El color del mar - Gloria Losada




Tenía diez años cuando vi el mar por primera vez, desde la ventanilla que aquel avión que volaba atravesando un cielo limpio para llevarme hacia una vida diferente. Aquella extensión de agua inmensa que parecía no tener fin me recordó por un instante a la arena del desierto, y casi esperé ver a la comitiva de camellos que nos llevaba de un lado para otro en un peregrinar a ninguna parte. Pero no, lo que había allí abajo no era del color amarillento y ocre de la arena, era azul, como el cielo, y lanzaba de vez en cuando destellos que alegraban mi corazón infantil excitado ante la perspectiva de lo desconocido.
Era la primera vez que viajaba a España en un programa de acogida de niños saharauis. España era para mí el lugar desconocido y enigmático del que mi abuelo Samir me hablaba con nostalgia. Se podía pasar horas contando historias que yo apenas entendía y siempre las terminaba mirando al infinito con los ojos brillantes que casi lanzaban los mismos destellos que el mar, y la frase, “hasta que pasó lo que pasó”, sin llegar a aclarar jamás qué era aquello tan terrible que había ocurrido.
El día de su muerte, una tórrida tarde del verano más ardiente que recuerdo, antes de lanzar su último suspiro, me tomo mi mano entre las suyas arrugadas y flacas, y me murmuró una sarta de palabras ininteligibles entre las que pude distinguir únicamente la palabra España.
Aquella noche soñé que me montaba en el mejor camello de mi padre y que me dirigía a esa España. No era capaz de imaginármela, no era capaz de imaginar ningún lugar del mundo sin arena. Las fotos que veía en los libros de la escuela me parecían irreales, inventadas. Así que cuando unos hombres vinieron y nos ofrecieron la posibilidad de pasar un verano al cuidado de una familia española no dudé un instante en que yo tenía que ir para hacer realidad el sueño de mi abuelo y el mío propio.
Mis padres no se opusieron y aquel verano de hace ya muchos años descubrí que había un mundo más allá de la arena del desierto y de las hileras de camellos yendo y viniendo.
Néstor y Susana, y sus pequeños hijos Diego y Claudia, fueron mi familia durante los tres meses que duró mi aventura. Vivían en una casa cerca de la playa. Cuando vi que la superficie centelleante que descubrí desde el avión estaba allí, al alcance de mi mano, no dude en ir a su encuentro. ¡Era agua! Miles y miles de litros de agua, tan escasa dónde yo vivía y sin embargo allí... La tomé entre mis manos y como es lógico se me escurrió no sin antes darme tiempo a descubrir que no era azul, sino transparente, como todo el agua, como la que salía de los grifos en casa de Néstor y Susana, como la que nos repartían todas las mañanas en los campamentos. Solo era azul si la miraba en su conjunto, y a mí me gustaba, así que todas las mañanas de aquel verano nuevo y lleno de sorpresas, me acercaba a la playa, desierta a aquellas horas y durante unos instantes miraba el mar azul, inmenso, refulgente. Luego cerraba los ojos muy fuerte y retenía la imagen en mi memoria, para a mi regreso poder contarlo a mis padres y a mis amigas del desierto.
Pronto pude hacerlo. Los tres meses pasaron demasiado rápido y de nuevo me vi en medio de la arena del desierto, de los camellos, de las túnicas, de la escasez.... Y sentí que aquello no era lo que quería. Y decidí luchar para que aquel corto verano se hiciera eterno en mi vida.
Tuve suerte. Al año siguiente me propusieron ir con la misma familia y al otro también. Aquel tercer verano Néstor y Susana me preguntaron si me gustaría quedarme a vivir con ellos de manera permanente. En el caso de que mis padres estuvieran de acuerdo, ellos se encargarían de mi manutención y mis estudios. Yo vi el cielo abierto. Supuse que mis padres estarían de acuerdo. En los campamentos no tendría oportunidades de estudiar, y además sería una boca menos que alimentar, pues éramos seis hermanos. No me equivoqué, así que a partir del año siguiente mi vida se invirtió. Me instalé en la existencia que quería y por vacaciones regresaba a un pasado del que no renegaba, pero al que no deseaba regresar jamás.
Durante el tiempo que estuve viviendo con mis padres de acogida fui muy feliz. Ellos me trataban como a sus propios hijos, me daban cariño, me regañaban si era necesario, se ocupaban de mí en todos los sentidos. Yo era buena estudiante y me gustaba la música, así que compaginaba mis estudios en el instituto con clases de música en la escuela municipal, en la que aparte de solfeo aprendía a tocar la guitarra. Mis intenciones eran estudiar musicología.
El verano de mis dieciséis años, como siempre, al terminar el curso me marché a los campamentos a visitar a mi familia. Allí me iba a encontrar con una desagradable sorpresa. Nada más llegar mi padre me cogió aparte y me dijo que no iba a regresar a España, que ya tenía edad suficiente y que había un hombre interesado en casarse conmigo. Habían concertado mi matrimonio sin tener en cuenta mi opinión, como es su costumbre, pero no la mía, ya no. Hacía tiempo que yo no pertenecía su mundo, que sabía que tenía derecho a decidir por mí misma, y que a mí me gustaba Daniel el hijo de los amigos de Suana y Néstor, que vivía cerca de nosotros y el día de mi despedida se había atrevido a darme un beso en los labios. No, yo no me iba a quedar allí, yo no me iba a casar con aquel hombre ni con ningún otro por dos motivos importantes. Porque no le quería y porque no me había llegado la edad de atarme a nadie. Pero de nada sirvieron mis protestas. Mis padres no solo siguieron en sus trece, sino que maldijeron una y otra vez el momento en que se les había ocurrido enviarme a España para que me metieran en la cabeza ideas peligrosas.
Aquella noche lloré lo indecible, pero no me hundí. Las lágrimas renovaron mis energías y supe que no me iba a dejar manipular, ni siquiera por mis padres. Busqué el momento oportuno y contacté con Susana. Cuando le conté lo que ocurría me dijo que no me preocupara, que haría todo los posible desde ese preciso momento para sacarme de allí y llevarme de regreso con ellos lo más pronto posible. No iba a ser fácil. Yo era menor de edad y estaba en un país que ni siquiera era un país. A mi favor estaba que mis padres de acogida se habían ocupado de gestionar los necesario para que a aquellas alturas ya tuviera la nacionalidad española.
Una semana después me presentaron al hombre que iba a ser mi marido. Era un ser horrible, de mirada lasciva, mucho mayor que yo, viudo con tres hijos que solo me quería para tener una mujer a su servicio. No sabía como mis padres podían estar tan ciegos. La boda se iba a celebrar dos semanas después. La angustia comenzó a hacer mella en mí. Estaba segura de que no iba a ser posible regresar a España en tan poco tiempo. Efectivamente así fue. El día de la boda llegó y me casaron, y no pude hacer nada por evitarlo.
Dos años hube de esperar para verme libre de aquel yugo. Durante aquel tiempo Susana y Néstor no pararon de luchar para que regresara con ellos. La minoría de edad era un obstáculo. Ahora había desaparecido. Dos funcionarios de la embajada se presentaron un día para llevarme con ellos, a escondidas de mi marido, por supuesto, que no lo hubiera permitido. Conmigo me llevé a Samir, el hijo que había tenido apenas tres meses antes.
Samir tiene ahora diez años. Los mismos que yo tenía cuando pisé España por primera vez. Crece feliz al lado de Eva, su hermana, y de Daniel, con el que conseguí casarme después de divorciarme de mi marido impuesto. A todos les hablo de la tierra que me vio nacer, les cuento historias, a veces reales, a veces inventadas. Y les hablo también de una forma de vida que nada tiene que ver con la nuestra. No hemos regresado, nunca lo haremos. No nos gusta el color ocre de la arena y ni el aire cargado a irrespirables. Preferimos el azul del mar, el agua que se escurre entre nuestras manos cuando intentamos atraparla... la libertad.




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