¡Olé la abuela! - Marian Muñoz


                                           Resultado de imagen de 50 euros

Cuando fue a pagar se dio cuenta que no llevaba la cartera, tras el susto del primer momento y teniendo los productos dentro del carrito de la compra, se lo confesó a la cajera, quien asombrada y apenada por la vergüenza momentánea de la clienta, no supo qué responder en primera instancia. Ella luchaba por recordar si la había dejado en casa o se la habían robado, algo muy posible en los tiempos que corrían, pero en su memoria no lograba dar con la respuesta. Mientras tanto la cajera, quien conocía de sobra a la apurada mujer, le contestó que no pasaba nada, que fuera con la compra hasta casa y luego ya le pagaría la deuda. Pero ella sentía que esa solución no era la correcta, la cajera tendría que poner de su bolsillo el dinero aunque luego ella se lo diera y no le parecía justo.
De pequeña estatura, rubia y con un motorin en las piernas, aquella anciana de 90 años, según había declarado en alguna ocasión, era bien conocida en el supermercado, iba veloz por los pasillos cogiendo los alimentos o productos que necesitaba cada día, tarea que solía hacer tres o cuatro veces por semana. Su comportamiento educado y amable se había granjeado el aprecio de todas las dependientas, desde las reponedoras hasta las cajeras y las que atendían el mostrador de carne o pescado. Exigente con todas a la hora de apreciar la calidad de un producto, pero generosa al contemplar el esfuerzo y amabilidad con que la trataban, siempre sonriente y preocupada por la salud o familia de quien la atendía. Por eso la cajera no se preocupó en absoluto de su despiste, confiaba de antemano que era cumplidora y que al vivir cerca del supermercado, enseguida volvería con el dinero debido.
La encantadora anciana era una superviviente de la vida, la mediana de nueve hermanos, como siempre decía, la del medio esta en tierra de nadie, porque ni es de los mayores ni es de los pequeños, la del medio nada más. Su madre quedó viuda bien joven, y con tantos hijos a cargo todos tenían que echar una mano para sobrevivir. Al salir de casa los chicos más mayores para ayudar a la economía familiar, quedó al cargo de sus hermanos pequeños, pues las dos hermanas de más edad se encargaban de las tareas de la casa. Cuando la guerra se vieron obligados a huir del pueblo por rencillas vecinales que les iban a costar la vida, regresando a su lugar de origen. Apenas tenía quince años pero suficiente espabile para trabajar en una fábrica de galletas. Al termino de su jornada y regresar al nuevo hogar familiar, sus hermanos expectantes le registraban los bolsos del mandil de trabajo, porque en ellos siempre encontraban trozos de galletas, que al romperse accidentalmente en la manipulación o adrede por ella, iban a la basura, pero los rescataba para alimentar a su familia, ya que algunas veces era el único alimento que ingerían en el día.
Al termino de la guerra regresaron al pueblo del que partieron, y alternó su trabajo en el Ayuntamiento con el relevo de sus hermanas en la centralita telefónica que habían instalado en su casa, sus principales clientes eran el cuartel militar cercano y la fábrica de camiones, que sin descanso utilizaban asiduamente sus servicios. Llevaba tantas experiencias importantes a sus espaldas que éstas ya estaban encorvadas. A sus largos noventas años, sabía cómo salir airosa de muchas situaciones incomodas, y ésta, para sorpresa de todos, iba a ser otra de ellas. Dejó a la cajera pendiente del pago, a pesar de seguir en el turno una nueva clienta en la cola, no le importó esperar un poco más, divertida, con tal de ser testigo de cómo salía airosa del contratiempo aquella rubia bajita. Se dirigió sin prisa pero sin pausa hacia el mostrador de la pescadería, donde hacía escasos minutos había estado escogiendo el segundo plato de la comida, unos bocartes para su nieta, que abiertos y rebozados con harina y huevo, le encantaban a la pequeña, como ella llamaba “los de la colita”. Saludó de nuevo a la pescadera y sin pensárselo dos veces, le pidió cincuenta euros, explicándole que se había dejado la cartera en casa y debía pagarle la compra a la cajera. La empleada del supermercado la conocía muy bien, sabía de lo exigente que era con su producto y de cómo le halagaba el buen resultado al cocinar el mismo, reconocía por su aspecto cuidado, siempre arreglada y de peluquería los viernes, que lo dicho era cierto y no tuvo reparo en dejarle el dinero. Se quitó los guantes, acercándose al bolso sacó un billete de cincuenta euros que facilitó a la anciana, quien tras darle las gracias y dirigirse a la caja para no perder más tiempo, le comentó que en cuanto llegara a casa regresaría para devolvérselo. La pescadera, sorprendida y divertida por la rápida resolución de la mujer, le respondió que no hacía falta la premura, más ella le dijo que sí, no fuera que por dejarlo para más tarde se le olvidara, y entonces no tendría perdón ni vergüenza.
Salió tan airosa de la situación, que en el supermercado a todos dejó boquiabiertos por haber resuelto tan rápidamente la situación, y como había prometido, a los diez minutos regresó con un billete de cincuenta euros para reintegrárselo a la pescadera.
Un día agitado para un ama de casa normal y corriente, y que como todas las mujeres de su época, estaba acostumbrada a resolver contratiempos que surgían sin buscarlos. Ya estaban su marido y su nieta durmiendo la siesta postcomida cuando llegó su hija del trabajo, y mientras estaba disfrutando de los ricos bocartes, le dijo:
  • ¡No sabes lo que me ha pasado hoy, en mi vida me ha ocurrido algo igual, fui a la compra sin el monedero y tuve que pedir cincuenta euros a la pescadera!”.
  • ¿Qué dices y ella te los dejó? Preguntó su hija.
  • Sí, en cuanto llegué a casa, cogí un billete y se los devolví.
  • ¿Pero eres amiga de la pescadera?
  • No, pero es buena persona y me los prestó.




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