No
había nada que se pareciera a aquel lugar. Ya visto por fuera
resultaba tenebroso. El director, un hombre mal encarado, taciturno y
cruel, sembraba el terror
entre los pequeños. Cuando sonaba su campanilla
todos sabían que alguno iba a ser castigado. Les golpeaba con el
cinturón, les arrancaba las uñas con un alicate o los encerraba
durante horas en un cuarto húmedo, frío, oscuro e infestado de
ratas. Hasta que todo cambió aquella noche de tormenta. Un rayo se
coló por la rendija de la ventana y con él entró el demonio en
aquellos cuerpos menudos y famélicos. Nadie sabe como pudieron
hacerlo. El cuerpo del director apareció despedazado y los trozos
desparramados por todas las estancias. Los muchachos habían
desaparecido. Nunca más se supo de ellos. La campanilla no ha dejado
se sonar desde entonces.
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