El hijo descarriado - Gloria Losada


                                          
Relato inspirado en la fotografía




Don Segismundo Colmenares era un hombre de bien, recto, honrado, y generoso, o al menos así era como se consideraba a sí mismo. Había hecho una pequeña fortuna a base de gastar poco y trabajar mucho en la granja que había heredado de su abuelo materno y de los millones que guardaba en el banco, de vez en cuando, ofrecía algún donativo a la Iglesias o las Instituciones benéficas de la ciudad, mil o dos mil pesetas,tampoco mucho más, que después se acostumbraban y ya se sabe, las costumbres acaban haciendo leyes. Era por eso que el hombre era bien considerado entre el clero y los altos cargos del Ayuntamiento, no precisamente por los donativos, sino por la fortuna que tenía, parte de la cual, a buen seguro, iría a parar a las arcas públicas y eclesiásticas si continuaban las buenas relaciones.
Los habitantes de Villahermosa de los Conejos, hermoso y agreste pueblo del interior de Extremadura lo respetaban a regañadientes, puesto que lo consideraban un viejo avaricioso, aparte del alegre tufillo que solía despedir, a estiércol rancio y a sudor añejo, fruto de su rechazo al agua y su alergia al jabón, que le hacían tomar un baño rápido una vez al mes con mucha suerte.
Segismundo Colmenares contrajo matrimonio ya entrado en años con Alicia Romuáldez y Santiago de Montánchez, hija menor de la marquesa viuda de Montánchez, que aceptó el matrimonio a regañadientes, puesto que no consideraba a Segismundo de su misma clase social. Pero entre lo arruinada que estaba y lo fea que era su retoña, no le quedaba más remedio que transigir, y cuando el hombre la visitó una tarde y le propuso desposorios con su Alicita, a pesar de su ordinariez, de aquel traje de los domingos raído y con lamparones y de su olor al queso que había estado haciendo aquella tarde y a otros cuantos aromas más, ninguno agradable, le concedió la mano de su hija pensando más en los pros que en los contras de aquel inesperado enlace.
Orlando Colmenares y Romuáldez nació en una tormentosa tarde de verano justo nueve meses después de la boda. El parto fue largo y doloroso, tanto que en cuanto se vio recuperada la madre tomó las de Villadiego y desapareció dejando una simple carta de despedida en la que decía que no estaba dispuesta a permitir que Segismundo le siguiera haciendo hijos y que había decidido recluirse en un convento de clausura. Segismundo se dijo entonces que no quería saber más de mujeres y contrató una mujer para que se hiciera cargo del pequeño Orlando, pues el no tenía tiempo para educar a aquel mocoso.
El muchacho mostró desde bien pequeño trazas de rebelde a inconformista. Armaba las de San Quintín cuando las cosas no salían a su gusto y detestaba el olor de las vacas y los cerdos. Cuando comenzó a ir a la escuela demostró una inteligencia fuera de lo normal y con apenas seis años le dijo a su padre que se negaba a ir a misa porque estaba seguro de la inexistencia de Dios. Tener un hijo blasfemo era de lo peor que le podía ocurrir y Segismundo no dudo en darle unos cuantos zurriagazos con un cinturón para acallarle la boca a aquel hijo del demonio.
No dieron resultado alguno. Con catorce años Orlando fumaba tabaco y porros y le dijo a su padre que quería ser poeta o filósofo, pero que en modo alguno se iba a hacer cargo de aquella granja de mierda. Segismundo hizo caso omiso a aquellas tonterías, ya se ocuparía él de que las cosas fueran por el camino que tenían que ir. Su táctica era siempre la misma, negar todas las tonterías que se le ocurrían a aquel idiota, ni iba a ser poeta, ni filósofo, ni siquiera iba acudir a la Universidad, nido de sinvergüenzas y subversivos.
Cuando el muchacho acabó el bachillerato con notas brillantes y pretendió presentarse a los exámenes de la antigua selectividad su padre le dijo que no hacía falta, que tenía reservado para él algo que le iba a encantar, que a la semana siguiente irían a Sevilla y le pondría al corriente de ello. Orlando, pecando de una ingenuidad desconocida en él, se pensó que lo que su padre le iba a ofrecer era completar sus estudios en alguna Universidad privada, pontificia, o algo así, dadas las evidentes inclinaciones católicas de su progenitor.
El día señalado montaron ambos en el dos caballos de Segismundo, que estaba para retirar ya y hacía ruidos extraños por todos lados, y se encaminaron hacia la capital Hispalente, a la que no llegaron nunca. A la altura de Dos Hermanas Segismundo se desvió hacia un pueblo perdido en la campiña sevillana llamado Cuervos Negros, en el que había montado una granja de toros de lidia sementales, y de la que se iba a hacer cargo Orlando, le gustara o no.
Al muchacho le cayó el alma a los pies ante semejante panorama y se sintió tan deprimido que no le quedaron ni fuerzas para revelarse.
-Para ser poeta o filósofo no hace falta estudiar – le dijo su padre – Y además esas tonterías no dan dinero. Así que venga, ponte a trabajar, y si entre polvo y polvo de los toros quieres escribir poesías o filosofar sobre las tonterías del mundo, hazlo.
Lo intentó, durante los siete meses que estuvo en aquel lugar lo intentó, pero los toros bravos, que le miraban con aquellos ojos furibundos, amenazándolo con sus cornamentas, no le inspiraban en absoluto.
Casi estaba a punto de caer en la depresión cuando un buen día apareció por allí una mujer extraña. Vestía ropas holgadas y cubría su cabeza con una toquilla de fieltro tosco. Era poco agraciada, pero algo había en sus ojos que a Orlando le dio confianza. La mujer no se anduvo con muchos rodeos.
-Soy tu madre. A mis oídos ha llegado tu desgracia, aun hay gente buena en el mundo, y no voy a permitir que el asqueroso de tu padre eche a perder tu vida. He estado todos estos años recluida en un convento y aprendiendo informática porque me aburría. He contactado con hackers de todo el mundo. Si vienes conmigo, yo te ayudo a joder a tu padre. Vivo en Asturias.
Al día siguiente ambos partieron hacia el norte. Alicia vivía en una casa Indiana, cerca del mar y rodeada de jardines. Orlando se enamoró del entorno y comenzó a escribir poesía como un loco. Para sacar un poco de dinerillo le dijo a su madre que podía trabajar afilando guadañas y hoces, pues había visto material para ello en el cobertizo. Alicia pensó que el cambio de aires no le había hecho bien a su hijo pero se limitó a encogerse de hombros, mientras veía como Orlando ponía un anuncio en el exterior del cobertizo. Se afilan guadañas y todo tipo de objetos cortantes. Durante una semana se dedicó a ello por las mañanas, mientras por las tardes escribía hermosas y bucólicas poesías inspiradas en aquellos paisajes. Pasado ese tiempo su madre le dijo.
-Hala, déjate de hacer el imbécil que acabo de afanarme todo el dinero de tu padre. Lo he traspasado a una cuenta en Las Bahamas. Dos millones de euros tenía el cabrón.
Pero Orlando había encontrado la horma de su zapato y así asentó su vida. Adquirió fama como afilador y como poeta y vivió feliz con su madre sin importarle un pimiento el destino de su padre, que cuando se dio cuenta de que alguien le había robado todo lo que había conseguido a lo largo de su vida se metió anacoreta y se fue a vivir a una cueva. Y todos felices ¿o no?





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