El
día se anunciaba espléndido. En lo alto, las grandes moles de
piedra perforaban un cielo completamente azul. Más abajo, se
extendía un precioso manto verde lleno de vida. Eran las diez de la
mañana y ya se adivinaba el calor. Nuestra sexta excursión. Un día
detrás de otro subiendo y bajando sin parar. Estaba cansada. El
esfuerzo continuado había agotado mi resistencia. No obstante algo
dentro de mí me impedía parar. Miré de nuevo las indicaciones.
Puerto de la Glera, quinientos setenta metros de desnivel, unas
cuatro horas de caminata, bocadillo incluido, entre subida y bajada.
No parecía excesivo. Salí del coche y comencé a prepararme. Ya
llevaba puestos mis pantalones de montaña de verano y una camiseta
técnica de manga corta. Quité mis playeros y calcé mis zapatillas
de trekking. Preparé la mochila: agua, frutos secos, un bocadillo,
crema de sol, visera, bandana de múltiples usos, chaqueta de abrigo,
chicles, móvil. Ya solo faltaban los bastones. No necesitamos mirar
el plano. Delante de nosotros iba un grupo de gente. Los seguimos a
través de un sendero ascendente, un tanto confuso, roto por algunos
pequeños torrentes. Empecé a arrepentirme de haber comenzado el
camino. Había piedras tan grandes que mis piernas no alcanzaban a
dar pasos tan largos, teniendo que ingeniarme para meter el pie en
pequeñas hendiduras que me permitieran impulsarme hacia arriba
ayudada por los bastones. La mayoría de esas piedras estaban
resbaladizas por el agua. Debía tener cuidado. A izquierda y derecha
del sendero una extensa masa de pinos no nos dejaban ver más allá.
Sus formas eran caprichosas debido a la nieve y a los aludes. Ya
apretaba el calor, aunque había muchos tramos de sombra. Superada
esa primera parte, preguntándome quién me mandaría meterme en esos
berenjenales, sudorosa y cansada, buscando la sombra a cada paso, vi
abrirse ante mi una inmensa pradería alpina. Di por válido el
sacrificio. El paisaje era majestuoso. El sol brillaba sobre las
rocas desnudas y sobre las verdes praderas, proyectando una luz
especial. Quedé maravillada. Allí, arriba, en medio de la nada y el
silencio, me sentí inmensamente feliz, siendo consciente de mi
suerte. La mayoría de las personas nunca llegarían a ver algo tan
grandioso como lo que se ofrecía ante mis ojos. Pero el camino
seguía. Continuamos la marcha, ya más llevadera, aunque siempre en
ascenso y ya sin una sola sombra. Tenía que parar cada poco para
recuperar el aliento, beber agua, comer unos frutos secos para
reponer fuerzas o simplemente para mirar el paisaje que a medida que
ascendíamos se volvía más y más espectacular. De vez en cuando,
grupos, parejas o solitarios nos adelantaban. Entonces me sentía
decaer. Bueno, me decía a mi misma, éstos son jóvenes, no les
pesan los años ni los quilos, de qué me quejo. Eso me daba ánimos.
Pero cuando veía a alguien de mi edad superarme me apetecía dar la
vuelta o cortarle las piernas también, por qué no. Cierto es que vi
pocas personas de mi edad. Hombres sí. Mujeres no. Me dio por pensar
cuál era la razón. La verdad es que los hombres tienen una
resistencia mayor a la nuestra, pensé, así y todo...Aunque también
reconocí que ya en mis años mozos éramos pocas las que nos
adentrábamos en la montaña. Chicas jóvenes vi muchas. Jóvenes y
fuertes. Subiendo con alegría por el empinado sendero como si
pasearan por una calle comercial. Yo seguía con mis “sí” y mis
“no”. Sí, merece la pena el esfuerzo. No, a mí no me cogen en
otra. Por fin llegamos al torrente de Gorgutes. Medio camino hecho.
Allí paramos un buen rato. No tengo palabras para describir el
paisaje. Decir paraíso me parece insuficiente. Miré arriba. Un
sendero estrecho, empinado. Una hora más de esfuerzo. Me pregunté
si merecería la pena subir. Mi cuerpo ya estaba empapado en sudor y
mi cara, como siempre, roja por la congestión. Bueno, había día de
sobra, subiría poco a poco. La pendiente aumentaba, cortándome la
respiración por segundos, rabiada cada vez que alguien me
adelantaba, con un punto de vergüenza también, todo hay que
decirlo. Por algo cuando entramos en la oficina de turismo, la chica,
sin preguntarnos qué idea teníamos para nuestras excursiones, nos
dio unos folletos con las caminatas más sencillas. Nos vio viejos,
claro, sobre todo a mí. Ya dije que pocas mujeres de mi edad nos
acompañaban en la travesía. Tuvimos que mirar por nuestra cuenta,
comprando un libro en una tienda especializada donde parecieron
asombrarse también de las rutas que habíamos elegido. En ese
momento, rota en medio del sendero, sentí que toda esa gente tenía
razón. Cómo se me ocurría, a mi edad, hacer lo que estaba
haciendo. No obstante, paso a paso, continué caminando hasta llegar
al Ibón de Gorgutes, casi al final del camino. Allí paramos a comer
el bocadillo. Pan con chorizo, manjar de dioses, digno de un
restaurante relleno de estrellas Michelín. Hacía frío. Frío y
viento. Como si el verano hubiera desaparecido dando paso al
invierno. Tan solo el cielo azul y despejado hablaba de un buen día.
Más de media hora de descanso y la comida tuvieron en mí un efecto
reparador. Seguimos la marcha rodeando el ibón, hasta llegar al
final de la ruta. Allí, en el puerto, cuyo paso era usado hace
muchos años para pasar de España a Francia, contemplamos asombrados
un gran contraste entre la vertiente francesa, salpicada de verdes
valles, y la vertiente española, piedra agreste y descarnada. Era
como si un pintor hubiera pintado dos cuadros diferentes y luego los
hubiera unido por una línea imperceptible.
En
el puerto nos encontramos con mucho frío y poco espacio. Miramos el
paisaje un rato y comenzamos el descenso. Odio los descensos. Las
rodillas soportando la carga de todo el cuerpo. El tener que
extremar la atención en dónde pisas y cómo lo haces, pues la
piedra suelta tiene la manía de deslizarse y arrastrarte con ella.
¡Benditos bastones! En esos momentos son mis grandes aliados. Bueno,
en realidad en cualquier momento. Para subir te ayudan a impulsarte.
Para bajar te ayudan a frenarte. Ellos, hincados en la tierra, son tu
sustento. Bajamos poco a poco, con calma, preguntándome a cada paso
cómo podía ser que hubiéramos subido tanto. Siempre me pasa lo
mismo en las bajadas. Siempre me parece imposible que haya llegado
tan arriba. Los descensos se me hacen largos, pesados, incluso
dolorosos. Las dichosas rodillas se quejan a menudo. Al bajar hay
mayor oportunidad de admirar el paisaje. Breves paradas para hacerlo.
Muchas fotos. Nueva parada a mitad de camino, junto al torrente de
Gorgutes. Un poco más de comida. La libertad de sacar los pies de
las zapatillas de trekking e introducirlos en el agua fría, helada.
Luego, el placer de secarlos al sol. Daba pena levantarse de allí,
de una simple piedra, excelente asiento. Temía la parte última de
bajada, la de los grandes bloques. Una vez más los bastones fueron
mis mejores amigos. Paso a paso, con cuidado, bastones bien
colocados, pies en equilibrio perfecto. Creí que no llegaba nunca a
la carretera. Mi cuerpo ya no daba más de sí. Mis pies se quejaban.
Mis piernas caminaban como un par de autómatas. Tardamos mucho más
de lo que ponía en el libro, como siempre. ¿Quién controla los
tiempos? Supongo que realizan la ruta jóvenes fuertes y
acostumbrados al medio que parecen gamos. Pienso si sería bueno
hacer una reclamación para que nos digan, aproximadamente, lo que
podemos tardar las personas de mi edad. Bah, qué tonterías pienso,
como si a alguien le interesara eso. Si somos cuatro gatos. Bueno,
cuatro gatas. Entre paso y paso y pensamiento y pensamiento llegamos
a destino. Cuando vi el coche esperándome me apeteció darle dos
besos. Sentía una felicidad especial, plena, como si acabara de
hacer algo importante, una hazaña, aunque solo a mí me importara.
Mandé que me sacaran una foto, yo que las odio. La conservo con
cariño. Estoy fea, con el pelo sudado recogido en la bandana, los
pantalones sucios, la cara enrojecida por el esfuerzo. Pero mi
sonrisa delata mi felicidad, mi triunfo sobre mí misma. He dicho que
no pienso repetir la experiencia porque seré un año más vieja y
estaré más cansada, pero sé, que mientras pueda, seguiré fiel a
mi cita con la montaña. Volveré para ver esos paisajes que ven tan
pocos ojos. Volveré para pisar donde pisan pocas huellas. Volveré
para saludar a los desconocidos que encuentre en mi camino. Volveré
para maldecir a esos jovenzuelos que trotan como cabras. Volveré
para sentir de nuevo el silencio y el sosiego que me inunda cada vez
que me adentro en la montaña. Volveré para evadirme del mundo y sus
problemas; para sentirme inmensamente feliz.
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