Sorpresa - Marian Muñoz




Será una sorpresa, venía diciéndome desde hacía tiempo. Yo tan ilusionada con un viaje maravilloso, ¿tal vez un crucero? Con las ganas que tenía. Iban a ser unas bodas de plata inolvidables. Lograba emocionarme, hasta que llegó el día del viaje.
  • Cariño, haz una maleta pequeña, coge bañador chanclas y gorro de piscina. La pamela, gafas de sol muy oscuras y ropa ligera de color claro. Mete algo de abrigo por si a la noche esta fresquito, un buen calzado deportivo y sandalias. Llévate también crema solar con alta protección y un rollo de papel higiénico.
  • ¿Qué, para que quiero el papel, es que no lo hay donde vamos?
  • Tú hazme caso amorcito, sé lo que me digo.
Y bien, hice lo que me pedía, intrigada y cavilando, ¿adónde me llevará este hombre?, con las ganas que tengo de un crucero por el Caribe, igual se conforma con las Hoces del rio Duratón.
En el aeropuerto llegamos a nuestra terminal, destino, Marrakech. Casi me da un pasmo, odio el desierto, las altas temperaturas, sobre todo si no me puedo dar un baño, y la arena, que se pega y se mete por todos los orificios del cuerpo. No sé ni cómo le seguí por el túnel de acceso al avión, cuando me senté en mi plaza comencé a llorar. Consolándome como si fuera una niña, me prometía un viaje fabuloso, lleno de aventuras y emociones que no íbamos a olvidar.
Los dos primeros días fueron bastante buenos, un hotel lujoso con piscina enorme y comida exquisita, disponiendo de abundante papel higiénico en el aseo. Andaba temerosa del siguiente destino. Tras visitar la Medina, callejeamos por la Plaza Jamaa el Fna, centro neurálgico de la misma, partiendo de ella infinidad de calles estrechas y variopintas para mis gustos europeos. Fui olvidando mis temores hasta que una noche, me vuelve a decir que hagamos las maletas y nos acostemos temprano, al día siguiente madrugábamos para una excursión increíble.
Cuatro de la mañana, sin probar bocado ni desayunar, nos llevan hasta las afueras, donde una caravana de bereberes esperaban a los turistas para realizar un viaje en camello de tres horas, nada menos. Le miré fijamente para demostrarle mi enfado, pero ni se inmutaba. Tres veces me tuvo que ayudar a montar en la bestia, porque al levantarse, perdía el equilibrio y me caía. Todo un desastre, y seguía sin hacerle cambiar de idea. Al estar todos montados finalmente, e iniciar la caminata los camellos, nuestros cuerpos no paraban de agitarse al compás de sus movimientos. Duna para arriba, duna para abajo, no cesaba de escurrirme en la silla de montar, al ascender por la arena tenía que agarrarme para no caer hacia atrás, al descender por la duna debía asirme con más fuerza para que no se me clavara el tope de la montura. Las piernas habían perdido su sensibilidad y mis partes íntimas estaban doloridas de tanto roce y meneíto de la maldita silla.
La japonesa que con tanta risa se tomó el viaje, hacía rato que de su boca sólo salían gemidos lastimeros. El sol abrasador no ayudaba precisamente a aliviar los males, a pesar de que cada hora parábamos para descansar y beber un brebaje amargo llamado té. La jornada me pareció eterna, cuando por fin llegamos a nuestro destino, un oasis en medio del desierto, tuvieron que ayudarnos los nativos para bajar del animal, ya que no podíamos caminar. Estuvimos tumbados mucho tiempo bajo la sombra de una lona. Cuando por fin reaccionaron nuestras piernas, nos mostraron el montículo bajo el que estaba una olla, donde un rico cordero se cocinaba al sol. Bajo una jaima, y con una temperatura agradable, nos sirvieron el almuerzo a base de cuscús, especies diversas, frutos secos y diferentes tubérculos cuyos nombres no llegué a asimilar. Cuando por fin nos mostraron el humeante cordero, su aroma era tan maravilloso que al compartir los manjares conseguimos recuperar el ánimo, a pesar de que los almohadones de cuero sobre los que estábamos sentados, no eran tan mullidos como cabría de desear.
Eché en falta los cubiertos, y mucho más tener que comer con una sola mano, pues según sus costumbres, con la otra deben limpiarse el ano, y ante la escasez de agua para lavarse, la higiene se mantiene de esa forma. Fue entonces cuando comprendí la exigencia de traer un rollo de papel higiénico en la maleta.
Al ocultarse el sol tras las dunas cercanas, pudimos observar una mezcla de colores increíbles, desde el rojo, al naranja, ocres y amarillos hasta que la luz se fue apagando, apareciendo un firmamento estrellado en el cual se apreciaba claramente cada una de las constelaciones de las que tanto había oído hablar, pero que en la ciudad eran imposibles de ver, además de una luna enorme que parecía más cercana que otras veces.
Resultó una noche tranquila, tan sólo perturbada por los ronquidos masculinos, sirviendo para aliviar nuestros dolores y coger fuerzas para disfrutar del regreso. Sabiendo de antemano cómo iba a resultar el viaje, todos conseguimos ir más relajados y sonrientes, aunque de vez en cuando se oía un quejido lastimero, que exhalaba nuestra querida japonesita.
En Marrakech un taxi nos llevó al aeropuerto, y una vez sentada en el avión, logré dormir todo el trayecto. En casa estuvimos más de un mes sentándonos encima de cojines, no por afición bereber, sino porque nuestros bajos doloridos en cuanto tocaban algo duro, dolían como si clavaran alfileres.
El viaje logró ser inolvidable, pero las siguientes vacaciones las organizo yo, que estoy mayor para estos trajines.





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