Será
una sorpresa, venía diciéndome desde hacía tiempo. Yo tan
ilusionada con un viaje maravilloso, ¿tal vez un crucero? Con las
ganas que tenía. Iban a ser unas bodas de plata inolvidables.
Lograba emocionarme, hasta que llegó el día del viaje.
-
Cariño, haz una maleta pequeña, coge bañador chanclas y gorro de piscina. La pamela, gafas de sol muy oscuras y ropa ligera de color claro. Mete algo de abrigo por si a la noche esta fresquito, un buen calzado deportivo y sandalias. Llévate también crema solar con alta protección y un rollo de papel higiénico.
-
¿Qué, para que quiero el papel, es que no lo hay donde vamos?
-
Tú hazme caso amorcito, sé lo que me digo.
Y
bien, hice lo que me pedía, intrigada y cavilando, ¿adónde me
llevará este hombre?, con las ganas que tengo de un crucero por el
Caribe, igual se conforma con las Hoces del rio Duratón.
En
el aeropuerto llegamos a nuestra terminal, destino, Marrakech. Casi
me da un pasmo, odio el desierto, las altas temperaturas, sobre todo
si no me puedo dar un baño, y la arena, que se pega y se mete por
todos los orificios del cuerpo. No sé ni cómo le seguí por el
túnel de acceso al avión, cuando me senté en mi plaza comencé a
llorar. Consolándome como si fuera una niña, me prometía un viaje
fabuloso, lleno de aventuras y emociones que no íbamos a olvidar.
Los
dos primeros días fueron bastante buenos, un hotel lujoso con
piscina enorme y comida exquisita, disponiendo de abundante papel
higiénico en el aseo. Andaba temerosa del siguiente destino. Tras
visitar la Medina, callejeamos por la Plaza Jamaa el Fna, centro
neurálgico de la misma, partiendo de ella infinidad de calles
estrechas y variopintas para mis gustos europeos. Fui olvidando mis
temores hasta que una noche, me vuelve a decir que hagamos las
maletas y nos acostemos temprano, al día siguiente madrugábamos
para una excursión increíble.
Cuatro
de la mañana, sin probar bocado ni desayunar, nos llevan hasta las
afueras, donde una caravana de bereberes esperaban a los turistas
para realizar un viaje en camello de tres horas, nada menos. Le miré
fijamente para demostrarle mi enfado, pero ni se inmutaba. Tres
veces me tuvo que ayudar a montar en la bestia, porque al levantarse,
perdía el equilibrio y me caía. Todo un desastre, y seguía sin
hacerle cambiar de idea. Al estar todos montados finalmente, e
iniciar la caminata los camellos, nuestros cuerpos no paraban de
agitarse al compás de sus movimientos. Duna para arriba, duna para
abajo, no cesaba de escurrirme en la silla de montar, al ascender por
la arena tenía que agarrarme para no caer hacia atrás, al descender
por la duna debía asirme con más fuerza para que no se me clavara
el tope de la montura. Las piernas habían perdido su sensibilidad
y mis partes íntimas estaban doloridas de tanto roce y meneíto de
la maldita silla.
La
japonesa que con tanta risa se tomó el viaje, hacía rato que de su
boca sólo salían gemidos lastimeros. El sol abrasador no ayudaba
precisamente a aliviar los males, a pesar de que cada hora parábamos
para descansar y beber un brebaje amargo llamado té. La jornada me
pareció eterna, cuando por fin llegamos a nuestro destino, un oasis
en medio del desierto, tuvieron que ayudarnos los nativos para bajar
del animal, ya que no podíamos caminar. Estuvimos tumbados mucho
tiempo bajo la sombra de una lona. Cuando por fin reaccionaron
nuestras piernas, nos mostraron el montículo bajo el que estaba una
olla, donde un rico cordero se cocinaba al sol. Bajo una jaima, y
con una temperatura agradable, nos sirvieron el almuerzo a base de
cuscús, especies diversas, frutos secos y diferentes tubérculos
cuyos nombres no llegué a asimilar. Cuando por fin nos mostraron el
humeante cordero, su aroma era tan maravilloso que al compartir los
manjares conseguimos recuperar el ánimo, a pesar de que los
almohadones de cuero sobre los que estábamos sentados, no eran tan
mullidos como cabría de desear.
Eché
en falta los cubiertos, y mucho más tener que comer con una sola
mano, pues según sus costumbres, con la otra deben limpiarse el ano,
y ante la escasez de agua para lavarse, la higiene se mantiene de esa
forma. Fue entonces cuando comprendí la exigencia de traer un rollo
de papel higiénico en la maleta.
Al
ocultarse el sol tras las dunas cercanas, pudimos observar una mezcla
de colores increíbles, desde el rojo, al naranja, ocres y amarillos
hasta que la luz se fue apagando, apareciendo un firmamento
estrellado en el cual se apreciaba claramente cada una de las
constelaciones de las que tanto había oído hablar, pero que en la
ciudad eran imposibles de ver, además de una luna enorme que parecía
más cercana que otras veces.
Resultó
una noche tranquila, tan sólo perturbada por los ronquidos
masculinos, sirviendo para aliviar nuestros dolores y coger fuerzas
para disfrutar del regreso. Sabiendo de antemano cómo iba a
resultar el viaje, todos conseguimos ir más relajados y sonrientes,
aunque de vez en cuando se oía un quejido lastimero, que exhalaba
nuestra querida japonesita.
En
Marrakech un taxi nos llevó al aeropuerto, y una vez sentada en el
avión, logré dormir todo el trayecto. En casa estuvimos más de un
mes sentándonos encima de cojines, no por afición bereber, sino
porque nuestros bajos doloridos en cuanto tocaban algo duro, dolían
como si clavaran alfileres.
El
viaje logró ser inolvidable, pero las siguientes vacaciones las
organizo yo, que estoy mayor para estos trajines.
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