María
Eduarda jugaba con su collar de perlas, nerviosamente, mientras
esperaba la llegada de los familiares. Desde la fotografía, no podía
distinguirse el aleteo de sus pestañas, pues estos movimientos eran
imperceptibles. Beatriz, su sobrina nieta, había dejado la imagen
encima de la mesa del salón, después de recuperarla entre miles de
cosas viejas, en uno de los arcones del desván.
“Por
fin veo la luz”, piensa María Eduarda, “después de casi cien
años guardada en el cajón, por fin alguien va a recordarme y a
darme el lugar que me corresponde”.
Los
familiares empiezan a llegar. Junto a Beatriz, sus hermanos Carlos y
Margarita, y sus primos Rafael y Carmen. Todos han quedado para
repartirse los últimos enseres encontrados en la vieja casa, que
pronto pasará a los nuevos dueños a los que se ha vendido.
Se
sientan en los sofás de sky y se miran largamente.
“Este
es el fin”, dice Beatriz, mirando a sus hermanos y a sus primos.
“Aquí se acaba la historia de nuestra familia”. A su prima
Carmen se le escapa una lágrima. María Eduarda desde la imagen en
la mesa intenta mover los brazos rápido, pero no le responden. Lleva
un vestido de los años veinte, que le queda maravillosamente. Fueron
los años de su esplendor.
Encima
de la mesa aparecen varios objetos antiguos: un mantón de Manila, un
álbum de sellos, unos prismáticos…Beatriz le entrega a Carmen el
mantón de Manila. “Quédatelo, te sentará estupendamente”, le
dice con cariño. “Los prismáticos para ti, Rafael, y para ti el
álbum de sellos, Carlos. Ya está todo repartido”, murmura
Beatriz. “Pero, para ti, ¿no quieres nada?”, le pregunta
Margarita. Beatriz coge la foto y responde: “Sólo esta imagen”.
Los
hermanos y los primos miran atentamente a María Eduarda, esa belleza
rubia, tan poco hispánica, con esos ojos azules…aunque no pueden
percibir estas cosas pues la foto, de los años veinte, es en blanco
y negro. Ella desde la fotografía se pone contenta, aunque no puede
expresarlo, y cuando Beatriz la acerca a sus ojos, tímidamente le
lanza un beso. “¿Quién será esta señora?”, pregunta Rafael.
María
Eduarda mueve los labios, aunque nadie puede escucharla, y responde
con la voz más alta y clara que puede:
“Soy
María Eduarda, hermana de tu abuelo, Beatriz, la que quedó
proscrita de la familia porque tuvo un hijo de soltera. Llevo cien
años encerrada en el cajón del desván. Nunca pensé que nadie me
rescataría. Sé que nadie os ha hablado de mí. Soy vuestra tía
abuela, la que bailaba el charlestón como una loca, la que se
enamoró de aquel capitán de navío inglés…¡Soy María Eduarda!,
y vuelvo a estar con mi familia, ¡Qué alegría!”.
Sin
embargo, ninguna de estas palabras pudieron escucharse en la sala de
la vieja casa. Los primos Rafael y Carmen cabecearon un poco,
acercaron la imagen a su vista y finalmente se la devolvieron a
Beatriz, haciendo un gesto negativo con la cabeza.
“Debió
de ser alguna amiga de la familia, pero piensa que iba demasiado
moderna para la época, no sé, igual alguna extranjera”, dijo
Rafael. “Pues sí”, exclamó Beatriz. “Seguro que no era ni
siquiera de la familia”, y con un gesto un poco displicente rompió
en trocitos la fotografía. Nadie pudo escuchar los gritos de María
Eduarda, que no paraba de repetir: “No, dejadme, no quiero que me
olvidéis, no sigas, Beatriz”.
Pero
fue imposible frenar aquello, igual que fue imposible parar la
tormenta que se desató en esos momentos en el patio. Los primos y
los hermanos cerraron todas las puertas y salieron al zaguán. Se
abrazaron. Todos se daban cuenta de que ahí terminaba la historia
familiar. Con dignidad y tristeza, abrieron el portón de la casa a
la empleada inmobiliaria, que no había parado de llamar a la aldaba.
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