Su marido nunca había sido detallista así que cuando llegó a casa
y vio la mesa quedó asombrada. Había puesto el mantel bueno, la
vajilla que nunca usaban, la cristalería de las pocas grandes
ocasiones. La invitó a sentarse con galantería. Le sirvió un vino
blanco y después desapareció tras la puerta de la cocina para
reaparecer con un humeante y oloroso salmón que resultó exquisito.
Dieron buena cuenta de la botella de vino mientras comían y
charlaban divertidos. Después llegó el regalo. Un collar de perlas.
Él se lo puso, como en una escena de película. Ella no se podía
sentir más feliz, olvidando de golpe una larga época de
desencuentros. El champán fue el colofón a una obra perfecta.
Chocaron las copas y bebieron. Ella comenzó a ahogarse. No hubo nada
qué hacer. Media hora más tarde se confirmó su muerte. La
investigación determinó que todo había sido un accidente por
imprudencia. Él era un cinéfilo empedernido y a familiares y amigos
no les extrañó que no sopesara las consecuencias de introducir un
anillo dorado en una copa de champán. El crimen había sido
perfecto, de película.
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