Pánico - Gloria Losada





Cuando fue a pagar comprobó, horrorizado, que no llevaba la cartera, o mejor dicho, que la había perdido, porque estaba completamente seguro de haberla cogido antes de salir de casa. Disimuló como pudo su nerviosismo mientras palpaba por enésima vez todos sus bolsillos en un intento inútil de encontrarla.
La muchacha que estaba detrás de la barra atendía a otros clientes y no le prestaba atención. Cuando finalmente se dirigió a él, pidió whiskey doble a sabiendas de que no lo podría pagar, pero ya de perdidos al río. Total, debía trescientos euros, honorarios del servicio de la chica con la que había subido a la habitación, qué más daban diez o quince euros más.
Cogió su consumición con manos temblorosas y se fue a sentar a una mesa apartada en un rincón oscuro. Repasó mentalmente el contenido de la cartera: DNI, carnet de conducir, tarjetas de la seguridad social y del banco y quinientos euros que había retirado aquella misma mañana. Pero lo que más le preocupaba no era lo perdido, eran las temibles consecuencias que llegarían sin duda si no podía pagar el servicio.
El putiferio aquel era el más refinado y famoso de la ciudad, al que acudían los tipos pudientes que estaban hartos de la simpleza y mojigatería de sus esposas y deseaban discreción absoluta. Los servicios que se ofrecían no estaban al alcance de cualquiera, y mucho menos de él, que trabajaba en un ayer mecánico por apenas mil quinientos euros al mes. Pero desde hacía años su ilusión, o casi se podría decir su obsesión, había sido disfrutar del sexo con alguna de aquellas bellezas caribeñas de piel dorada y carnes prietas cuya fama se extendía por todos lados como un manto silencioso. Para ello, para cumplir su absurda ilusión, había estado ahorrando durante casi dos años, un mes veinte euros; otro, cinco; otro, cien; hasta que había conseguido reunir aquellos quinientos euros que, dicho sea de paso, le hubieran venido muy bien para pagar el seguro del coche que le cargarían en el banco el mes próximo.
Intentó poner orden en su cabeza y estudiar una solución a semejante contratiempo, pero no lo consiguió. Lo que le estaba ocurriendo podía arruinarle la vida. Conocía historias concernientes a los propietarios de aquel antro, que no eran precisamente tranquilizadoras. Ignoraba si eran realidad o solo leyendas urbanas, pero lo que sí, es que eran absolutamente espeluznantes. Se trataba de un grupo de traficantes sudamericanos que tapaban sus actividades ilegales con negocios que igualmente rozaban la ilegalidad, hombres sin piedad, sin empatía, sin sentimiento alguno; hombres que se cobraban sus deudas con creces, ya fueran de dinero o de cualquier otra índole. Nadie se iba de rositas. Se contaba que en una ocasión, a un cliente de aquel mismo club que se había negado a pagar el servicio de la puta de turno, aduciendo que no había conseguido ni levantarle la polla, se lo llevaron a una nave abandonada a las afueras de la ciudad y allí lo torturaron hasta la saciedad; le arrancaron las uñas con un alicate, le sacaron un ojo y le rompieron las dos piernas. Luego lo tiraron por un barranco. Sobrevivió de milagro. Prefería no recordarlo, pero ahora él estaba en la misma situación, o parecida, y probablemente correría la misma suerte. Su cuerpo se echó de nuevo a temblar como una hoja arrastrada por el viento del otoño. Tomó un sorbo de whiskey intentado controlar su desbocado corazón sin conseguirlo. Pensaba también en su mujer. Qué le diría, eso si tenía ocasión de decirle algo; qué excusa le pondría antes la más que probable paliza que estaba a punto de recibir o, en el mejor de los casos, gastarse el poco dinero que tenían en un burdel de lujo tampoco tenía mucha explicación. Su matrimonio se iría al tacho y su vida a la mierda.
Empezó a faltarle el aire y se aflojó un poco el nudo de la corbata en un burdo intento de poder respirar. Un ligero mareo nubló su mente. Se dio cuenta de que en el local no quedaban ya clientes. Su visión medio borrosa consiguió apreciar entre las sombras y la oscuridad que la muchacha de la barra se acercaba a su mesa.
-Caballero vamos a cerrar. Si es tan amable de abonar su cuenta... son trescientos diecisiete euros con veinticinco céntimos.
Las palabras no conseguían salir de su garganta. Su mente decía “he perdido la cartera”, pero sus cuerdas vocales se negaba a plasmar ideas.
-¡Samantha, espera!
La voz de Raquel, la muchacha que le había hecho tocar el cielo sin necesidad de volar, rompió el tenso silencio.
-Creo que esta cartera es tuya – le dijo – Estaba encima del sofá y tiene dentro tu carnet de identidad.
Cogió atropelladamente la cartera que le tendía la chica y comprobó que estaba intacta. Su mundo fue girando poco a poco hacia la normalidad. Pagó la cuenta y salió tratabillando del local.
-¿Volveremos a vernos, guapo? – le preguntó Raquel, melosa.
-No creo – farfulló él con voz apenas audible.
A su mujer le diría que la cena de amigos había durado demasiado tiempo.






Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario