un papagayo. Sofía se encaró a él, preguntándole dónde estaba el dichoso oasis. En los ojos del guía vio una expresión que no le gustó nada. Gritó más fuerte reclamando a su esposo. La caravana paró. Sin bajarse de los camellos, el grupo se fue arremolinando. Sofía preguntó cuánto faltaba para el oasis. Los guías, algo aturdidos ante los gritos de la mujer solo acertaban a responder “No problem, no problem”. Después se bajaron del camello, se alejaron unos pasos y hablaron entre ellos, como si discutieran de algo importante sin ponerse de acuerdo. Viéndolos, Sofía sintió como le daba una de sus bajadas de tensión y sin poder evitarlo cayó del camello, rodando duna abajo. Los guías, Jaime y el padre de familia corrieron a socorrerla. No tardó en recobrar el conocimiento y, tras tomar unos tragos de refresco, el mal humor. Cuando el grupo estuvo reunido, dijo que ella no se movía de allí hasta que los guías les dieran una explicación. La pareja de amigos, dos hombres en la treintena, no paraban de mirar en sus móviles las indicaciones de la excursión, así como la ubicación en la que se encontraban. “Estamos perdidos, nos hemos perdido, ya te decía yo que esto no iba bien”, comenzó a decir medio lloriqueando la chica recién casada a su marido. Así que no soy yo sola la que estoy mosqueada, pensó Sofía. Pues yo de aquí no me muevo, hasta que estos tres nos digan dónde estamos y a dónde vamos, dijo en voz alta. Tras media hora de discusión, en la que los guías no dejaron de decir “No problem, no problem”, todos tuvieron la seguridad de estar perdidos en medio del desierto. La temperatura seguía aumentando y el calor se estaba haciendo insoportable. A las cuatro horas del comienzo de la excursión vislumbraron lo que parecía su deseado oasis, pero al llegar observaron compungidos que aquello no era más que un grupo de seis palmeras escuálidas, que no obstante les proporcionó algo de sombra. Allí intentaron hablar de nuevo con los guías, pero no había quien los sacara del “No problem, no problem”. Los móviles no funcionaban y no se veía ni un atisbo de vida en los alrededores, tan solo las horrendas dunas. Ellos no lo sabían pero no estaban muy lejos del matadero al que los llevarían.
Estaban sesteando cuando como si se tratara de una aparición, vieron a un viejo con un camello famélico. Los guías comenzaron a llamarlo a gritos. Hablaron y, según parecía, el viejo los sacaría de allí. Sofía desconfió desde el primer momento. ¿Y si estaban compinchados y los acababan secuestrando o matando? Se lo dijo a Jaime que la llamo exagerada, como siempre, pero el miedo contagió al grupo. Tan solo Jaime y el padre de familia parecían conservar la calma. Ellos decidieron que no podían hacer más que seguir a ese hombre. Cualquier cosa antes que quedar allí, bajo aquellas palmeras, esperando que llegara algún ángel salvador. Aunque recelosos se pusieron en camino. Una hora más tarde, con Sofía ya al borde de la histeria, insultando a su marido a distancia, adivinaron la presencia de un pueblo. Sí, era un pueblo. Estaban salvados. Seguro que allí había comida y agua y hoteles y sobre todo cobertura. Lo que ninguno de ellos podía sospechar es que estaban a las puertas del matadero.
Dejaron los camellos a la entrada del pueblo y comenzaron a caminar tras los guías. Sofía no se separaba de Jaime. El padre de familia amparaba con sus brazos a sus hijas. Los recién casados parecían un solo ser. Los dos treintañeros permanecían muy pegados al grupo. De pronto, los rodeó un hedor insoportable que les provocó nauseas. Los lamentos que, tras rebotar en las paredes, cruzaban el aire, les llenó de temor. Sus cuerpos se agitaron cuando vieron las calles teñidas de sangre, las cabezas colgadas en el quicio de la puerta. Sofía volvió a perder el conocimiento. Aquello no podía ser real. No. No podía ser. De nada le sirvió a su marido explicarle, ya repuesto del susto inicial ,que estaban siendo testigos del Aid-el-Kebir, la Fiesta del Cordero. Ella ya había decidido divorciarse.








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