La
primera vez llegó a las tantas de la noche. Su camisa estaba
arrugada y sucia, llena de babas y olía como a colonia barata. Lo
dejé pasar. Aunque mis silencios a la hora de la cena durante esa
semana debieron de darle una pista.
– ¿Qué
te pasa? –me preguntaba con un tono entre infantil y patético.
–Nada
–respondía yo, seca– que estoy cansada. He tenido un mal día.
Y
él se levantaba, dejaba el plato en la mesa, se tiraba en el sofá y
encendía la tele, listo para el enésimo partido del siglo.
Y
yo recordaba mis peregrinaciones por boutiques en busca de mi vestido
de novia. Y los platos sufrían mi saña dentro del fregadero.
Cuando
se ponía meloso y me llamaba ‘princesa’
sospechaba que algo tramaba. Ni siendo novios me llamó nunca así.
Yo le miraba de reojo y me reía por lo bajo.
– ¿Qué?
¿También tú crees que lo de los piropos es un insulto?
Y
se bajaba al bar. O a no sé dónde.
Yo
aprovechaba para organizar mis ideas, mis estanterías y nuestra
colada. Entre sus pantalones caros encontré algún mensaje escrito
en post-its y servilletas. Entonces no supe si eran de alguna lagarta
o la clave para invadir Portugal desde la Costa Cantábrica. No había
ni corazones ni flores ni sonrisas. Y sí muchas flechas, dibujos de
cuadrados y números de alguna medición. Que me despistaban y me
mosqueaba a partes iguales.
–Anda
ya, si bebe los vientos por ti –me decía Chelo, mi mejor amiga,
cuando conseguía arrancarme alguna palabra de duda tras verme más
mustia que mis plantas del balcón.
–Pues
algo hay, porque si no ya me dirás.
Y
la rutina avanzaba, y cada uno madrugaba y se movía por sus horarios
y tareas hasta llegar a un nuevo fin de semana de silencios y
sonrisas forzadas. Y palabras atragantadas por temor a que una verdad
oscura me tragase. Recordaba los ‘no te cases’ de mi abuela con
más claridad que nunca. Y deseaba que ella estuviera allí conmigo
para preguntarle qué es lo que le hizo sospechar de él.
Para
mí y para mis amigas era todo un Príncipe Azul y yo la princesa
perfecta, que viviríamos felices para siempre dentro de nuestra
nube.
Pero
a la vuelta de la luna de miel ya me quedó claro que los cuentos de
hadas no pasan bien del papel a la vida real de pareja. Sobre todo si
hay que poner lavadoras, arreglar enchufes y planear comidas para la
semana.
Que
hablase tanto por teléfono me parecía normal, puesto que siempre lo
había hecho. Lo que me mosqueaba era que en ocasiones lo hiciera
dentro del baño con el pestillo echado. O que, cuando yo entrara a
casa y él estaba con sus conferencias las cortara de inmediato.
Pero
yo pagaba la luz y él la cuenta del teléfono. Así que, sin
problemas. Si quería hablar, que hablara.
Y
de vez en cuando echaba un ojo a las webs de consejeros matrimoniales
buscando alguna ayuda en las preguntas resueltas de otras parejas. Y
se me pasaba por la cabeza la terrible frase: “Ojalá no te hubiera
conocido nunca. Ahora viviría más tranquila.”
Jamás
salieron de mis labios, aunque las palabras patinaban por mi cabeza
como por una pista de hielo, casi regodeándose de mi imaginada
desgracia.
Y
el resentimiento se venía dormir muchas veces a nuestra cama. Y me
miraba fijamente y yo me pasaba las noches en blanco mientras él
roncaba a pierna suelta. Cuando las ojeras me llegaron casi a las
rodillas me replanteé mi actitud. Entendí que debería lanzar una
caña para que el pez picara y cantara. Si es que había alguna
canción que cantar.
Hasta
que la canción llegó, pero en un tono extraño, hasta me sonó
desafinado.
–Qué
rico esta todo –me dijo una noche devorando una de mis cenas a
la Masterchef– He pensado
que nos vendría bien esto.
Y,
dejando el tenedor, sacó su cartera y desplegó sobre la mesa una
colección de fotos de perros, todos mirando al fotógrafo con caras
expectantes desde sus jaulas.
– ¿A
que son todos preciosos? Este es Elvis. –Señaló a uno que llevaba
una especie de tupé peludo sobre las orejas– Llevo queriendo
adoptarlo desde hace meses. Pero no sabía cómo decírtelo. Cada
semana voy a la protectora a verlo. O si necesita algo les llamo para
saber qué tal está. Nos hemos hecho amigos. Seguro que tú le vas a
encantar.
Y
me miró con carita de perro pachón abandonado, con ojos grandes y
sonrisa idiota, esperando mi segundo ‘Sí, quiero’.
El
cuento de nunca acabar, pensé. Ahora me tocará cuidar a dos en
lugar de uno. Dicen que los perros son los mejores amigos del hombre.
De las mujeres, ya no lo tengo tan claro
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