Iban
directos al matadero. Y no lo sabían. Confiadamente, a lomos de
camellos, avanzaban sobre las hermosas dunas doradas. Jaime estaba
cumpliendo su sueño. Siempre, desde niño, había deseado ver el
desierto, contemplar su inmenso cielo azul y su suelo formado por
millones de microscópicos cristales de arena. Respiraba con fuerza,
tragando en cada aspiración una capa de aire limpio y cálido. Le
gustaba el calor, la tranquilidad, los espacios abiertos. Sofía, por
el contrario, iba incómoda. La idea había sido de su marido,
siempre buscando destinos exóticos. No, a él no le servía ir a
Benidorm o al pueblo, como todo el mundo. Él tenía que ir a países
cuanto más lejanos y extraños mejor. Y claro, la acababa
arrastrando a ella por mucho que se resistiese. A Sofía le dolían
la espalda y las nalgas de tanto balanceo. Además, el camello olía
fatal, como si fuera una persona cubierta de harapos que no se
hubiera dado un baño en toda su vida. Jaime, disfrutaba ajeno al
malestar de su esposa. De hecho se había colocado lo más lejos
posible de ella, pues bien sabía que no pararía de refunfuñar
durante todo el camino. Pero a él no iba a aguarle la fiesta.
El
día era precioso, como todos los días en aquel país al que
parecían desconocer las nubes. Habían salido temprano del hotel en
compañía de tres guías. Era un grupo formado por diez turistas:
Jaime y Sofía, una familia compuesta por los padres y dos
adolescentes, una pareja de recién casados y dos amigos. A Sofía le
habían dado mala pinta los tres guías nada más verlos. Jaime la
recriminó por lo que consideraba racismo de su mujer. Pero no. No
era eso. Sofía había sentido una especie de mal presentimiento al
verlos y desde entonces una bola de pelo se había instalado en su
garganta, lo que unido a la sequedad del ambiente la estaba poniendo
de muy mal humor. Llevaban más de dos horas encima de esos animales
malolientes y no se veía nada en el horizonte. Dunas y más dunas,
conformaban el paisaje. A Jaime le parecía una maravilla de la
naturaleza. Sofía creía que vista una duna vistas todas. Los
camellos caminaban con lentitud y aquello parecía no acabar nunca.
El viento mecía la arena, cambiando la forma de las dunas
constantemente. La primera hora, con una temperatura aún fresca, le
pareció a Sofía soportable, pero ya se había visto obligada a
taparse de arriba abajo, boca y nariz incluidas, debido a un viento
impertinente que azotaba los ya acalorados granos de arena. Según
sus cuentas, deberían de haber llegado al oasis prometido, donde
decían que había una cascada y un lago donde podrían bañarse,
además de cientos de palmeras que les regalarían su sombra. Les
habían vendido la excursión como un paseo por el desierto con
comida en un oasis paradisíaco. En total tres horas entre ida y
vuelta, más las horas que pasarían en el oasis comiendo y
bañándose. Sofía miró el reloj. Ya habían pasado dos horas y
media desde que se subieron a los camellos y el oasis no se veía por
ningún lado. Decidió tomar las riendas del asunto. Empezó a
gritar. Uno de los guías se acercó a ella. “No problem, no
problem”, repetía como un papagayo. Sofía se encaró a él,
preguntándole dónde estaba el dichoso oasis. En los ojos del guía
vio una expresión que no le gustó nada. Gritó más fuerte
reclamando a su esposo. La caravana paró. Sin bajarse de los
camellos, el grupo se fue arremolinando. Sofía preguntó cuánto
faltaba para el oasis. Los guías, algo aturdidos ante los gritos de
la mujer solo acertaban a responder “No problem, no problem”.
Después se bajaron del camello, se alejaron unos pasos y hablaron
entre ellos, como si discutieran de algo importante sin ponerse de
acuerdo. Viéndolos, Sofía sintió como le daba una de sus bajadas
de tensión y sin poder evitarlo cayó del camello, rodando duna
abajo. Los guías, Jaime y el padre de familia corrieron a
socorrerla. No tardó en recobrar el conocimiento y, tras tomar unos
tragos de refresco, el mal humor. Cuando el grupo estuvo reunido,
dijo que ella no se movía de allí hasta que los guías les dieran
una explicación. La pareja de amigos, dos hombres en la treintena,
no paraban de mirar en sus móviles las indicaciones de la excursión,
así como la ubicación en la que se encontraban. “Estamos
perdidos, nos hemos perdido, ya te decía yo que esto no iba bien”,
comenzó a decir medio lloriqueando la chica recién casada a su
marido. Así que no soy yo sola la que estoy mosqueada, pensó
Sofía. Pues yo de aquí no me muevo, hasta que estos tres nos digan
dónde estamos y a dónde vamos, dijo en voz alta. Tras media hora de
discusión, en la que los guías no dejaron de decir “No problem,
no problem”, todos tuvieron la seguridad de estar perdidos en medio
del desierto. La temperatura seguía aumentando y el calor se estaba
haciendo insoportable. A las cuatro horas del comienzo de la
excursión vislumbraron lo que parecía su deseado oasis, pero al
llegar observaron compungidos que aquello no era más que un grupo de
seis palmeras escuálidas, que no obstante les proporcionó algo de
sombra. Allí intentaron hablar de nuevo con los guías, pero no
había quien los sacara del “No problem, no problem”. Los móviles
no funcionaban y no se veía ni un atisbo de vida en los alrededores,
tan solo las horrendas dunas. Ellos no lo sabían pero no estaban muy
lejos del matadero al que los llevarían.
Estaban
sesteando cuando como si se tratara de una aparición, vieron a un
viejo con un camello famélico. Los guías comenzaron a llamarlo a
gritos. Hablaron y, según parecía, el viejo los sacaría de allí.
Sofía desconfió desde el primer momento. ¿Y si estaban
compinchados y los acababan secuestrando o matando? Se lo dijo a
Jaime que la llamo exagerada, como siempre, pero el miedo contagió
al grupo. Tan solo Jaime y el padre de familia parecían conservar la
calma. Ellos decidieron que no podían hacer más que seguir a ese
hombre. Cualquier cosa antes que quedar allí, bajo aquellas
palmeras, esperando que llegara algún ángel salvador. Aunque
recelosos se pusieron en camino. Una hora más tarde, con Sofía ya
al borde de la histeria, insultando a su marido a distancia,
adivinaron la presencia de un pueblo. Sí, era un pueblo. Estaban
salvados. Seguro que allí había comida y agua y hoteles y sobre
todo cobertura. Lo que ninguno de ellos podía sospechar es que
estaban a las puertas del matadero.
Dejaron
los camellos a la entrada del pueblo y comenzaron a caminar tras los
guías. Sofía no se separaba de Jaime. El padre de familia amparaba
con sus brazos a sus hijas. Los recién casados parecían un solo
ser. Los dos treintañeros permanecían muy pegados al grupo. De
pronto, los rodeó un hedor insoportable que les provocó nauseas.
Los lamentos que, tras rebotar en las paredes, cruzaban el aire, les
llenó de temor. Sus cuerpos se agitaron cuando vieron las calles
teñidas de sangre, las cabezas colgadas en el quicio de la puerta.
Sofía volvió a perder el conocimiento. Aquello no podía ser real.
No. No podía ser. De nada le sirvió a su marido explicarle, ya
repuesto del susto inicial ,que estaban siendo testigos del
Aid-el-Kebir, la Fiesta del Cordero. Ella ya había decidido
divorciarse.
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