Entre dos mundos - Cristina Muñiz Martín


                                            

 Relato inspirado en la fotografía



Mi infancia transcurrió entre dos mundos diferentes. La familia de mi padre vivía en un pueblo pequeño de la montaña asturiana. El abuelo trabajaba el campo y hacía madreñas y pequeñas obras de artesanía de madera. La abuela, además de llevar una casa con cuatro hijos, cuidaba la huerta, una docena de gallinas y un cerdo. Era gente dura, austera, de carácter alegre y manos cariñosas. Con mucho esfuerzo sacaron a los hijos adelante. Mi tío Eusebio, como primogénito, heredaría las tierras, el trabajo penoso y el cuidado de los abuelos. Mi padre, al ser el más pequeño, gracias al trabajo de sus tres hermanos mayores, tuvo la oportunidad de ir a la universidad. Allí conoció a mi madre. De familia adinerada, intelectual, fría. Se casaron en cuanto empezaron a trabajar. Compraron un piso en el centro y al año nací yo, su único hijo. No disponían de tiempo para tener más. Papá y mamá salían de casa muy temprano y volvían al anochecer de sus respectivos trabajos. Papá tenía un buen sueldo, mayor que el de mamá. Sus hermanos, uno en el pueblo, los otros dos en la fábrica, lo envidiaban. Pero era una envidia sana, una envidia orgullosa de haber contribuido con su sudor al éxito del hermano menor. Él nunca lo olvidó. Adoraba a sus padres y hermanos y no cejaba en su empeño de agradecerles el sacrificio de una u otra forma. Unas veces era ayudando económicamente al hermano necesitado. Otras, echando una mano en las tareas del campo cuando su tiempo libre se lo permitía. Siempre, con muestras de cariño. Mi madre no veía bien su comportamiento y se lo reprochaba a menudo. Recuerdo las broncas cuando faltaba algo de dinero o cuando papá hablaba de ir al pueblo quince días en verano. En su familia, las cosas eran de otra manera. Su hermana y ella se habían educado en colegios privados y en casa siempre había alguna criada que limpiaba, cocinaba o tenía a punto sus ropas. Nunca en la vida fregaron un plato. Cuando llegábamos al pueblo yo salía del coche corriendo hacia los brazos abiertos y las sonrisas francas de mis abuelos y mi tío Eusebio, aún soltero. Me sentía feliz en aquella casa con olor a bizcocho recién hecho y a las natillas que la abuela hacía para mí. Veía a papá contento en su antigua casa, con los suyos. Mamá, no. Mamá, desde nuestra llegada hasta que entrábamos en el coche para el regreso, sacaba a relucir su cara de asco, su peor carácter y sus aires de soberbia. Así y todo nunca escuché una palabra en su contra. Más bien al contrario. Tanto los abuelos como el tío hacían todo lo posible por halagarla, por hacerle la estancia lo más cómoda posible. Yo correteaba dichoso por el pueblo y los prados y pasaba muchas horas con el abuelo. Me gustaba sentarme a su lado en la cuadra, viendo cómo hacía una madreña, cabruñaba una guadaña o trabajaba con la navaja un trozo de madera del que nacía un juguete nuevo para mí. De sus manos salieron todos mis gomeros. Los mejores, pues siempre acertaba. Donde ponía el ojo, llegaba la piedra. Esos quince días de vacaciones eran para mí como viajar al paraíso. El paraíso de los olores, los colores, el aire libre, el cariño, la bondad, la felicidad dibujada en los rostros familiares, salvo en el de mi madre, claro. Al marchar me sentía triste. Sabía lo que me esperaba. Otros quince días con mi familia materna. Quince días en un chalet en la playa puede parecer lo más deseable para un niño. Pero no lo es si esa estancia está plagada de normas. Siéntate derecho, esas manos sobre la mesa, aquí se desayuna antes de las diez, la comida a las dos en punto, la cena a las nueve, no entres en casa con los pies de arena, no te me acerques que estás húmedo, ay que niño tan maleducado y flojito te ha salido hija, niño para de mover los pies...
Cuando me hice mayor conseguí, poco a poco, ir alargando mis estancias en el pueblo y disminuyendo las de la playa. Ya tenía suficiente con ver a mi familia materna en las comidas dominicales. Todos impecablemente vestidos. Todos con la espalda recta en la mesa. Mis dos primos imitando a la perfección la imagen y el comportamiento de los mayores. Los planes de futuro para los tres. Hablaban de universidad privada, de carreras, de máster, cursos en el extranjero, como si nosotros no estuviéramos allí, como si no tuviéramos nada que decir. Y yo, aunque callado, ya había decidido mi futuro. Cuando les hablé de mi decisión de cursar los estudios de Grado en Ingeniería Agropecuaria y del Medio Rural casi caen todos de la silla. Las cucharas volvieron bruscamente al plato de la sopa y las caras más que sorpresa expresaban consternación. Incluso mi padre pareció desconcertado, aunque quise ver bajo su bigote una sonrisa socarrona. Mis primos siguieron el camino establecido, con sus carreras de Medicina, como el abuelo, mi madre, mi tía y su marido, y yo mi Ingeniería Agropecuaria, sin que nadie lograra hacerme cambiar de idea. Ha sido la mejor decisión que tomé en mi vida. Hoy vivo en el pueblo, en la casa de los abuelos ya ausentes, en compañía del soltero tío Eusebio, con el que me une además del cariño, una gran afinidad. No es un hombre basto y sin cultura como dice mi madre; más bien la contrario. Con él aprendí lo que nadie me enseñó en la universidad. Con mi título y sus conocimientos hemos dado una vuelta a la casería familiar. Sembramos lo adecuado en el momento adecuado. Hacemos injertos, experimentos, planes...
En mi tiempo libre me refugio en la cuadra donde con las herramientas del abuelo, cabruño las guadañas, hago madreñas, juguetes para los niños y pequeñas esculturas de madera. Mi padre encontró su camino lejos de casa, en puestos importantes que le permite llegar una vida desahogada e incluso lujosa. Yo encontré mi camino en mis ancestros, en la naturaleza que me ampara, en el aroma de la tierra húmeda y fértil y en la belleza de las noches estrelladas donde veo dibujadas las sonrisas de mis abuelos: Francisco y Juana.







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