La gente de ciudad es muy insensata. No dejes camino por senda, solían decir mis abuelos, gente sabia de monte arriba.
Pero
como todas las calles van a la plaza, a veces todo se quedaba en un
susto.
Recuerdo
a mi abuela, sentada en la puerta de su casa de piedra, tejiendo y
cantando con sus vecinas.
–Sucederá.-
decían de vez en cuando.- Ha de suceder. Porque tarro chico, pronto
rebosa.
Y
volvían a la labor, enredando o desenredando las madejas de lana
recién esquilada de las ovejas de las brañas.
A
veces acompañaba a mi abuelo al chigre. Y allí entre cantarín y
cantarín se escuchaba la misma cantinela.
–Sucederá,
antes o después. Porque quien al cielo escupe, en su cara repercute.
–Y
ya se sabe que por la noche todos los gatos son pardos.
–Porque
para San Andrés, todo noche es.
Algún
día me traeré la libreta del colegio y apuntaré todo esto. Pensaba
yo, maravillado ante tanta sabiduría popular.
Pero
quien tenía que escuchar aquellas advertencias no era yo, un crío
que no levantaba dos palmos de pie. Sino los que venían de la
ciudad, para ir de excursión a la montaña. A respirar, decían. Los
viernes por la tarde, al salir del colegio veías sus coches grandes
y relucientes, aparcados uno junto a otro en las antiguas huertas que
ya nadie labraba. Y se sentaban en los bancos de madera vieja del
chigre, hablando con términos extraños. Sobre acciones, multas,
índices de polución, rayos UVA o automóviles híbridos.
Cuando
de la boca de mi abuelo o de sus vecinos salía un refrán, de las
suyas escapaban risotadas.
–Qué
descansada vida la de los poetas de monte. ¡Salud!- Y brindaban por
la felicidad del campo.
–Sucederán
cosas, muchacho.- me decían en el chigre.- Ya se sabe. No corras sin
saber andar.
Y
mirábamos a aquellos tipos extraños, tan confiados, como si fueran
extraterrestres.
Y
los veíamos subir, haciéndose cada vez más pequeñitos, rumbo al
pico que a veces daba sombra al pueblo. Tardaban horas pero solían
volver antes de la noche. Cansados y doloridos por el esfuerzo de
caminar cuesta arriba. Pero satisfechos por sus logros. Cogían sus
coches y volvían a su vida urbanita.
–Hasta
la próxima, chaval.- me decían. Y me daban cinco duros.
Yo
los guardaba en una caja de galletas. Poco había en lo que gastarlos
por entonces. Pero tenía en mente la advertencia de los mayores.
Algo sucederá y habría que estar preparado.
Siendo
un poco mayor, por los inviernos cuando no era tiempo de escuela,
acompañé varias veces a mi abuelo a la braña. A que las vacas y
ovejas pastaran aquellas hierbas sanas y verdes. Que corrieran y se
hicieran fuertes, para luego vender la leche fresca o su carne prieta
en el mercado.
Su
cabaña era redonda, toda de piedra con una abertura para la puerta y
otra en el techo para que saliera el humo. A pesar de la altura y lo
abrupto del terreno jamás nos ocurrió ningún percance. Mi abuelo
había recorrido aquellos montes desde su niñez y se sabía cada
roca y cada ladera de memoria.
Una
tarde de niebla espesa en la que volvíamos de inspeccionar a nuestro
ganado se oyó un grito. Al principio mi abuelo lo confundió con el
graznido de algún ave de presa.
–Será
una vaca que se ha roto una pata.- dije yo.
Mi
abuelo puso cara seria. Sus animales eran su sustento. Y no podía
permitirse el lujo de perder ninguno.
–Quédate
aquí.- me ordenó, mientras cogía su garrota y se calzaba sus botas
fuertes.
–No,
voy contigo. Yo te ayudaré. ¿Y si te caes tú?
Su
mirada se enfrentó a la mía. Y en ese momento creo que se dio
cuenta de que yo sería su sucesor en aquellos montes altos y
aislados.
Salimos
y de nuevo escuchamos el grito. Esta vez más claro.
–¡¡¡
AYUDA !!!
–No,
si ya lo decía yo… Lo que tenía que suceder, ha ocurrido.
Mi
abuelo se volvió ante mí la voz de la experiencia. Y recordé
aquellos refranes del chigre y aquellos urbanitas despreocupados. Ni
en verano sin bota, ni en invierno sin ropa.
De
nuevo escuchamos el grito de socorro. Empezó a nevar y casi perdimos
nuestro rumbo. El eco nos devolvía tantas respuestas que nos
confundíamos a cada paso. Mi abuelo silbaba y solo ovejas y vacas
respondían con sus mugidos.
Hasta
que guiados por una de nuestras vacas, que nos había olido entre el
frío, dimos con un hueco de la roca que servía para cuando la
lluvia cogía a los pastores desprevenidos. Allí refugiados
encontramos a tres jóvenes con poca ropa, mucho frío y un miedo que
se les comía la cara.
Mi
abuelo no dijo nada. Les dio la mano uno a uno, yo saqué unas
pellizas de lana de mi mochila y una cuerda. Y en fila india fuimos
despacio, rumbo a la cabaña bajo la nieve. Allí les dimos leche
caliente de nuestras vacas y un poco de abrigo.
A
la mañana siguiente, cuando la nevada había parado, bajamos con
ellos al pueblo. Allí nos esperaban sus coches de ciudad, nuestros
vecinos y la Guardia Civil. Que me nombraron rescatador honorario.
Aquello me hizo ilusión y determinó mi futuro.
Sigo
en el pueblo que me vio nacer, con el dinero de la caja de galletas
inicié mi preparación como montañero. Ahora dirijo un hotel de
alta montaña y durante el invierno, un fin de semana sí y otro
también, he de coordinar con la Guardia Civil misiones de rescate de
locos urbanitas que creen que todo el monte es orégano.
Aunque
la sabiduría popular lo dice bien claro:
Cuando el grajo vuela bajo hace un frío del carajo.
Y
a pesar de que desde todos los Santos a Navidad es Invierno de
verdad, sucederá que se tropieza una y mil veces con la misma
piedra.
Chigre:
Palabra asturiana empleada
popularmente para referirse a los establecimientos donde se expende y
bebe sidra. Bar,
tasca.
Braña:
Pastos altos comunales frecuentados por el ganado.
Todos
los refranes referidos al campo que aparecen están sacados de:
http://refranes.casamiguel.org/
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