Cuando
fue a pagar se dio cuenta que no llevaba la cartera,
tras el susto del primer momento y teniendo los productos dentro del
carrito de la compra, se lo confesó a la cajera, quien asombrada y
apenada por la vergüenza momentánea de la clienta, no supo qué
responder en primera instancia. Ella luchaba por recordar si la
había dejado en casa o se la habían robado, algo muy posible en los
tiempos que corrían, pero en su memoria no lograba dar con la
respuesta. Mientras tanto la cajera, quien conocía de sobra a la
apurada mujer, le contestó que no pasaba nada, que fuera con la
compra hasta casa y luego ya le pagaría la deuda. Pero ella sentía
que esa solución no era la correcta, la cajera tendría que poner de
su bolsillo el dinero aunque luego ella se lo diera y no le parecía
justo.
De
pequeña estatura, rubia y con un motorin en las piernas, aquella
anciana de 90 años, según había declarado en alguna ocasión, era
bien conocida en el supermercado, iba veloz por los pasillos cogiendo
los alimentos o productos que necesitaba cada día, tarea que solía
hacer tres o cuatro veces por semana. Su comportamiento educado y
amable se había granjeado el aprecio de todas las dependientas,
desde las reponedoras hasta las cajeras y las que atendían el
mostrador de carne o pescado. Exigente con todas a la hora de
apreciar la calidad de un producto, pero generosa al contemplar el
esfuerzo y amabilidad con que la trataban, siempre sonriente y
preocupada por la salud o familia de quien la atendía. Por eso la
cajera no se preocupó en absoluto de su despiste, confiaba de
antemano que era cumplidora y que al vivir cerca del supermercado,
enseguida volvería con el dinero debido.
La
encantadora anciana era una superviviente de la vida, la mediana de
nueve hermanos, como siempre decía, la del medio esta en tierra de
nadie, porque ni es de los mayores ni es de los pequeños, la del
medio nada más. Su madre quedó viuda bien joven, y con tantos
hijos a cargo todos tenían que echar una mano para sobrevivir. Al
salir de casa los chicos más mayores para ayudar a la economía
familiar, quedó al cargo de sus hermanos pequeños, pues las dos
hermanas de más edad se encargaban de las tareas de la casa. Cuando
la guerra se vieron obligados a huir del pueblo por rencillas
vecinales que les iban a costar la vida, regresando a su lugar de
origen. Apenas tenía quince años pero suficiente espabile para
trabajar en una fábrica de galletas. Al termino de su jornada y
regresar al nuevo hogar familiar, sus hermanos expectantes le
registraban los bolsos del mandil de trabajo, porque en ellos siempre
encontraban trozos de galletas, que al romperse accidentalmente en la
manipulación o adrede por ella, iban a la basura, pero los rescataba
para alimentar a su familia, ya que algunas veces era el único
alimento que ingerían en el día.
Al
termino de la guerra regresaron al pueblo del que partieron, y
alternó su trabajo en el Ayuntamiento con el relevo de sus hermanas
en la centralita telefónica que habían instalado en su casa, sus
principales clientes eran el cuartel militar cercano y la fábrica de
camiones, que sin descanso utilizaban asiduamente sus servicios.
Llevaba tantas experiencias importantes a sus espaldas que éstas ya
estaban encorvadas. A sus largos noventas años, sabía cómo salir
airosa de muchas situaciones incomodas, y ésta, para sorpresa de
todos, iba a ser otra de ellas. Dejó a la cajera pendiente del
pago, a pesar de seguir en el turno una nueva clienta en la cola, no
le importó esperar un poco más, divertida, con tal de ser testigo
de cómo salía airosa del contratiempo aquella rubia bajita. Se
dirigió sin prisa pero sin pausa hacia el mostrador de la
pescadería, donde hacía escasos minutos había estado escogiendo el
segundo plato de la comida, unos bocartes para su nieta, que abiertos
y rebozados con harina y huevo, le encantaban a la pequeña, como
ella llamaba “los de la colita”. Saludó de nuevo a la pescadera
y sin pensárselo dos veces, le pidió cincuenta euros, explicándole
que se había dejado la cartera en casa y debía pagarle la compra a
la cajera. La empleada del supermercado la conocía muy bien, sabía
de lo exigente que era con su producto y de cómo le halagaba el buen
resultado al cocinar el mismo, reconocía por su aspecto cuidado,
siempre arreglada y de peluquería los viernes, que lo dicho era
cierto y no tuvo reparo en dejarle el dinero. Se quitó los guantes,
acercándose al bolso sacó un billete de cincuenta euros que
facilitó a la anciana, quien tras darle las gracias y dirigirse a la
caja para no perder más tiempo, le comentó que en cuanto llegara a
casa regresaría para devolvérselo. La pescadera, sorprendida y
divertida por la rápida resolución de la mujer, le respondió que
no hacía falta la premura, más ella le dijo que sí, no fuera que
por dejarlo para más tarde se le olvidara, y entonces no tendría
perdón ni vergüenza.
Salió
tan airosa de la situación, que en el supermercado a todos dejó
boquiabiertos por haber resuelto tan rápidamente la situación, y
como había prometido, a los diez minutos regresó con un billete de
cincuenta euros para reintegrárselo a la pescadera.
Un
día agitado para un ama de casa normal y corriente, y que como todas
las mujeres de su época, estaba acostumbrada a resolver
contratiempos que surgían sin buscarlos. Ya estaban su marido y su
nieta durmiendo la siesta postcomida cuando llegó su hija del
trabajo, y mientras estaba disfrutando de los ricos bocartes, le
dijo:
-
¡No sabes lo que me ha pasado hoy, en mi vida me ha ocurrido algo igual, fui a la compra sin el monedero y tuve que pedir cincuenta euros a la pescadera!”.
-
¿Qué dices y ella te los dejó? Preguntó su hija.
-
Sí, en cuanto llegué a casa, cogí un billete y se los devolví.
-
¿Pero eres amiga de la pescadera?
-
No, pero es buena persona y me los prestó.
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