Relato inspirado en la fotografía
Mi
infancia transcurrió entre dos mundos diferentes. La familia de mi
padre vivía en un pueblo pequeño de la montaña asturiana. El
abuelo trabajaba el campo y hacía madreñas y pequeñas obras de
artesanía de madera. La abuela, además de llevar una casa con
cuatro hijos, cuidaba la huerta, una docena de gallinas y un cerdo.
Era gente dura, austera, de carácter alegre y manos cariñosas. Con
mucho esfuerzo sacaron a los hijos adelante. Mi tío Eusebio, como
primogénito, heredaría las tierras, el trabajo penoso y el cuidado
de los abuelos. Mi padre, al ser el más pequeño, gracias al trabajo
de sus tres hermanos mayores, tuvo la oportunidad de ir a la
universidad. Allí conoció a mi madre. De familia adinerada,
intelectual, fría. Se casaron en cuanto empezaron a trabajar.
Compraron un piso en el centro y al año nací yo, su único hijo. No
disponían de tiempo para tener más. Papá y mamá salían de casa
muy temprano y volvían al anochecer de sus respectivos trabajos.
Papá tenía un buen sueldo, mayor que el de mamá. Sus hermanos, uno
en el pueblo, los otros dos en la fábrica, lo envidiaban. Pero era
una envidia sana, una envidia orgullosa de haber contribuido con su
sudor al éxito del hermano menor. Él nunca lo olvidó. Adoraba a
sus padres y hermanos y no cejaba en su empeño de agradecerles el
sacrificio de una u otra forma. Unas veces era ayudando
económicamente al hermano necesitado. Otras, echando una mano en las
tareas del campo cuando su tiempo libre se lo permitía. Siempre, con
muestras de cariño. Mi madre no veía bien su comportamiento y se lo
reprochaba a menudo. Recuerdo las broncas cuando faltaba algo de
dinero o cuando papá hablaba de ir al pueblo quince días en verano.
En su familia, las cosas eran de otra manera. Su hermana y ella se
habían educado en colegios privados y en casa siempre había alguna
criada que limpiaba, cocinaba o tenía a punto sus ropas. Nunca en la
vida fregaron un plato. Cuando llegábamos al pueblo yo salía del
coche corriendo hacia los brazos abiertos y las sonrisas francas de
mis abuelos y mi tío Eusebio, aún soltero. Me sentía feliz en
aquella casa con olor a bizcocho recién hecho y a las natillas que
la abuela hacía para mí. Veía a papá contento en su antigua casa,
con los suyos. Mamá, no. Mamá, desde nuestra llegada hasta que
entrábamos en el coche para el regreso, sacaba a relucir su cara de
asco, su peor carácter y sus aires de soberbia. Así y todo nunca
escuché una palabra en su contra. Más bien al contrario. Tanto los
abuelos como el tío hacían todo lo posible por halagarla, por
hacerle la estancia lo más cómoda posible. Yo correteaba dichoso
por el pueblo y los prados y pasaba muchas horas con el abuelo. Me
gustaba sentarme a su lado en la cuadra, viendo cómo hacía una
madreña, cabruñaba una guadaña o trabajaba con la navaja un trozo
de madera del que nacía un juguete nuevo para mí. De sus manos
salieron todos mis gomeros. Los mejores, pues siempre acertaba. Donde
ponía el ojo, llegaba la piedra. Esos quince días de vacaciones
eran para mí como viajar al paraíso. El paraíso de los olores, los
colores, el aire libre, el cariño, la bondad, la felicidad dibujada
en los rostros familiares, salvo en el de mi madre, claro. Al marchar
me sentía triste. Sabía lo que me esperaba. Otros quince días con
mi familia materna. Quince días en un chalet en la playa puede
parecer lo más deseable para un niño. Pero no lo es si esa estancia
está plagada de normas. Siéntate derecho, esas manos sobre la mesa,
aquí se desayuna antes de las diez, la comida a las dos en punto, la
cena a las nueve, no entres en casa con los pies de arena, no te me
acerques que estás húmedo, ay que niño tan maleducado y flojito
te ha salido hija, niño para de mover los pies...
Cuando
me hice mayor conseguí, poco a poco, ir alargando mis estancias en
el pueblo y disminuyendo las de la playa. Ya tenía suficiente con
ver a mi familia materna en las comidas dominicales. Todos
impecablemente vestidos. Todos con la espalda recta en la mesa. Mis
dos primos imitando a la perfección la imagen y el comportamiento de
los mayores. Los planes de futuro para los tres. Hablaban de
universidad privada, de carreras, de máster, cursos en el
extranjero, como si nosotros no estuviéramos allí, como si no
tuviéramos nada que decir. Y yo, aunque callado, ya había decidido
mi futuro. Cuando les hablé de mi decisión de cursar los estudios
de Grado en Ingeniería Agropecuaria y del Medio Rural casi caen
todos de la silla. Las cucharas volvieron bruscamente al plato de la
sopa y las caras más que sorpresa expresaban consternación. Incluso
mi padre pareció desconcertado, aunque quise ver bajo su bigote una
sonrisa socarrona. Mis primos siguieron el camino establecido, con
sus carreras de Medicina, como el abuelo, mi madre, mi tía y su
marido, y yo mi Ingeniería Agropecuaria, sin que nadie lograra
hacerme cambiar de idea. Ha sido la mejor decisión que tomé en mi
vida. Hoy vivo en el pueblo, en la casa de los abuelos ya ausentes,
en compañía del soltero tío Eusebio, con el que me une además del
cariño, una gran afinidad. No es un hombre basto y sin cultura como
dice mi madre; más bien la contrario. Con él aprendí lo que nadie
me enseñó en la universidad. Con mi título y sus conocimientos
hemos dado una vuelta a la casería familiar. Sembramos lo adecuado
en el momento adecuado. Hacemos injertos, experimentos, planes...
En
mi tiempo libre me refugio en la cuadra donde con las herramientas
del abuelo, cabruño las guadañas, hago madreñas, juguetes para los
niños y pequeñas esculturas de madera. Mi padre encontró su camino
lejos de casa, en puestos importantes que le permite llegar una vida
desahogada e incluso lujosa. Yo encontré mi camino en mis ancestros,
en la naturaleza que me ampara, en el aroma de la tierra húmeda y
fértil y en la belleza de las noches estrelladas donde veo dibujadas
las sonrisas de mis abuelos: Francisco y Juana.
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