Miedo - Gloria Losada




Conocí a Samuel cuando se unió a nuestra pandilla de amigos y desde el principio me cayó fatal. Había llegado a trabajar a la ciudad procedente de la capital y era primo de uno de los nuestros. Estaba solo, sin amistades, y se unió al grupo. Pero su manera de entender la diversión no tenía nada que ver con la nuestra. A él le gustaban las juergas nocturnas, mientras que nosotros éramos mucho más tranquilos. Organizábamos reuniones para comer o cenar, íbamos al cine o al teatro, a algún que otro concierto de algún cantante que nos gustaba y sobre todo hacíamos muchas excursiones, pero apenas salíamos por la noche. Él decía que éramos unos muermos, cosa que no era verdad en absoluto, simplemente pensábamos que había maneras de pasarlo bien sin necesidad de vivir la noche de manera desenfrenada, pillar borracheras monumentales y perder el día siguiente con una resaca del quince. Un día, harta de sus comentarios le espeté que sin tan mal lo pasaba con nosotros por qué no se largaba.
-Por el mundo hay muchos idiotas que piensan como tú, sin ir más lejos esta ciudad está llena de ellos. Siempre puedes pasar a formar parte de su club.
Me miró con cara de asesino primero y luego con una sonrisa burlona, pero no dijo nada. A partir de aquel día procuramos ignorarnos mutuamente, si cabe un poco más de lo que ya lo hacíamos antes.
Un sábado de primavera decidimos hacer una excursión por la montaña. Hacía tiempo que acariciábamos la idea, pero debido a nuestros trabajos era difícil coincidir todos.
Salimos a media mañana y cargados con nuestras mochilas comenzamos la ruta. Yo pensé que el Samuel de las narices no iba a acompañarnos, pero allí estaba, con su cara de estúpido y su sonrisa condescendiente, quejándose cada dos por tres de lo mucho que costaba subir. Pues haberte quedado en casita majo, pensé yo, pero no dije nada, para qué, no tenía ganas de discutir con un imbécil.
Después de comer comenzó a nublarse el día y decidimos regresar al punto de partida. Iniciamos el descenso. Comenzó a hacerme daño una bota y me quedé un poco rezagada sin perder de vista al grupo. Al poco empezó a caer una lluvia fina y paré para sacar de mi mochila un chubasquero. Cuando me lo hube puesto y miré hacia el frente ya no pude ver a ningún compañero. Grité sus nombres pero nadie contestó. De pronto detrás de unos matorrales apareció Samuel, al que habían entrado ganas de orinar.
Vaya por Dios, pensé yo, no podía perderme con otro, tenía que ser con este memo. Al darse cuenta de que los demás se habían adelantado demasiado me preguntó con gesto de pánico en su linda carita:
-¿Sabes el camino de vuelta?
-Pues.... va a ser que no – contesté – la guía va delante. Pero habrá que caminar, a ver si los alcanzamos.
Eso hicimos, caminar en silencio. Una hora, dos, dos y media... ya deberíamos de haber llegado. Dentro de nada comenzaría a anochecer. La lluvia había arreciado y una espesa niebla se iba adentrando montaña arriba. Efectivamente nos habíamos perdido. A lo lejos divisé una pequeña edificación de piedra, sin duda refugio de pastores, y decidí que lo mejor que podíamos hacer era pasar la noche allí. Los móviles no tenían cobertura y estábamos caminando sin saber hacia dónde. Mañana podíamos intentar el regreso a esperar que acudieran en nuestra ayuda. Puse mis pensamientos en conocimiento de mi adorable compañero, pero tenía toda la pinta de estar acojonado.
-¿Quedarnos ahí? ¡Estás loca! ¡Ni lo sueñes! – me contestó haciendo alarde, una vez más, de su altanería.
-Tú mismo. Si prefieres vagar toda la noche en la oscuridad a merced de los lobos y los osos....
-¿Lobos y osos?
Vi el terror reflejado en sus ojos y aunque yo tampoco las tenía todas conmigo, me encantó que se sintiera indefenso y no dudé en aprovechar la ocasión para mortificarlo un poco más.
-Sí, claro ¿qué te creías? Estamos en Asturias, en plena montaña, hay lobos, osos y demás alimañas. Y a mí no me apetece ser su menú. Yo me quedo aquí. Tú haz lo que quieras.
No dio réplica. Entró en el refugio detrás de mí como un corderillo. Dentro hacía algo de leña y encendimos fuego. Afortunadamente nos quedaba algo de comida y pudimos tomar una frugal cena. También había mantas y dos catres, pero yo no tenía sueño y el chico de ciudad parecía que tampoco. Estaba temblando y creo que no precisamente de frío.
-¿Tienes miedo? – le pregunté sonriendo.
Me miró con la misma cara de asesino con que solía hacerlo.
-¡Uy! Acabo de escuchar el aullido de un lobo ¿Tú no? Deben de andar por aquí cerca – mentí.
-¡No jodas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Nos devorarán! – repuso casi llorando.
No pude evitar soltar una sonora carcajadas al notar su miedo. Me reí tanto que me saltaron las lágrimas. Ver a aquel tonto muerto de miedo era una gozada.
-Eres una estúpida – dijo al darse cuenta de mi burla.
-No más que tú – le solté – y mira, a lo mejor no es el momento, pero aprovechando que estamos solos y que tu altivez ha bajado cuatro o cinco puntos te voy a decir lo que pienso. ¿Qué haces con nosotros tío? Hace seis meses que llegaste a la ciudad, seguro que con tu don de gentes has hecho un montón de amigos a los que les gusta lo mismo que a ti. Que seas primo de Roberto no te compromete a seguir en la pandilla. Créeme que por lo menos yo, y alguno más, estaríamos encantados de perderte de vista.
De pronto pareció que toda su soberbia se esfumaba. Miró hacia la leña que ardía y dijo:
-Al principio sí, es verdad, me parecíais unos aburridos. Pero luego vi que nada era tan malo como yo pensaba y ahora me gusta estar con vosotros, me gusta la vida tranquila que hacéis, la complicidad que compartís – miró hacia mí – Y sobre todo me gustas tú.
Si en aquel momento pudiera ver mi cara en un espejo estoy segura de que no reconocería mi reflejo, tan atónita me dejó su confesión. Jamás había imaginado tal cosa.
-Ah, pues forma que has tenido de demostrarlo – fue todo lo que se me ocurrió decir.
En ese momento escuchamos ruidos fuera. Nuestros amigos habían pedido ayuda y venían a rescatarnos. No había sido difícil dar con nosotros. La cabaña estaba apenas un kilómetro alejada de nuestra ruta.
Aquella noche, ya en la soledad de mi cama, no pude dejar de pensar en las palabras de Samuel. Nunca me había caído bien, pero reconozco que era un tipo atractivo y tenía un no sé qué que hacía que gustara mucho al género femenino... y a él el gustaba yo, seguramente la que más le detestaba. Aunque desde ese momento decidí dejar de hacerlo. Todos merecemos una segunda oportunidad ¿no?
Así que la relación comenzó a ser.... digamos, cordial, incluso en algún momento conseguimos reírnos juntos.
Todo esto pasó hace cuatro meses. Ya estamos metidos en septiembre y de nuevo proyectamos una excursión por la montaña, una ruta distinta. Será mañana. Ayer Samuel me preguntó si en esta ruta habría algún refugio de pastores.
-No lo sé – respondí – Yo creo que lo mejor es intentar no perdernos.
-Es que yo quiero volver a perderme contigo y tener miedo a los lobos – me dijo con una sonrisa que me desarmó.
-Bueno... podemos intentarlo.




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