El mejor cabruñador del Principado - Marian Muñoz



                                            
Relato inspirado en la fotografía


Sentía su estomago lleno de mariposas revoloteando, no paraba de comer para aplacar los nervios y aún así no lo conseguía. No era la primera ni la última vez que montaba en avión, pero esta ruta le suponía el viaje más complicado de su vida. Desconocía cuál sería el final del trayecto o si alcanzaría el objetivo del mismo, había sido tan pensado y tan meditado que le asaltaban dudas sobre el éxito de su misión.
Recostándose en su asiento, intentó tranquilizarse rememorando los orígenes de esta decisión y lo oportuno del momento para realizar la búsqueda.
Nikolái era hijo de un niño de la guerra española, su padre llegó a Moscú procedente de España, sacudida por una guerra civil muy cruenta. Como refugiado de élite fue concienzudamente educado e instruido para ser un futuro jerarca español en la república. Los hados no fueron propicios para dicho destino, teniendo que servir al régimen comunista en un departamento técnico del politburó. Su integración en la sociedad rusa fue total. Casó con Irina y ambos disfrutaban de una vida hogareña acomodada que se completó con el nacimiento de su hijo. Se reunía con españoles que vivían la misma situación, en casa hablaba en español para que su mujer y sobre todo su hijo, tuvieran mediante el idioma, conocimiento de una cultura que casi tenía olvidada.
Recordaba la felicidad entre sus progenitores y la buena armonía familiar, hasta que un tratado ruso-español ofreció a su padre regresar a su país, a sus orígenes, con una propuesta en firme de trabajo y vivienda para así hacerle más interesante la vuelta. Agustín, su padre, tardó tiempo en comentarlo con Irina y bastante más en decidirse, pero el progreso y las libertades que comenzaban a disfrutarse en España le parecían más atractivas que el bienestar en Moscú. El régimen comunista premiaba a sus incondicionales, pero siempre existía el temor de ser denunciado por alguien que no te apreciaba. Con tristeza y esperanza decidió aceptar el traslado e incluir también a su esposa y a su hijo. Pero Irina no podía abandonar a sus padres, a quienes cuidaba desde hacía un año y que sin su ayuda estarían completamente abandonados. Optó por quedarse y planear reunirse con él más adelante. Su hijo permanecería con ella sirviendo de reclamo al regreso de su padre.
Agustín comenzó su andadura en solitario, en su Langreo natal consiguió un buen puesto de trabajo en la minería, gracias a los estudios realizados en la URSS. A casa de Nikolái llegó una primera carta, muy larga, donde narraba las vicisitudes del viaje, las reticencias de los vecinos y la satisfacción que le brindaba su puesto de trabajo. A los pocos meses llegó una segunda, donde con ilusión comentaba el arreglo de la vivienda familiar para cuando Irina y Nikolái pudieran reunirse con él. En dicha carta enviaba una foto suya con una pinta muy divertida, y en la parte trasera había escrito “el mejor cabruñador del Principado”. El joven muchacho estaba ilusionado con las misivas de su padre, pero la foto y aquella palabra desconocida, le intrigó durante algún tiempo. Buscó el significado en los diccionarios de casa y luego en los de varias bibliotecas públicas, pero “cabruñador” seguía sin aparecer. Esperando más novedades de su padre, las semanas se volvieron largas, luego los meses y los años hicieron guardar en el cajón del resentimiento y el olvido los recuerdos paternos.
Con el tiempo sus abuelos murieron, su madre solicitó el divorcio y volvió a casarse con un hombre fuerte del partido. Hablar español en casa estaba mal visto, a pesar de que su madre trabajaba en la universidad ayudando a estudiantes sudamericanos a integrarse en las actividades lectivas. Él resultó un brillante alumno de Ingeniería y gracias al conocimiento del segundo idioma estuvo destinado por el gobierno en países como Cuba, Chile, Perú o Ecuador, donde se desenvolvía perfectamente y en donde comenzó a tomar forma su proyecto, poder viajar en busca de su padre, averiguar cuál había sido su destino, si la falta de noticias era debido a un abandono voluntario de su familia rusa, o si por el contrario un accidente segó su vida, tal como hace la muerte con la guadaña que él afilaba en aquella vieja foto.
En los diferentes trayectos de sus viajes, siempre a escondidas, consiguió renovar su pasaporte español, pues al nacer, su padre le había inscrito en la embajada. A través de diferentes sucursales del Banco Exterior de España fue depositando algunos ahorros, para sus futuras necesidades en territorio español. Todo el asunto lo llevaba con la máxima discreción, si su padrastro o alguno de sus jefes se enteraban le desterrarían a un gulag perdido en Siberia y su vida no valdría nada.
Cuando conoció a Ludmila su proyecto lo dejó aparcado, enamorado y feliz, estaba satisfecho con la vida que ambos llevaban, tenía un buen trabajo y los gemelos eran muchachos listos y espabilados. Catorce años tenían cuando su esposa le pidió el divorcio, largándose con un jefazo del Kremlin que le prometió una vida de lujos y derroches. Los adolescentes, a cargo de Nikolái, comenzaron a tener un comportamiento beligerante con su progenitor, debido al abandono de su madre.
De nuevo Nikolái echó en falta a su padre, a pesar de haber idealizado su recuerdo, creía que bajo la influencia de un abuelo los chicos se centrarían y serían más comedidos en sus comportamientos. Retomó de nuevo el proyecto de encontrarle, de saber cuál había sido su vida y su final en el peor caso, fingió una depresión en el ministerio apareciendo un día borracho en el trabajo, le mandaron a casa durante dos meses, los cuales decidió pasar en la dacha que tenían en el campo, apartado de todo contacto humano, enviando a sus hijos a un campamento militar para que pudieran apreciar las comodidades que tenían en casa. Ciertamente la dacha no la pisó, viajó en coche hasta Polonia y desde allí tomó un vuelo hasta Madrid y otro hasta Asturias, en el que ahora se encontraba, nervioso por la incógnita de sus posibles descubrimientos e inquieto por cómo o quien podría ayudarle a encontrar a su padre.
Una vez bajado del avión se dirigió en autocar hasta Oviedo, allí pensaba disponer de alojamiento y de su centro de operaciones. En recepción preguntó la forma de acercarse a Langreo de donde Agustín era oriundo. Tanta práctica con el idioma le daba más un acento sudamericano que ruso y poniendo en su pasaporte Nicolás Valdés, nadie sospecharía que era extranjero. Pronto se hizo a la conducción del vehículo alquilado y con la foto de su padre en la chaqueta, se dispuso a preguntar a cualquier vecino del Valle de Samuño, de donde pertenecía su familia paterna.
Tras preguntar infructuosamente, unos ancianos que tomaban el sol delante de una casa, reconocieron a Agustín el de la china, su abuela había sido la maestra del pueblo y sus ojos rasgados le dieron ese apodo. El mismo que daban en clase a sus hijos por tener también los ojos achinados.
No supieron decirle que había sido de él, creían recordar que se había casado con una viuda del pueblo y marcharon a vivir a la capital, no teniendo más noticias de ellos. De regreso a Oviedo, Nikolái o Nicolás, como se hacía llamar, se dirigió al registro civil por si conseguía recabar algún tipo de información. Tuvo la suerte de cara y le atendió una funcionaria diligente que empatizó con sus intenciones. Tras emitirle un certificado de vida, le confirmó su domicilio actual, una residencia geriátrica de Monte Naranco para personas con movilidad reducida.
Se tomó un día entero de descanso planificando la forma en que iba a abordar a su padre. Desconocía su estado físico o mental y además, el que les hubiera abandonado por otra familia, le hizo, por unos instantes, resentirse de su pasado y del ingenuo motivo de su viaje. Pero superando su frustración, decidió continuar con sus propósitos, no era momento de tirar la toalla después de tantos años y haber arriesgado tanto. Pronto daría fin a sus ensoñaciones de infancia y esperaba encontrar respuestas a preguntas tan antiguas como sus años de vida.
La residencia estaba completamente vallada, el entorno era agradable, el edificio luminoso por su color blanco que reflejaba el sol de aquella mañana. Pulsó el timbre de la portilla que daba acceso al recinto, en el interfono una voz femenina le preguntó qué deseaba, y Nikolái con todo el aplomo de que fue capaz, respondió:
  • Soy Nicolás Valdés y vengo a ver a mi padre Agustín”.
La verja se abrió y un camino asfaltado le dirigía a la puerta principal del edificio donde una joven vestida de uniforme blanco y sonriendo le recibió.
  • Es un placer conocerle, Agustín no hace más que hablar de usted y ciertamente se parecen mucho.
Sorprendido y feliz por el comentario, le dio las gracias, siguiendo sus pasos que conducían a la habitación donde reposaba su padre. Ella les dejó solos y en un segundo sus ojos se llenaron de lágrimas al poder contemplarle estupefacto, salvo por el pelo cano y las arrugas, estaba tal cual lo recordaba y había visto tantas veces en aquella foto. Un saludo previo en ruso hizo abrir de forma exagerada los ojos del anciano y dedicándole una expresión de felicidad con la sonrisa más grande que jamás había visto, le extendió los brazos para fundirse ambos en un fuerte abrazo. Agustín seguía lúcido aunque tenía lapsus de memoria, sus piernas no funcionaban de tanto subir y bajar a la mina para organizar el trabajo, pero su mirada hablaba por él.
Una hora de conversación les bastó para contar las vicisitudes de su regreso al país, como casó con una joven viuda que estaba en la indigencia, cuidando de su hijastra como si fuera su propio hijo, porque esperaba que allá en Moscú, alguien también lo hiciera por él. Escribió muchas cartas que fueron devueltas por ser destinatario desconocido, intentó varias veces viajar para verle, pero la embajada rusa no le daba el visado, era un desertor que había preferido el capitalismo a la vida acomodada comunista. A pesar de que el anciano se fatigaba, no pararon de hablar, de contarse sus vidas y así fue como Nikolái inició su transformación en Nicolás, regresó a casa en busca de sus hijos, durante meses hizo las gestiones oportunas para trasladarse con ellos a vivir a Oviedo, donde tanto él como los muchachos fueron recibidos por la hijastra de su padre como si de familia se tratasen. Encontró trabajo como traductor, los adolescentes se acoplaron enseguida a su nuevo entorno e hicieron amigos, para los que al principio eran unos guapos extranjeros y terminaron siendo uno más de las movidas carbayonas. Nicolás, por fin, pudo averiguar el significado de la palabra que durante tantos años le había intrigado, cabruñador es el que saca el corte a la guadaña, picándola con un martillo especial sobre un yunque, a eso se llama cabruñar.





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